Ser digital. Manuel Ruiz del Corral

Ser digital - Manuel Ruiz del Corral


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y, como cada viernes, se disponía a canjear con entusiasmo varias ofertas personalizadas en su habitual centro de estética, un local reluciente en la planta baja de un centro comercial situado a dos manzanas de su casa. Aquel espacio no era más que otro anónimo punto de venta dentro de la enorme red de centros comerciales, pero para Christine constituía un refugio personal y exclusivo al haber sido clasificada por la empresa como cliente «premium»: no solo compraba allí habitualmente utilizando su tarjeta de puntos, sino que era una usuaria muy activa en la red social de la tienda que opinaba sobre los productos que más le gustaban y se los recomendaba a sus contactos de Facebook(R). Ese día, además de comprar un nuevo gloss labial que prometía largas horas de duración y probar un nuevo perfume, aprovechó para llevarse un par de jabones neutros para su piel (más seca que de costumbre), algodones, y también un suplemento vitamínico recomendado en Internet para fortalecer las defensas, idóneo para hacer frente a un otoño especialmente lluvioso y de fuertes contrastes térmicos.

      Paul, su padre, era un hombre conservador y de firmes convicciones religiosas. Llevaba treinta minutos dando vueltas por un pasillo de la séptima planta de aquel imponente edificio, apretando en sus manos un puñado de papeles con contrariedad mientras observaba la lluvia a través de los verticales ventanales. Después de la espera y de decenas de llamadas previas para obtener esa cita, por fin se abrió la puerta del despacho del director comercial. Paul tomó asiento y esparció unos arrugados cupones por la mesa, dejando ver un importante número de ofertas de productos prenatales, juguetes y ropa de bebé destinados a su hija. Tratando de controlar su agresividad, trasladó su profunda indignación por la actuación del centro, la cual, desde su punto de vista, estaba indudablemente orientada a fomentar el embarazo a tempranas edades y representaba la crisis de valores de la sociedad americana y sus familias. Tras un intenso discurso, su interlocutor, atónito e incapaz de encontrar una explicación a lo sucedido, reforzó los fundamentos morales de su política comercial y reconoció que el caso era un error casual y material que no volvería a suceder.

      Lo que Christine y su padre no sabían (ni por supuesto lo sabía tampoco el director comercial del centro), es que Andrew, un brillante estadístico e informático de Dakota del Norte, había irrumpido en sus vidas. No de forma directa ni dirigida a ellos en particular, pero en ningún caso de forma casual o accidental.

      Andrew llevaba varios años en el departamento comercial de la empresa creando predicciones automáticas por ordenador para mejorar los resultados de ventas. Utilizando terminología técnica, Andrew era un científico de datos y diseñaba modelos predictivos y de inteligencia de negocio. Su trabajo no consistía en generar trivialidades tales como publicar información sobre la última moda de zapatillas deportivas para jóvenes o enviar ofertas de juguetes en el período prenavideño a los padres. Su ciencia consistía en algo mucho más ambicioso: predecir lo que iba a suceder y anticiparse a la competencia.

      Apoyado en la tecnología denominada «Big Data»(R), diseñó una solución informática que almacenaba los datos de cada compra realizada, junto con los hábitos de los clientes fidelizados con tarjetas de puntos y las opiniones de las redes sociales. Teniendo en cuenta que la red comercial de su empresa era una de las primeras de Estados Unidos con fuerte presencia en casi todas las ciudades, su sistema generaba una enorme cantidad de datos cada segundo, datos que Andrew metía en una especie de «chistera» informática que le devolvía, a golpe de clic y, como por arte de magia, las relaciones y afinidades entre ellos. En otras palabras, con su chistera podía ver fácilmente que en junio se compraban más bañadores que en agosto, que la diferencia de las ventas electrónicas entre hombres y mujeres se iba reduciendo cada vez más, o que las clientas más jóvenes solían comprar productos cosméticos cada primer viernes de mes al salir de la escuela y estrenando su paga mensual.

      Resultados más o menos evidentes para cualquier departamento comercial que analice sus compras y sus clientes pero que Andrew decidió enriquecer cruzando más conjuntos de datos, tales como los registros del clima de cada ciudad, la renta media de las familias o la tasa de natalidad. Ahora su chistera (es decir, un conjunto de fórmulas matemáticas previamente programadas en una herramienta informática perfeccionada a lo largo de la Historia de la estadística y la matemática) le permitía descubrir patrones invisibles que superaban en muchos casos el sentido y la capacidad de análisis de la inteligencia humana.

      Una de las aplicaciones más brillantes de todo ese trabajo fue diseñar un modelo para predecir el embarazo en fechas tempranas, aquellas en las que aún no se manifiesta y durante las cuales algunas personas como Christine son precavidas incluso para anunciarlo. Christine nunca podría imaginar que las lluvias que había sufrido su ciudad durante el último mes no justificaban la compra de un jabón neutro, o que el suplemento vitamínico que había adquirido estaba enriquecido con zinc y contaba con un alto número de «me gustas» por parte de clientas embarazadas en Facebook. Tampoco imaginaba que los algodones eran uno de los productos más comprados durante la gestación y la lactancia por todas las clientas del país. Ni tampoco que el resto de cruces de datos, suposiciones y decisiones que se añadieron de forma automática casi en el momento de su compra, hicieron que la chistera de Andrew predijera que estaba embarazada. O, en realidad, que tenía una probabilidad de embarazo del setenta y uno por ciento.

      El sistema informático estaba programado para dictar una instrucción al departamento comercial, de forma que se enviasen cupones de productos prenatales a las clientas con una probabilidad de embarazo superior al setenta por ciento. Así fue como los cupones acabaron en manos del padre de nuestra protagonista, el cual, pocos días después, tuvo a bien disculparse con el director comercial en una breve llamada telefónica tras un fuerte enfrentamiento con su hija como consecuencia de aquel «imprevisto».

      Cuando saber ya no implica entender

      Nuestra mente nos reta. ¿Y si Christine no hubiera comprado esos tres productos juntos? ¿Y si los hubiera comprado en otro momento? ¿Y si no hubiera sido usuaria de Facebook? ¿Y si hubiera vivido en otro lugar? ¿Y si no hubiese llovido aquel mes? ¿Fue todo una casualidad?

      Todo ello es indiferente. Lo relevante es que Andrew acertó, y que de algún modo contempló también la casualidad en su modelo matemático. Su chistera mágica convirtió lo circunstancial en esencial, creando una nueva realidad como resultado de su predicción y anticipándose al libre albedrío de dos personas comunes.

      La historia de Christine y Andrew está basada en hechos reales sobre la cadena americana Target, publicados por el New York Times Magazine en 2012(R). De forma anecdótica –y puede que tan cómica como inquietante–, este caso nos desvela la revolución silenciosa provocada por la nueva ciencia de los datos.

      Esta nueva forma de entender la sociedad y el mercado se caracteriza, por encima de todo, por un profundo cambio de modelo en la relación del ser humano con la tecnología: ya no solo consumiremos la tecnología para mejorar nuestra calidad de vida, sino que, en gran medida, pasaremos también a ser sus clientes y no tanto sus dueños.

      Cualquier dato nuestro que pueda extraerse es muy valioso para alimentar modelos predictivos inteligentes como el de Andrew. Estos modelos recopilan los datos de forma masiva y constante, sacando conclusiones al momento. Y, lo más importante, aprenden de su propia experiencia: cada predicción exitosa de embarazo reforzaba el modelo de Andrew, y por el contrario, cada error lo corregía y reajustaba.

      En otras palabras, la tecnología está ya capacitada para aprender de forma similar a como aprendemos los seres humanos en nuestra forma más primaria. La exposición a infinidad de estímulos nos permite aprender la relación causa-efecto por condicionamiento y por repetición, sin necesidad alguna de entender las leyes que rigen dicha relación. Si un niño acerca la mano al fuego, se quema. Y si repite el gesto, se vuelve a quemar. Su cerebro aprende entonces la relación causa-efecto y predice que en presencia de fuego se quemará si extiende la mano. Se interioriza así un patrón de comportamiento que consiste en evitar acercarse al fuego. El niño «sabe» que se quemará. No necesita entender las razones físicas de esa combustión para actuar, ni probablemente lo necesite nunca como adulto. Es así, por exposición, repetición y condicionamiento(R), como aprendemos e interiorizamos muchos hábitos de pensamiento y conducta que rigen gran parte de nuestra vida y de los que muchas veces no somos conscientes, que se


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