Ser digital. Manuel Ruiz del Corral

Ser digital - Manuel Ruiz del Corral


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hiperconexión debiera encontrar su máxima expresión con el desarrollo de nuevos materiales que permitan extender la captura digital de datos. En la actualidad, el mercado augura la llegada del grafeno como un nuevo material transparente, fino y flexible capaz de recubrir cualquier superficie como si de una pantalla táctil se tratara. Este sueño de cualquier guionista de ciencia ficción fue premiado con el Nobel de Física en el 2010(R), pero su desarrollo es aún incipiente y no exento de controversia (en 2016, varios prototipos de baterías o teléfonos móviles enrollables han sido anunciados mundialmente, pero todavía no han visto la luz en el mercado). Las promesas del grafeno o de cualquiera de sus futuribles alternativas son infinitas: un navegador táctil en el cristal del coche, sensores en cualquier consumible o envase de un producto de alimentación, ropa que mida constantemente nuestras características físicas y vitales, o una lentilla que nos permita ver información sobre la persona que tenemos delante en un restaurante. Abrumador, sin duda.

      La universalización de este tipo de materiales multiplicaría las posibilidades del Big Data y la inteligencia predictiva hasta los límites de la imaginación, pero también de la ética humana.

      En 1956, el visionario Philip K. Dick escribió un relato que inspiró la laureada película de Steven Spielberg, Minority Report(R). En ella se retrata una sociedad futurista donde todo dato es capturado y analizado de forma masiva, donde la publicidad está finamente personalizada, llegando a cada persona a partir de la detección de sus pupilas (biométrica), y donde se predicen los crímenes antes de que sucedan y se generan acciones penales incuestionables e inmediatas para estos. Una sociedad que no actúa sobre el impacto sino sobre la probabilidad, y en la que no se permite eliminar el pasado porque los datos del mismo forman parte de la inteligencia que predice el futuro. Ciencia y ética conviven una vez más en la ficción y nos avisan de lo que puede estar por llegar.

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      Objetos que se entienden. Nuevos amantes

      Imagine el lector que su supermercado de confianza le sirviera la cesta de la compra en casa. No tras un pedido previo a través de Internet, sino sin hacer nada. Imagine que en su puerta aparece exactamente lo que usted necesita, y en el momento en que lo necesita. Imagine que la noche anterior se le acabó la leche o el café, y que lo tiene listo para desembalar en la puerta de casa justo a la hora del desayuno.

      Imagine que cada producto tuviera un sensor electrónico incorporado en su envase, y que todos estuvieron conectados entre sí, diseñados para saber cuando se abren, cuando se consumen, como se maridan, o cuando se deterioran o caducan. Imagine que toda esta información se envía al supermercado de forma incesante, y que sus modelos predictivos extraen su patrón de consumo diseñando la cesta de la compra por usted. Tan solo pidiendo su confirmación con un pequeño gesto en su smartphone.

      Esta fantasía es un futurible de lo que la industria denomina hoy el «Internet de las Cosas»: objetos conectados entre sí que son capaces de entenderse y que toman decisiones por las personas. En una vaga simplificación, esta tecnología trata de relacionar todos los sensores y programas informáticos entre sí, eliminando gran parte de las ineficiencias y los errores de la actividad humana y agilizando el pulso de la sociedad.

      Ampliando el horizonte más allá de la cesta de la compra, las aplicaciones de este fenómeno son, una vez más, tan impactantes como apasionantes. Uno de los principales potenciales de esta conexión entre las cosas es garantizar la sostenibilidad de los recursos en las ciudades fuertemente impactadas por los nuevos modelos demográficos tendentes a la concentración de la población en grandes urbes. Así podríamos crear ciudades inteligentes que decidieran por sí mismas de forma autónoma con el objetivo de ser más eficientes. Por ejemplo, la ciudad podría ahorrar energía utilizando la iluminación predictiva en función de la trayectoria de los viandantes o vehículos, indicar a cada conductor donde aparcar en función del sitio libre más cercano a su destino, o ser más eficientes en la distribución del agua a los hogares, parques y jardines conectando los sensores climáticos y de humedad con los de la red hidráulica. Todo ello gobernado por un sistema informático ajeno a la participación humana en muchas de sus decisiones. Hoy en día, y sin existir aún la perfecta ciudad inteligente per se, abundan las iniciativas vinculadas a la transformación digital de las ciudades y una fuerte apuesta de los sectores públicos y privados por apoyarlas.

      En una dimensión más humana, también se prevé que la llegada masiva del «Internet de las Cosas» tenga un importante impacto en el mundo laboral. Según los analistas(R), en el 2020 la cuarta parte del volumen de trabajo de las empresas será gestionada directamente por las máquinas, sus robots y sus objetos conectados, creando nuevos puestos de trabajo y destruyendo muchos más. En este sentido, las grandes oportunidades competitivas para los nuevos científicos de datos quedarán matizadas por la desaparición neta de cinco millones de puestos de trabajo(R), especialmente aquellos cuyas funciones sean de tipo administrativo. Más de la mitad de los alumnos que estudian primaria en nuestros días trabajará en puestos que aún no existen, y muchos de los trabajadores pasarán a ser supervisados por un roboboss, es decir, por un programa informático de inteligencia artificial capaz de supervisar los objetivos de sus trabajadores y generar las instrucciones adecuadas. Otros tantos serán obligados a llevar consigo medidores de sus constantes vitales como requisito del servicio de prevención de riesgos laborales, y su ubicación será permanentemente monitorizada a través de los sensores de posición de su teléfono móvil corporativo.

      Podría seguir citando casi indefinidamente un sinfín de aplicaciones y previsiones extraídas de los estudios y proyecciones de mercado que existen al respecto, pero dejo ese espacio de investigación al lector interesado, para lo cual puede apoyarse en algunas referencias bibliográficas que podrá encontrar al final de este libro.

      La idea de incuestionable relevancia que se desprende es que este «Internet de las Cosas», esta hiperconexión de los objetos, se unirá a la hiperconexión de las personas, creando un nuevo ecosistema al que el ser humano deberá adaptarse de forma inevitable. Un ecosistema que debiera ser el prolegómeno de la robotización de la sociedad, en la que la convivencia con objetos inteligentes será algo cotidiano.

      Objetos humanizados de cualquier forma imaginable (imágenes, voces, hologramas, máquinas, robots, etc.) que serán capaces de entender nuestro lenguaje, adivinar nuestras inquietudes y predecir nuestros deseos a partir de las manifestaciones más tangibles y medibles de nuestro cuerpo.

      Aquí entramos de lleno en el terreno de la inteligencia artificial y sus eternos debates. Un discurrir de ideas que merecería libros enteros y que plantearía de forma recurrente los mismos interrogantes que han desatado ríos de tinta en obras clave de la literatura de ciencia ficción de autores como Isaac Asimov, Brian W. Aldiss o el ya mencionado Philip K. Dick. La cuestión esencial reside en si las máquinas, al estar programadas para detectar cualquier manifestación humana por pequeña que esta sea, están también capacitadas para comprender su significado. Si las máquinas, al comprender estos significados, están capacitadas para empatizar de forma genuina con las personas, dueñas últimas de esas manifestaciones de ideas y sentimientos. Y si el perfeccionamiento de esta inteligencia artificial puede hacer que en algún momento las máquinas sientan de forma similar a como sentimos los seres humanos y sus derechos deban ser incorporados a la sociedad.

      Especialmente inquietante es el punto de vista inverso, esto es, el de la transformación de los sentimientos, hábitos y conductas de las personas como consecuencia de la «humanización» de la inteligencia artificial. En este sentido, exponerse a una amable cara sonriente generada por ordenador, o a una voz cálida especialmente diseñada para conversar con una persona, dispara inevitablemente infinitas conexiones en nuestro cerebro asentadas a lo largo de nuestra evolución y que están entrenadas para generar respuestas afectivas; los seres humanos estamos programados por la naturaleza para empatizar y crear vínculos emocionales y afectivos entre nosotros, y los disparadores esenciales de estos programas son las expresiones faciales, el lenguaje verbal (palabras y tonos de voz) y el lenguaje no verbal.

      En la futurible relación de las personas con las máquinas humanizadas (robots), nuestra empatía biológica hacia ellas no dependerá tanto de cada persona como de la perfección del diseño de la máquina. Instintivamente podremos sentir un abanico


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