El oso y el colibrí. Gonzalo Arango
lleno de desolación y de miseria.
Este es el contenido espiritual de Ariel: la réplica estética del idealismo a los arcanos profundos de aquellos sistemas filosóficos. En este ideal de espiritualización americana propuesta por Rodó, yo noto una clara reminiscencia de aquella intención filosófica de Platón, al querer transformar la vida helénica por las influencias divinas del arte.
La expresión formal de Ariel es digna de encomio y de la más sincera exaltación, como realmente lo hicieron un Menéndez y Pelayo y un Leopoldo Alas (Clarín), representaciones autorizadas en crítica literaria, para los cuales no pasó inadvertido este descubrimiento maravilloso de la prosa de Ariel, que tiene la unción de un místico pagano, por la pulcritud y diafanidad de su espíritu y por la orientación moralista de su pensamiento. En esta obra, ensayo por la denominación de la crítica, la prosa es bella y depurada, el estilo perfecto y sostenido, el pensamiento alto y profundo, todo subido en grado máximo. Ella tiene la profundidad y elevación de Hostos, la poética entonación de Darío y el discurrir oratorio de los académicos. Él pulula su prosa con la majestad del pincel de Miguel Ángel, y esgrime radiante su estilo con el colorido de la paleta de Leonardo y deja en el espíritu una constelación de ondas sonoras; yo me represento esta sonoridad comparándole a un verso en Goethe en las manos sutilísimas de Schubert. En Rodó se unieron en armonía indisoluble la perfección formal de Flaubert y el sentido profundo de Guyau, Renán y Anatole France, sus ídolos franceses. Su prosa es como una red de telaraña, en que un hilo representa la idea y el nido todo, las relaciones en conjunto.
Su inquietud por el comportamiento ético del individuo es manifiesto, considera el valor por encima de lo útil, como acierta a decir el prof. B. Mantilla Pineda en su Axiología: “Los valores no son sino lo que valen”. Es un acendrado espiritualista, aunque no extraña su criterio al asunto al asumir tal posición: “Yo no amo a la América sajona, pero sí la admiro”, porque él como ninguno consideraba superpuestos la carne y el espíritu en la condición humana, aunque sí con una notoria preponderancia del espíritu; sabía bien que el hombre, como decía Pascal, no es ni ángel, ni bestia.
Rodó vivió para hacer exaltación de los valores humanos y defenderlos; aunque un gran admirador de Nietzsche, condena su concepción monstruosa del antiigualitarismo y aquella terrible sentencia de que la sociedad no existe sino por sus elegidos, menospreciados los débiles y deificando los fuertes. Qué distanciados están Rodó y Nietzsche en la concepción humana del súper-hombre, del prototipo de la especie.
Para el primero es la unificación perfecta de las facultades nobles del hombre, encaminadas a alcanzar un objetivo racional.
Para el segundo es la superioridad de las fuerzas contra los sentimientos, el poderío contra la igualdad, la caridad y el honor. En nuestra América sería como la representación del hombre antisocial.
La concepción filosófica sobre el prototipo de la especie difiere esencialmente en los dos pensadores y se justifica, si se tiene en cuenta la idiosincrasia de los pueblos respectivos: Alemania, sugestionada siempre por sus filósofos y visionarios, cree ser la raza superior y el pueblo destinado por Dios para dirigir los destinos del mundo, lo que ha intentado alcanzar varias veces sufriendo experiencias dolorosas. América, depositaria de los ideales latinos y del espíritu cristiano, defiende y hace respetar los derechos individuales y colectivos del hombre, que tanto exaltó Cristo y caracterizaba a aquellos pueblos.
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