El oso y el colibrí. Gonzalo Arango
reviven en esencia las doctrinas de Epicuro, cuya práctica causa el desenfreno de las pasiones humanas: riqueza, lujo, concupiscencia. Roma, que se orientó en un tiempo por estas doctrinas epicureístas, después de haber volado tan alto como su águila, escalando las más empinadas cimas del progreso, se desmoronó en una forma sin precedentes en la historia de su imperio. El poeta Virgilio decía: “Auri sacra fames” (execrable sed de oro).
Lo mismo ocurre hoy con el materialismo contemporáneo en su aspecto religioso y social: no deja en el espíritu humano la vivencia afectiva que dejan los valores. Por eso decía el filósofo que la vida humana era una sombra que fijaba su rumbo sobre la tierra según la constelación perenne de los valores, porque el hombre, antropológicamente hablando, pudiéramos decir que es lo que proyecta para su espíritu: es decir, el hombre es su personalidad. Señores materialistas: otra es la lección que nos han dado los valores humanos. Digamos religiosamente: ¿qué le importa al hombre ganarse el mundo, si pierde su alma?
“La vida humana, dijo Víctor Hugo, tiene una cima: el ideal, porque cuán estéril es una existencia que no esté alimentada por la savia de un fin superior”. Los ideales de la vida son el amor y la esperanza para rebatir la tesis existencialista de Sartre que dice que el hombre debe vivir para la nada. Esta teoría unida a las doctrinas materialistas niega al hombre toda posibilidad de embellecer y engrandecer la vida. El ímpetu del materialismo contemporáneo ha ido desvaneciendo con velocidad vertiginosa los ideales puros de la vida, ha hecho del hombre ese cómplice de su propia perdición, haciéndolo víctima de sí mismo, porque en lugar de acentuar ese ritmo intrínseco de dignidad de la vida humana, le está absorbiendo su savia más vital: los valores se hunden en el cataclismo de las revoluciones económicas; ha perdido el control de su actividad en la búsqueda de su destino, aflojando las riendas de la moralidad cristiana a las de la concupiscencia; ha perdido finalmente a Dios que es su brújula espiritual.
La vida así interpretada pierde su valor de ser, o por lo menos su valor de ser humana, porque la riqueza del hombre no es propiamente el oro, sino los valores y su mina es el espíritu. Con el oro no compra la felicidad y sí su perdición eterna; con los valores alcanza el objetivo de su vida formando su personalidad, la cual lanza rayos luminosos para la historia, como el Sol que ilumina la tierra por medio de la Luna.
El materialismo por lo esencial de sus principios no muestra sino símbolos de efímera existencia y de agonía, pues lleva en su seno el tóxico mortal de la degeneración. Su destino en la historia va a correr la misma suerte que corrió Alemania al proclamar su doctrina de superioridad racial y de extirpación de los débiles. Los filósofos alemanes consideraron a su nación invencible y pronto fue vencida.
La razón no es del más fuerte, sino del que esté de parte de la justicia. Por eso veo cerca la derrota del poderío soviético; pues desde el momento en que concibió la posibilidad de solucionar la incógnita del hombre por los medios económicos, empezó a decaer su filosofía. Esta tendencia de sustituir los bienes del espíritu por los bienes materiales augura para Rusia un futuro desastroso. “Lo que mueve al mundo no son las locomotoras, son las ideas”, dijo Víctor Hugo.
El materialismo con sus reacciones económico-sociales tiende a la negación y a la mecanización del espíritu y esta es la causa de la desintegración cultural y moral del mundo. El filósofo inglés Herbert Spencer dijo en su época que: “El intelectualismo era el mayor mal de los tiempos”.
Esta concepción sociológica no tiene su aplicación histórica, porque la inquietud espiritual del hombre ha sido siempre por su personalidad, la cual, según William James, se proyecta después de la muerte, como la luz del Sol a través de la Luna. Sin embargo yo diría que el mal de nuestro siglo es el monstruo materialista y sus caóticas doctrinas que mecanizan el espíritu y enceguecen la visión del porvenir sacrificando la felicidad humana a la comodidad imperceptible de vivir sin objeto.
Colombianos: las doctrinas de Cristo han dado a la humanidad muchos valores. Iluminad cada uno con la llama interior de vuestro entusiasmo el sendero por donde Colombia ha de marchar para que libremos las batallas del porvenir. Salvemos nuestra generación de la morfología materialista, con inteligencia y con fe en los destinos humanos; o como dice Nietzsche: con sangre, que es la mayor expresión del espíritu.
Letras Universitarias, Medellín, núm. 17, agosto, 1949.
Son estos dos conceptos que marchan al unísono en la cultura de un pueblo; son las partes que, conjugadas, dan un todo bellamente armonizado; son alma y cuerpo, cerebro y médula de la civilización y la cultura.
Es tan íntima su unión obrando y actuando en el florecimiento y progreso de un pueblo que si separadamente los consideramos, su existencia sería paradójica.
Es como la plegaria y el Creador, sin plegaria Dios no escucha, sin estudiantes, las súplicas de la patria son vanas agitaciones.
Las ciencias biológicas enseñan que el organismo es el compuesto armonioso de la pluralidad de células vivientes, sin las cuales la materia organizada dejaría de ser tal para pasar al mundo de lo inorgánico.
La patria, organismo viviente e impulsador del progreso por excelencia, está estructurada por inmensa multiplicidad de células, las cuales, en mutua relación, forman el organismo nacional, tan adusto, vivo y vigoroso, como sus células: los estudiantes. De aquí que su espíritu de superación y supervivencia depende de la intensidad que emplee en la nutrición de sus hijos, alimento que se fructificará fecundamente si se le da en copioso desprendimiento. La patria debe poner el núcleo esencial de sus preocupaciones en dar pan espiritual a todo viajero del espíritu que aspire a enriquecer su inteligencia con los conocimientos humanos. Por lo menos así lo entendemos quienes estamos al margen de las pasiones políticas, ambicionando para la patria solamente prosperidad y grandeza.
Es axiomático el hecho de que el progreso de un pueblo depende en su totalidad de la orientación que se dé a sus destinos. Si la educación se programa como meta e ideal rector, el progreso y la prosperidad se derivarán como natural consecuencia.
Pero mientras los gobiernos descuiden este medio capital para alcanzar el fin propuesto, todo esfuerzo será infructuoso y toda aspiración utópica.
Vemos a través de la civilización, las naciones que aceleran su paso en pos del bienestar material, por la desmedida carrera y por olvidar que lo que el hombre tiene de más preciado es el espíritu, caen al más leve tropiezo, sin ánimo y abúlicas.
Las generaciones que crecen a la sombra de tan absurdos emblemas se ven ensombrecidas por la oscuridad de tan inicuos programas; por eso, la nación que esté sometida por este influjo negativo debe emprender la conquista de ideales que estén al alcance del hombre, cuyo linaje divino solo es digno de los dioses.
La historia misma de las naciones muestra como evidente el hecho de que la cultura es la brújula que marca rumbo hacia el progreso y decide la placidez del porvenir, como también es cierto que cuando la abandonamos caemos en el deshonor y la anarquía.
México, república hermana, puso sus miras en el progreso material, siendo así desleal a su tradición de pueblo culto y católico y olvidándose de que no solo de pan vive el hombre fue entrando paulatinamente en la creencia de falsas doctrinas materialistas hasta tronchar la trayectoria luminosa, que con sublime gesto revolucionario hubiera de trazar el “Cura de Dolores”.
Idéntica cosa sucedió en luctuosa fecha a nuestra amada patria en momentos en que un pueblo ignorante tenía que manifestarse como tal, no dejo de considerar que obraron en esta tragedia nacional factores psicológicos cuyos efectos son deshonra de nuestra tradición democrática.
El alma individual, aunque culta, es absorbida por la colectiva. “El hombre en multitud, nos dice Le Bon, es un grano de arena, junto a otros granos de arena, a quienes el viento mueve caprichosamente”.
Pero es verdad, según el fruto de mi observación, que una multitud integrada por