A la sombra del asombro. Francisco Claro
sería incierto; tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos”. Es el determinismo extremo, que no deja lugar a ningún acto de libertad genuina, dominado por ese “demonio de Laplace” capaz de averiguarlo todo. Don Pierre Simon tiene que haber tenido un temperamento especial. Fue senador, conde, marqués, y hasta ministro del interior de Napoleón, aunque éste al mes y medio lo despidió “por traer el espíritu de los infinitesimales a la administración pública” (en sus trabajos científicos usaba el cálculo infinitesimal de Newton y Leibniz…).
Cien años después William Thomson Kelvin, otro hombre notable, profesor universitario que llegó a ocupar el cargo de canciller de la Universidad de Glasgow, caballero y barón, famoso por sus estudios sobre el calor, dijo en 1900: “No queda nada nuevo por descubrir en física ahora; lo único que resta es hacer mediciones más y más precisas”. Muy poco después el átomo se resistía tenazmente a esta apreciación y exigía, en el primer tercio del siglo XX, una nueva teoría, muy diferente a la de Newton, que hoy llamamos mecánica cuántica. Incluso fuera del ámbito atómico, las ideas de Albert Einstein obligaron a modificar las famosas tres leyes y declararlas erróneas para el caso del movimiento muy veloz, o muy cercano a un cuerpo de gran masa.
Este y otros ejemplos muestran que el optimismo que uno sienta ante cualquier teoría del Universo está basado en lo que se sabe en el momento, pero ignora fenómenos que puedan descubrirse mañana, o genios que encontrarán teorías aun más generales en un futuro desconocido, el cual, históricamente, ha demostrado siempre llegar con sorpresas totalmente inesperadas. Si bien los avances nos dan la sensación de acercarnos a una teoría final, jamás sabremos si hemos llegado a ella o no; podemos creer que sí, pero no podemos descartar la posibilidad de estar equivocados. Si en doscientos años esto ha ocurrido más de una vez, ¿cuántos casos se acumularán en los próximos mil?
Coincidente con la postura de Laplace, una forma moderna de reduccionismo extremo es el que afirma que todas las cosas que existen, incluidos las estrellas, el Sol y los planetas, la Tierra y su clima, los virus, las bacterias, las pulgas y los elefantes, hasta nosotros mismos, son explicables a partir de una teoría final de las partículas más pequeñas y de las fuerzas que ejercen unas sobre otras. La muerte de una flor, por ejemplo, sería en último término el resultado de la acción de los extraños quarks y electrones, sería abordable a través de una cadena de porqués que terminaría, por ejemplo, en la existencia de esas partículas y la forma como se relacionan unas con otras.
Una postura más cauta es basarse en niveles explicativos. Si bien nadie duda de que la flor está hecha de electrones, protones y neutrones, ningún botánico en su sano juicio iría donde un científico experto en estas materias para que le explicase cómo la abeja o el picaflor se orientan para encontrar las flores maduras. Es cierto que en el mundo moderno los físicos, por ejemplo, han demostrado ser extremadamente eficaces para solucionar problemas ajenos a su especialidad, como la determinación de la estructura de la molécula de ADN, los movimientos oculares erráticos que afectan a algunos enfermos de esquizofrenia o las fluctuaciones en la bolsa de comercio. Sin embargo, cuando abordan estos temas, no hacen uso de sus conocimientos acerca de los electrones, sino más bien aprovechan esa habilidad para hacer modelos, para encontrar los aspectos esenciales de cualquier problema, destreza obtenida tras un largo entrenamiento. O aprovechan su manejo de las matemáticas, su método analítico, su capacidad de acceder a la bibliografía relevante, etc.
En una flor hay unos cien mil trillones* de electrones interactuando entre sí y con otros tantos protones. Es un número tal de objetos que carece de sentido la pretensión de derivar su crecimiento a partir de una única ecuación que rija el comportamiento de esta inimaginable multitud de partículas. Parece más sensato intentar una explicación usando como unidades básicas las células que componen la flor, y las complejas moléculas químicas que les sirven de nutrientes. Las células constituyen un nivel básico de explicación, los electrones, protones y neutrones, otro. La conexión entre estos dos niveles no es hoy muy clara, pues aún no se ha demostrado que la célula viva se rija exclusivamente por las leyes físico-químicas que conocemos.
Quizás una analogía ayude a comprender mejor esta idea de niveles explicativos. La extraigo de un ámbito muy distinto, el de la creación humana. Supongamos que queremos estudiar la persona de Pablo Neruda a través de su obra, en poemas como:
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada
y tiritan, azules, los astros a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche…
Si bien es cierto que este trozo está formado de versos, los que se componen de palabras, que a su vez están formadas a partir de sólo 27 letras diferentes, no sería sensato pretender que un estudio de la frecuencia con que aparece la letra j en esos versos, o el efecto que produce su combinación con la letra e, nos permitiría adentrarnos en el sentido profundo del poema mismo. Las letras y sus combinaciones en parejas o tríos constituyen un nivel explicativo radicalmente diferente del que ilumina el contenido de un texto.
Más útil sería conocer la frecuencia con que aparece la palabra “noche” en la obra del poeta, saber cómo la combina con otras palabras, o en qué contextos la usa. Más iluminador aún sería estudiar los grandes conceptos que marcan sus escritos, el contexto histórico en que los ha vertido sobre el papel, o las circunstancias particulares de su vida personal.
Si bien las letras son necesarias para armar palabras, y éstas lo son para construir versos y poemas enteros, la información que estas unidades nos dan es diferente. Situarse en ellas es ubicarse en un nivel determinado para hacer el estudio. Hay que saber escoger el que corresponda según los fines explicativos que se persiguen. El Quijote es una magna obra literaria, compuesta por unos dos millones de palabras que son armadas usando apenas 27 símbolos diferentes. Bien, pero ¿a quién se le ocurriría estudiar la pasión de este personaje por Dulcinea del Toboso en el nivel de las meras letras, cuando uno encuentra en el texto frases como “…pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas”?
Si queremos conocer algo acerca de lo que hoy se sabe, o si nos interesa echar una mirada al abismo de lo desconocido, debemos familiarizarnos con los diferentes eslabones de las cadenas de preguntas, enfocándolos desde la perspectiva que corresponda. Nuestros sentidos perciben un mundo restringido, sin embargo, lo que limita el acceso a las explicaciones últimas. Tenemos intuiciones desarrolladas acerca del funcionamiento de lo que nos rodea, del acontecer cotidiano, del vuelo de los pájaros, del crecimiento de las plantas, del correr de los ríos. Pero no tenemos ideas acertadas sobre lo que hay en el interior de las cosas más pequeñas, o en las profundidades del cielo. Debemos penetrar estos laberintos en primera instancia inaccesibles, saber qué hay en los espacios a los cuales nuestros sentidos no llegan. Sólo entonces podemos hablar acerca de cómo son y cómo funcionan las cosas, de lo que se entiende y de lo que queda por explicar.
* Ocasionalmente usaremos las palabras “billón” para un millón de millones, “trillón” para un millón de millón de millones, etc.
Capítulo 2
Lo más pequeño
¿Cómo es posible la enorme diversidad que nos muestra la naturaleza? Así como mis versiones de la Biblia, El Quijote y los miles de páginas de literatura y ciencia especializada en mi biblioteca se basan en apenas 27 caracteres, ¿no será que el caballo y la flor son diferentes formas de combinar unas pocas cosas más pequeñas? Suena prosaico. Sin embargo, preguntas como éstas han dominado la tendencia a explicar, a buscar principios fáciles de recordar y fecundos para entender los secretos de la maravilla que nos rodea.
La pulga en el estadio
La búsqueda de simplicidad a través del peregrinaje de los siglos ha sido sorprendentemente exitosa. Nos ha llevado a la célula cuando nos preguntamos por los seres vivos, a átomos y partículas