A la sombra del asombro. Francisco Claro
se nos muestra una determinada perspectiva de la realidad.
El nivel más elemental, donde aparece lo más pequeño que existe, es el que uno busca cuando se pregunta de qué están hechas las cosas en último término. Desde tiempos remotos ha habido respuestas a esta pregunta. Por ejemplo, los indios creían que los ingredientes primarios de la naturaleza eran el fuego, el aire, el agua, la tierra y el espacio vacío. Aunque primitiva, la noción no deja de ser razonable. Cuando se muele una piedra, parece tierra. Cuando se tritura una hoja de lechuga sale agua, y si la dejamos descomponerse por un tiempo, se convierte en tierra. Cuando la hoja está seca, con facilidad se quema y, al menos por un tiempo, se convierte en fuego, despidiendo calor. Lo mismo ocurre con la generalidad de los seres vivos. Por otra parte, el aire, el viento, no tienen en apariencia nada en común con el fuego, la tierra y el agua, por lo que merecen un status aparte. Finalmente, para que el fuego, el aire, el agua y la tierra se materialicen se requiere de espacio vacío que puedan ocupar. Así se completa el hermoso quinteto elemental propuesto por los antepasados de Mahatma Gandhi.
Otra creencia muy antigua se atribuye a Demócrito de Abdera, quien hace 2400 años opinaba que “lo único que existe son los átomos y el espacio vacío”. La palabra griega “ατοµοζ”, que significa indivisible, es usada por Demócrito para expresar que al partir algo en pedazos cada vez más pequeños, eventualmente se llega a granitos minúsculos que ya no se pueden dividir más. Según él, todo lo que existe está hecho de estos granitos indivisibles y eternos, que difieren sólo por su forma y tamaño. Los átomos del agua serían así esferitas que ruedan unas sobre otras; los del fierro, en cambio, tendrían forma irregular, por lo que se traban unos con otros dando rigidez a ese material.
Siguiendo a Demócrito, ¿en cuántos pedazos se puede partir un objeto? Para formarse una idea basta tomar una hoja de papel y dividirla en mitades cada vez más pequeñas. Doblando y cortando, se puede llegar sin problemas hasta la décima división. Los trozos alcanzan a tener entonces un medio centímetro por lado (nótese que se necesitan dos cortes para obtener cuatro cuadrados a partir de uno más grande). Para continuar se puede usar una tijera, con ayuda de la cual no es difícil llegar hasta unas dieciocho divisiones. ¿Y después? De allí en adelante se necesitan instrumentos cortantes especiales, el uso de microscopios cada vez más poderosos, etc., etc. Si intentó el experimento, es probable que, con las primitivas herramientas de que disponía, Demócrito haya llegado a apenas veinte divisiones. Para alcanzar el tamaño del átomo dividiendo más y más se requerirían unos sesenta cortes. De la hoja original quedaría apenas una pelusa, una especie de cadena atómica cuyo largo sería el espesor original de la hoja, aproximadamente un millón de átomos, uno al lado del otro. Sin duda lejos de lo que pudo lograr el visionario filósofo griego.
Que hay átomos, que la celulosa que compone el papel finalmente está hecha de tres unidades básicas: carbono, oxígeno e hidrógeno, no nos cabe duda. Pero, ¿está todo hecho de átomos? ¿Podemos explicar la luz del Sol, la voracidad de los agujeros negros, la radiactividad o los colores de las flores en términos de esas ciento y tantas especies de esferitas primordiales que hoy conocemos y llamamos átomos? No. Explican mucho, pero no todo.
Lo que hoy llamamos átomo, aunque muy pequeño (en la cabeza de un alfiler hay unos cien trillones de ellos, un uno seguido de veinte ceros), no es exactamente la unidad indivisible que concibió Demócrito. Cristóbal, un niño de seis años, me lo definió así: “El átomo es como un melón con un montón de cosas raras adentro”. No estaba tan equivocado. Desde principios de siglo sabemos que nuestro átomo tiene partes, tiene una estructura interna, y se puede dividir.
Está compuesto por una minúscula esferita casi quieta y de muy alta densidad que llamamos núcleo, y luego una o más partículas miles de veces más livianas y en movimiento veloz, a las que llamamos electrones. Si el átomo fuese un estadio de fútbol, el núcleo sería como una pulga de tamaño. Así de pequeño es. Sabemos también que el núcleo atómico está a su vez compuesto de protones y neutrones, los que a su vez están compuestos de quarks, los que a su vez… ¡No! Aquí parece terminar la cosa.
No se entiende bien la inmensa variedad que somos capaces de percibir si se ignora el interior del átomo. Tampoco se comprenderían muchas enfermedades si los biólogos sólo supieran de células y no de su interior. O algunos problemas de la sociedad, si la pensamos como una colección de familias sin considerar la constitución interna de éstas. El átomo, la célula, la familia, son “unidades compuestas”, útiles conceptualmente para describir algunas propiedades de la materia, los organismos vivos y la sociedad, pero ineficaces para entender una multitud de fenómenos que sólo se explican teniendo presente su constitución y estructura interna.
¡Quark!…topones y botones
Hablemos entonces con más detalle del interior del átomo. Entrar en él es como internarse en el país de las maravillas de Alicia, ese mágico personaje de Lewis Carroll. Hay en este minúsculo objeto miles de sorpresas y complejidades que ni se soñaron hace cien años. Su comportamiento es, en muchos aspectos, radicalmente diferente al esperado si uno se guía por lo que ha percibido con los sentidos. Aunque las leyes naturales que imperan son las mismas, no es tan extraño que sus manifestaciones no lo sean, por la inmensidad que nos separa. Por ejemplo, yo peso cerca de cien quintillones de veces más que un electrón (un uno seguido de 32 ceros), y mido más de mil billones de diámetros nucleares. Son diferencias enormes, caracterizadas por números inmensos. Los objetos que vemos y tocamos involucran, sin excepción, la participación de millones de millones de millones de electrones y núcleos. Así como la muchedumbre a la salida de un estadio de fútbol hace cosas que uno no esperaría de los individuos aislados, por fanáticos del deporte que sean, las multitudes de partículas que forman los objetos de nuestro tamaño se nos muestran de diferente manera que cuando se encuentran solas. El cotidiano nuestro, y el microscópico, son en este sentido dos mundos enteramente diferentes.
¿De qué están hechos los átomos? ¿Cuáles son las unidades básicas que los componen, como los ladrillos en una construcción, y cómo se unen para formar cosas más grandes? Veamos. Ya mencioné a electrones y núcleos. Al electrón lo conocemos desde hace poco más de un siglo, y después de estudiarlo muchísimo estamos convencidos de que es una partícula indivisible. El núcleo en cambio está formado de protones y neutrones, y éstos a su vez lo están de quarks, que hasta donde sabemos son indivisibles. A partir de quarks y electrones podemos entonces armar los átomos y las cosas materiales que vemos. ¿Y cómo se pegan? La “goma” que mantiene unido al núcleo está formada por misteriosos objetos que llamaremos “gomones” (en inglés se les llama “gluons”), y quienes unen núcleos y electrones son los más familiares “fotones”.
Quarks, gomones, fotones. Son algunas de las palabras extrañas que forman el vocabulario que asociamos a los objetos más pequeños que existen. La primera fue introducida por Murray Gell-Mann, Premio Nobel 1969. Hacia 1963 había una sensación de desaliento por la existencia de centenares de partículas cuyo número crecía día a día, aparentemente elementales, pero que se sospechaban divisibles, aunque sin saber cómo lo serían. Gell-Mann propuso ese año que protones, neutrones y una cantidad de partículas similares (los hadrones), estaban compuestos por dos o tres constituyentes hasta entonces desconocidos, que llamó “quarks”. El nombre fue inspirado por la frase “Three quarks for Muster Mark”, que aparece en la última obra del famoso escritor James Joyce, Finnegans Wake. Sin embargo la enigmática palabra “quark” no aparece en el diccionario inglés, no se sabe qué significa originalmente ¡ni hay acuerdo sobre cómo se pronuncia! (Gell-Mann dice que Joyce la usó para evocar el sonido que emiten las gaviotas). En alemán quiere decir “cuajada”, pero este significado parece ser accidental. Qué exactamente inspiró el nombre, no lo sabemos. Se dice que Gell-Mann buscaba una palabra que sonara como “fork” (tenedor, en español), pero esto no es seguro. Quizás fue la dificultad de denominar lo misterioso, aquello cuyas propiedades se ignoran. Algo similar ocurre, por lo demás, con los apodos que nos dieron nuestros padres al nacer. Estas inocentes criaturas a las cuales echamos la culpa de todo debieron escoger nuestros nombres antes de conocernos el carácter. Por eso resultan Verónicas