Las muertes de Jung. Luis Fernando Macías
Cada piedra, cada planta, todo se ofrecía animado e indescriptible.
Entonces ahondó en la naturaleza.
Y ERA MUY NIÑO AÚN, todavía no había nacido Trudy, su hermana, cuando se las arreglaba para jugar en solitario. Frente a la pared del jardín, en la pendiente, había una piedra empotrada que destacaba un poco. Muy a menudo, cuando estaba solo, el niño Carl se sentaba sobre ella e iniciaba el siguiente juego:
“Yo estoy sentado sobre esta piedra. Estoy encima y ella está debajo”.
Pero la piedra también podía decir:
“Estoy aquí en esta pendiente, y él está sentado sobre mí”.
Entonces surgía la pregunta:
“¿Soy yo el que está sentado sobre la piedra, o soy la piedra sobre la cual él está sentado?”.
Y, dudando de sí mismo, se levantaba, cavilando acerca de quién era quién.
De los siete a los nueve años le gustaba jugar con el fuego. En el jardín había una pared integrada por grandes bloques de piedra cuyos intersticios formaban cavernas. En ellas procuraba mantener un fuego que debía arder siempre. Él y los niños que le ayudaban empleaban todas sus fuerzas en recoger la leña necesaria para avivarlo.
“Pero solo mi fuego permanecía vivo y poseía un deje inconfundible de santidad”.
Una mañana soleada de fin de año se encaminó hacia las playas del río, después de la celebración del día de Navidad, cuyo árbol le había deparado la caja de acuarelas en la que iba pensando, mientras en la mente sonaba la canción “Este es el día que hizo Dios…”, que tanto le había gustado porque, al cantarla, podía sentir que el paraíso era también la cascada del Rin, resonando todo el tiempo. La vida era el rumor de las aguas que se precipitaban y el edén estaba en las nieves lejanas de los Alpes, tanto como en los guijarros lisos de las playas del río.
“Este es el día que hizo Dios…”, iba cantando mentalmente, y quería seleccionar unos guijarros para pintarlos de rosado y blanco. Púrpura, rojo y azul cobalto.
Había dibujado un hombre de unos seis centímetros para acostarlo en la caja amarilla que usaba para guardar las plumas caligráficas. Un hombrecillo con sombrero, levita y zapatos negros. Ya tenía cama en el plumero en el que también había un pequeño castillo. Lo había pintado con tinta china en un extremo de la regla y lo había recortado para guardarlo, e incluso le había hecho un abrigo con un trozo de lana y ahora iría a buscarle compañía entre los guijarros.
“A escondidas llevé la caja con el hombrecito al piso de arriba (prohibido porque las tablas del suelo estaban apolilladas, y por eso eran frágiles y peligrosas) y lo oculté colocándolo sobre una de las vigas del techo. Al hacerlo, experimenté una gran satisfacción, pues nadie podría verlo. Yo sabía que en aquel lugar ningún ser humano sería capaz de hallarlo. Me sentí seguro; el inquietante sentimiento de hallarme en conflicto conmigo mismo había sido eliminado”.
EN LAS SITUACIONES DIFÍCILES, cuando su sensibilidad había sido herida, o cuando la irritabilidad de su padre o la enfermedad de su madre, Emilie Jung-Preiswerk, lo agobiaban, pensaba en el hombrecillo escondido y en su piedra lisa y pintada.
De vez en cuando subía al altillo en secreto. Trepaba a la viga, abría el estuche y contemplaba al hombrecillo y a la piedra. Dejaba, además, un pequeño rollo de papel en el que había escrito algo. También esa escritura era secreta, inventada por él; las cartas significaban para el hombrecillo una especie de biblioteca.
Ese fue un primer intento de dar forma a lo secreto.
“Siempre esperaba que se podría encontrar algo, quizás en la naturaleza, que diera la clave o me mostrara dónde o qué era lo secreto. Entonces creció en mí el interés por las plantas, los animales y los minerales. Estaba siempre tratando de descubrir algo enigmático. ¿Qué sucede con lo que está bajo la tierra?”.
ESE EPISODIO CONSTITUYÓ la culminación y el final de su infancia:
“Duró aproximadamente un año. Luego olvidé por completo este acontecimiento hasta los treinta y cinco años. Entonces, de las nieblas de la infancia resurgió este recuerdo con claridad diáfana cuando, ocupándome en preparar mi libro Wandlungen una Symbole der Libido (Transformaciones y símbolos de la libido), leí acerca del ‘Cache’ [Un tipo de escondrijo], de piedras conmemorativas en Arlesheim y de los churingas australianos.
Descubrí de pronto que me hacía una imagen perfectamente concreta de una tal piedra, aunque nunca la había visto reproducida. En mi imaginación veía una piedra lisa pintada de tal modo que se distinguía una parte superior y otra inferior. Esta imagen me resultaba familiar en cierto modo y entonces recordé un plumier amarillo y un hombrecillo tallado en madera. Era un dios de la antigüedad, pequeño y oculto, un Telésforo que se encuentra en varias representaciones junto a Esculapio, a quien lee un pergamino. De este recuerdo me vino por vez primera la convicción de que existen elementos anímicos arcaicos que pueden inculcarse en el alma individual sin que procedan de la tradición. Cuando estuve en Inglaterra en 1920 tallé dos figuras parecidas en una rama delgada sin recordar lo más mínimo la experiencia de mi infancia. Una de ellas la hice ampliar en piedra, y esta figura se encuentra en mi jardín de Küsnacht. Solo entonces el inconsciente me inspi ró el nombre. La figura se llamó ‘Atmavictu’ – breath of life. Constituye un desarrollo ulterior de aquel objeto casi sexual de la infancia que se presentaba entonces como el breath of life como un impulso creador. En el fondo todo ello es un Cabir, cubierto con la capa, oculto en la ‘caja’, dotado de un gran acopio de fuerzas vitales, la piedra negra y alargada. Sin embargo, estas son interrelaciones que solo me resultaron claras muchos años después. Cuando era niño, me sucedió del mismo modo como más tarde observé en los indígenas de África: simplemente lo hacen y no saben en absoluto lo que hacen. Solo mucho más tarde se medita sobre ello”.
Y, aunque nunca lo confesó directamente, de esta experiencia obtuvo la revelación más importante de su vida: la noción de los arquetipos como contenidos de lo inconsciente colectivo, la constitución del Ser como un camino que conduce del mundo físico al misterio de lo desconocido. Este sendero empieza en el cuerpo, se interna luego en la mente, que es imagen del mundo, y por el sendero del yo viaja hacia la profundidad del sí mismo, donde todo es desconocido para el hombre.
MIRÓ HACIA ATRÁS, hacia la raíz del gran roble donde yacía el martín pescador. Dio una última mirada al despojo de plumas azuladas, y entendió que un hilo de sentido reúne los acontecimientos apartados en el tiempo, disímiles en apariencia. Su infancia había sido eterna y él había sido ese hombrecillo acostado en el plumero, en compañía de un guijarro del Rin; había sido la piedra en la pendiente, preguntándose por el secreto cuya respuesta se resumía en el principio de individuación, el mito del hallazgo esencial de sí mismo; había sido esa llama encendida en las pequeñas cavernas del muro de piedra y lo por él realizado sería un fulgor que ardería para siempre.
El hombrecillo oculto, el Cabir con su respectiva capa, había alcanzado vida y movimiento en su sueño de la madrugada, así como el fuego de sus juegos infantiles se había convertido en el libro de su vida en el mismo sueño.
En ese momento, no sabía él que después, en la región de sus visiones trascendentes, sería precisamente este Telésforo quien, asumiendo la figura del médico tratante, lo disuadiría y le ordenaría regresar al mundo.
CONTINUÓ SU PASEO, ahora más lento y cuidadoso. La serie de acontecimientos exteriores, en apariencia casuales, lo había sumido en la meditación, como si todos ellos condujeran a la advertencia de la cautela, pues los reunía el sentido de que algo importante habría de suceder.
“Hay un hecho en camino”.
En frente suyo brillaba la visión del lago, a tramos congelado, y el silencio del bosque que lo rodeaba crecía hasta la inmensidad.
“Lo que ha de suceder está en marcha y es tan inamovible como todo lo pasado”.
Si