Las muertes de Jung. Luis Fernando Macías

Las muertes de Jung - Luis Fernando Macías


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antes había vivido esa misma sensación y había procurado expresarla en la imagen del Filemón con alas, pintado en el Libro rojo, treinta años atrás.

      “Ahora entiendo por qué en ese dibujo había una serpiente anudada sobre sí, haciendo un doble signo de infinito con su cuerpo a espaldas de Filemón. No solo desconocemos lo que sigue a la muerte, sino que se nos hace difícil entender que está hecha de la misma materia que la vida y que la vida misma es su llamado”.

      No había sido casual que Filemón tuviera alas de alción, ni que en esos tiempos él hubiera vivido como una especie de larga muerte, después de su ruptura con el doctor Freud, durante el congreso de Múnich, en septiembre de 1912, ni que en el trance de ese periodo de hibernación hubiera escrito también Los siete sermones a los muertos.

      Fue el 6 de enero de 1913 cuando rompió sus relaciones con Freud de forma definitiva. Lo hizo por medio de una carta que concluía con la sentencia “lo demás es el silencio”. ¿Qué podría seguir en su vida a continuación? Lo único que le quedaba era volverse sobre sí, pues todo lo que había construido hasta entonces había sido un castillo de naipes sobre una piedra falsa, a la que podríamos llamar ilusión de la gloria. Ambos fueron un espejismo mutuo. Caído el fortín de la conveniencia, del lado de Freud quedaría el resentimiento, y de su lado el vacío.

      Después de la ruptura, seguiría para él un sendero de lava en la oscuridad, cuyo magma se componía de ilusiones, fantasías, imágenes, sueños, mitos, visiones y misterios acicateados por el miedo y la incertidumbre, pero sostenidos por la voluntad brutal del que a sí mismo se asume como héroe.

      Entendió que el hombre vive bajo el designio de la encarnación de un mito; el suyo, como el de Odiseo, consistió en un viaje de retorno a los orígenes. Su misión, es decir, el tesoro que debía encontrar se nombra con la palabra “sentido”, corresponde al sentido de la existencia, al alma.

      A PRINCIPIOS DE 1914, durante la primavera, soñó tres veces el mismo sueño, que en pleno verano sobrevendría un frío ártico y dejaría el hielo en la región lorenesa y sus canales, en el país despoblado, en los lagos y ríos, y en las imágenes de la vida vegetal aletargada.

      Dijo después que este sueño había ocurrido en abril, mayo y junio de 1914, y que en la tercera ocasión la helada procedía de los espacios interestelares, pero tenía un final intempestivo: había un árbol con hojas, pero sin frutos. El soñante pensó que este era su árbol de la vida, y acto seguido, las hojas, por influencia de la helada, se convertían en granos de uva a los que llamó dulces, llenos de zumo saludable. Él, el mismo hombre que durante la vigilia de aquellos tiempos se anegaba en el vacío, tomó las uvas y las regaló a una gran muchedumbre, a la que en su relato calificó como expectante.

      ¿Pensaría él, en algún momento, que este había sido el instante en que supo cuál era su destino? ¿Podríamos entender nosotros que la alquimia de su obra, más allá de la vida y de la muerte, consistiría en la transmutación del hielo del absurdo en el zumo de las uvas del sentido?

      A SU MEMORIA LLEGÓ EL NIÑO que no comprendía bien el sentido de los números en clase de matemáticas y que, en consecuencia, se abstraía o procuraba abstraerse de todo en sus juegos de meditaciones solitarias. Y recordó el momento en que había escuchado la voz desesperanzada de su padre, cuando el hombre con quien hablaba le había preguntado por el estado de salud de su hijo.

      —Ay, es una desgraciada historia. Los médicos no saben qué es lo que le sucede. Creen que quizás sea epilepsia. Sería terrible si resultara algo incurable. Yo he perdido mis escasos ahorros y ¿qué sucederá con él si no puede ganarse la vida?

      El niño Carl, que se hallaba escondido en el jardín de la casa, cerca del corredor donde los dos hombres hablaban, hasta ese momento no tenía noción de la pobreza de su padre; pero en la frase que se refería a él con tanta tristeza, no solo había descubierto la verdadera situación de la familia, sino que, a partir de ella y, gracias precisamente a ella, se pondría en marcha el motor de sus preocupaciones esenciales que habría de llevarlo, con los años, al descubrimiento de ciertas profundidades del alma humana.

      A principios del verano de 1886, se encontraba en la Münsterplatz, a las doce, después del colegio. Estaba esperando a un compañero con quien recorrería un trecho del camino de regreso a casa. De repente recibió un empujón. Cayó y dio con la cabeza en el borde de la acera. Quedó atontado, y así permaneció durante una media hora.

      “En el momento de recibir el golpe me cruzó un pensamiento como un rayo: ¡Ahora no tendrás que ir más a la escuela!”.

      Estaba semiinconsciente y permaneció tendido más de lo necesario, acaso remordiendo un sentimiento de venganza contra su agresor. Alguien lo recogió y lo dejó luego en la casa de sus tías.

      A partir de entonces empezaron a manifestarse desmayos y mareos cada vez que tenía que ir a la escuela o cuando le pedían realizar las tareas. Durante más de medio año dejó de asistir al colegio. Se sintió libre. Podía soñar largas horas. Se la pasaba en los bosques, junto al río, o dibujando. Pintaba escenas de guerra, antiguas fortalezas que eran atacadas o incendiadas y llenaba páginas de caricaturas.

      FUE EN ESE TIEMPO en el que entró en el mundo de lo enigmático: los árboles, el río, el pantano, las piedras, los animales y la biblioteca del reverendo Paul Achilles Jung. Todo le resultaba maravilloso, pero cada vez se alejaba más del mundo de la vida, malgastaba el tiempo, vagabundeaba, leía, jugaba…

      Cuando se dio cuenta de que lo único que hacía era huir de sí mismo, empezó a preguntarse cómo había llegado a ese estado, y se lamentó a causa de las preocupaciones de sus padres. Ellos consultaban a uno y otro médico. Lo enviaron de vacaciones a Winterthur, donde había una estación en la que se quedaba horas observando y pensando. Había logrado lo suyo, apartar de sí el colegio y las abstrusas contiendas con los números, pero eso tampoco lo hacía feliz.

      Al regresar a casa todo volvió a ser como antes. Él sabía ya lo que eran los ataques epilépticos y se reía interiormente del disparate que significaba tal diagnóstico. Pero al escuchar la respuesta de su padre algo lo sacudió. El rayo súbito de la realidad lo golpeó con toda la fuerza de lo que habría de significar su vida entera.

      “¡Hay que trabajar!”.

      Y a partir de ello se convirtió en un niño serio. Fue al cuarto de estudio de su padre, tomó un libro de gramática latina y comenzó a estudiar con ahínco. No habían pasado todavía diez minutos cuando se desmayó. Esperó hasta sentirse mejor, y prosiguió. Un cuarto de hora más, y le sobrevino el segundo mareo, que pasó como el anterior:

      “¡Ahora vuelves al trabajo!”, se obligó.

      Al cabo de media hora llegó el tercero, pero no cedió. Trabajó más, hasta alcanzar la sensación de que los mareos estaban ya superados.

      Siempre pensó que ese tipo de pequeñas muertes se produce cíclicamente a lo largo de la vida, asociadas a la vieja máxima de morir para nacer de nuevo, que procede de los más remotos parajes de la historia de las religiones.

      YA ÉL LO HABÍA EXPERIMENTADO varias veces en el camino de su vida: las tenebrosas noches del niño que pensaba en el Hêr Jesús que se llevaba a los hombres a la tumba; su caída en la rejilla que daba a la cascada del Rin en la que estuvo a punto de perecer ahogado cuando paseaba con la criada:

      “Mi madre me contó que una vez fui con la sirvienta a Neuhausen por el puente sobre la cascada del Rin, caí de repente y mi pierna resbaló bajo la barandilla. La muchacha pudo aún agarrarme y sacarme a rastras. Estas circunstancias indican un impulso suicida inconsciente, relativo a una fatal aversión a la vida en este mundo”.

      Después de algunas semanas volvió a la escuela y allí no experimentó mareo alguno. El encanto había desaparecido, era él mismo quien había embrollado la historia. El compañero que lo empujó no había sido más que un instrumento de su arreglo diabólico, de su primera cita con la neurosis, su secreto, su fracaso; el que lo llevó al vigor de la verdad y al respeto por ella.

      A


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