El oso y el colibrí. Gonzalo Arango
este libro breve y singular se lo reduce a un conjunto que es mero “anticipo” (incluso, a pesar del mismo Gonzalo), entonces gana en fuerza de autenticidad; gana en dimensión de lo que fácilmente se distingue. Por eso, también creo que, guardadas las proporciones por sus intenciones claramente deslindantes y vanguardistas, propuestas de edición como esta me recuerdan otros libros peculiares como El mono gramático (1972) de Octavio Paz o La vuelta al día en ochenta mundos (1967) de Julio Cortázar, o algún tipo de miscelánea, más o menos deliberada, más o menos descarrilada; libros desobedientes, deformados en apariencia, ansiosos, acelerados: no son eclécticos ni iconoclastas, son como cuartos de rebujo, sótanos o zarzos de san alejo…, pero en los que todos queremos estar porque allí está la fiesta, porque es ahí donde se conversa rico, donde están los amigos... No es escritura “importante”, para admiración y exhibición. Es escritura de afectos.
Está bien que El oso y el colibrí sea una obra menor, si se quiere, y está bien que así sea, porque como menor escapa de entrada a fuertes valoraciones críticas, y porque como menor nace ya en el margen, destinada a ser “segundona”, cenicienta. Es de esa clase de libros que no surgió con la pretensión, la ambición de la “obra maestra”, y eso lo mantuvo, por muchos años, y quizás sea exagerado decirlo, como protegido, como un animalito escondido. Y es por eso que aporta muchísimo a la figura de Gonzalo Arango como prosista hábil, lúdico, envidiablemente recursivo, irónico, determinado, espontáneo, en el sentido de que no está preocupado por pedir disculpas o herir susceptibilidades: dice lo que tiene que decir. Sin duda, es una libertad que se permitía Gonzalo, y que de seguro le pasó cuenta de cobro en muchos aspectos de su vida personal (en la intelectual y literaria, sabemos de sus enemistades, aunque también de sus muchos amigos).
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Esta serie de escritos como unidad, El oso y el colibrí (y otros perfiles, notas, críticas, ensayos), muestra una sugestiva secuencia de la prosa no ficcional de Gonzalo Arango. Pero una secuencia que es desequilibrio y discontinuidad, avance y retroceso, incluso, contrariedad y paradoja. Hay en ella una admirable fidelidad de Gonzalo a sus propias búsquedas y sus cartas son prueba de ello, pues dan cuenta a cada momento de su sensibilidad y pensamiento desenmascarado; o, dicho de otro modo, enmascaramientos muy cercanos a lo que pudo realmente haber sido él como escritor, artista y persona.
Desde los primeros textos de Letras Universitarias hasta El oso y el colibrí hay una historia de publicaciones de casi veinte años. Juntos, son un paseo por una de las facetas de la obra de Gonzalo Arango (al lado de la del dramaturgo, poeta, narrador, periodista, epistológrafo…) y conocerla es ir tras los indicios y las huellas de unos de los lugares más ricos para reconstruir las concepciones de Gonzalo sobre literatura, política, cultura y vida privada. Ese trayecto conforma una autobiografía intelectual de una vida vivida entre libros, calles, bares, amigos, pequeños viajes, editoriales, rabias y soledades. Y eso, a mi modo de ver, es más que digno, y es un buen motivo para estar regresando a la obra de Gonzalo y descubrir algo nuevo en su escritura o recordar lo que a veces dice tan bien y tan a su manera.
Juan Felipe Restrepo David
Como se verá, el orden de los textos se presenta de manera cronológica. Así, se evidencia para el lector una trayectoria de los más variados registros, desde 1949 hasta 1968 (fechas de publicaciones, mas no de escritura); ahora bien, no es que por cada año de participación de Gonzalo en las publicaciones aquí seleccionadas se incluya un texto, sino que se presentan en lapsos muy específicos: Letras Universitarias, entre 1949 y 1950; El Colombiano Literario, 1955; y El oso y el colibrí, que fue publicado en 1968. Tal línea de tiempo permite reconocer cambios estilísticos y retóricos (desde que Gonzalo era estudiante de derecho en la Universidad de Antioquia hasta que se ganaba la vida como periodista y columnista), ideológicos y políticos (cuando abraza el humanismo y existencialismo hasta que asume posturas socialistas y críticas) y algunos rasgos muy sutiles de su intimidad y vicisitudes como escritor y artista. La investigación y transcripción de los textos de Letras Universitarias y de El Colombiano Literario la agradecemos a Juan José Escobar, director de Fallidos Editores, y que asesoró generosamente este nuevo volumen de la BIBLIOTECA GONZALO ARANGO. Como hemos procurado hacerlo en otros momentos, respetamos la escritura de Gonzalo Arango, y mucho más si tenemos en cuenta que queríamos visibilizar sus cambios y elecciones en un oficio que nunca dejó de practicar; al contrario, su prolijidad demuestra su intensa vitalidad. Solo actualizamos la ortografía. Cuando tuvimos dudas sobre el sentido de una palabra o una expresión, debido a ambigüedades o deterioros de los originales consultados, señalamos tales vacíos con “[sic]”.
De Letras Universitarias (1949-1950)
La memoria de Valencia exige de los colombianos una manifestación de gratitud, porque pocos como él han dado tanto lustre a la historia política y literaria de la patria.
Amó como nadie la literatura y, encontrando su espíritu demasiado elástico, se elevó hasta la Antigüedad clásica, pudiendo nosotros poner en boca del maestro esta frase: “Donde esté la literatura, allí está mi patria”.
Colombia se enorgullece de haber hospedado en su suelo a este hombre maravilloso. Pero la estirpe de Guillermo Valencia no es colombiana; él pertenece a la genealogía de los clásicos y a ellos debe su personalidad literaria. Su afán fue siempre conjugar lo ancestral con lo moderno, lo pagano con lo cristiano. Valencia alcanzó este objetivo. Su poesía tiene las cualidades inconfundibles de lo clásico: real y sereno, objetivo y retórico. Para él vale más la estructura del pensamiento, la forma de la expresión, que la misma sensibilidad y los mismos sentimientos que expresa. Sacrifica el contenido afectivo a la expresión formal; lo que justificó con su frase: “Sacrificar una vida para pulir un verso”. Si Valencia como humano fue creado a imagen y semejanza de Dios, como artista fue hechura de la Antigüedad, la cual dejó en su alma rutas imperecederas.
La frialdad de sus poemas es característica; en ello no prevalece el subjetivismo y la pasión encendida de los románticos. Preguntado cierta vez por la frialdad de sus versos, contestó en una forma genial: “Es que el frío no se siente sino en las alturas”. El maestro quiso siempre que en sus poesías el termómetro marcara bajo cero.
En síntesis, Valencia es un verdadero parnasiano. No llega su poesía a conmover las capas más sensibles del alma. Leyéndolo se recrea más la inteligencia que la sensibilidad y en este sentido, el maestro es genial. En pocos como él se nota esa energía, esa sobriedad, esa elegancia de su pensamiento: no hace llorar ni conmover pero sí asombra y cautiva. “Cigüeñas blancas”, “Los camellos”, “Anarkos”, dejan en el espíritu una huella inolvidable. Estos poemas son como esas flores grandes, que sin ser bellas, exhalan suaves perfumes.
Consideremos ahora algunos precedentes en su vida literaria. Don Julio Cejador dice que Valencia fue el primer parnasiano de América. ¿Y qué es el parnasianismo? Fue la escuela que a instancias de la influencia del decadentismo francés del siglo pasado, echó profundas raíces en Colombia. Se ha considerado sin embargo que Valencia tuvo dos grandes precursores, que a la vez de ser insignes representantes del Romanticismo, fueron también parnasianos; son ellos: Diego Fallón y don Rafael Pombo. El primero se consagró en la escuela con su inmortal “Canto a la luna”, en el cual empleó trece años para conformarlo, y del cual se ha dicho que es lo más bello escrito al respecto en literatura. Don Rafael Pombo es poeta universal, tanto por su nombre como por los géneros literarios que cultivó. “Hora de tinieblas” deja ver el sentimiento de