A la sombra del asombro. Francisco Claro
como si en un mundo feliz, en que todos viven contentos con sólo números positivos que surgen de contar sillas, partir manzanas y reflexionar sobre la longitud de un círculo, algún geniecillo por allí descubre que la ecuación equis-cuadrado-igual-uno (x2 = 1) tiene dos soluciones: la positiva, 1, y una nueva, que distingue con una rayita y llama negativa, –1 (multiplicar –1 por –1 da el mismo resultado que multiplicar 1 por 1). De pronto se abre todo un universo fascinante, el de los números negativos, que ¡duplica todos los números existentes! (salvo el cero). O, como si una civilización que nunca exploró el mar advierte de pronto que no sólo hay pájaros sobre el océano, sino además toda una fauna bajo su superficie, que antes no conocía.
Dirac halló una literal duplicación de posibilidades para el electrón. Por ejemplo, a electrones quietos, con su energía habitual positiva emececuadrado, habría que agregar la existencia de electrones también quietos pero con energía negativa (–m · c2). Si se mueven, lo mismo. Por cada posibilidad existente, una nueva. El dilema fue entonces determinar si estas soluciones matemáticas, fruto de estudiar ecuaciones matemáticas abstractas, eran algo más que eso, si correspondían a alguna realidad material. Y si existían, ¿cómo era posible que no se las hubiera observado?
A fines de 1929 y en mayo de 1931, Paul Dirac publicó dos nuevos trabajos en que sugería que estos hipotéticos objetos están en todas partes, que hay un incontable número de ellos ocupando las infinitas posibilidades de energías negativas, como peces en un mar sin fondo. Lo que llamamos vacío en realidad está repleto de ellos, tan lleno que para darnos cuenta habría que sacar uno y ver el agujero que queda. Es como advertir que uno está en una habitación hermética porque en una de las paredes existe un portillo que deja pasar la luz. O darse cuenta de que hay mucho ruido porque de pronto el barullo se suspende por un lapso breve. O notar que uno está sumergido en el agua, porque se produce una burbuja de aire, de ausencia de agua.
Dirac pensó originalmente que la burbujita compañera del electrón era el protón. Cuando expuso esta idea ante un auditorio que incluía a Lev Landau, acto seguido éste le envió a Niels Bohr un telegrama de una palabra que decía Quatsch (¡tonterías!). Pero ya en 1931 Dirac anunció que, de existir una antipartícula del electrón, debía ser en todo como éste, salvo su carga eléctrica, que sería la misma pero de signo opuesto. La realidad material de la nueva partícula fue confirmada apenas un año después, en 1932, cuando Carl Anderson detectó su presencia en medio de una lluvia de partículas cósmicas. Como nombre se adoptó el de “positrón”, en atención a su carga eléctrica de signo positivo. Por su trabajo, Paul Dirac recibió el Premio Nobel 1933.
Otro “anti”, el antiprotón, fue descubierto por Emilio Segré y Owen Chamberlain en 1955, y el antineutrón sólo un poco después. Así, poco a poco nos hemos familiarizado con la realidad de la antimateria y a diario experimentamos con ella en los laboratorios. Por ejemplo, en grandes aceleradores de partículas como el que hay en CERN, cerca de Ginebra, se producen antiprotones a razón de unos 20 millones cada segundo.
Hay total equivalencia entre partículas y antipartículas, aún cuando en nuestro universo la abundancia de cada especie no es la misma. Afortunadamente para los terrícolas, la materia predomina vastamente sobre la antimateria por razones que se desconocen. Si no fuese así, nuestra existencia no sería más duradera que el tiempo que toma la aniquilación mutua entre electrones y positrones, ¡típicamente, un diez milésimo de millonésimo de segundo! Ni un suspiro siquiera.
El Arca de Noé
Si contamos las partículas de las tres familias nombradas, quarks, leptones y bosones de gauge, son sesenta. ¡Bastantes! Y a este número sólo hemos llegado en las últimas décadas. Baste con notar que hacia 1950 se conocían apenas cinco: el electrón, el positrón (o antielectrón), el muón, el neutrino y el fotón. Es cierto que también se habían ya descubierto el protón, el neutrón, el pión y un par más que en ese entonces se creían elementales; pero hoy sabemos que son partículas compuestas, formadas por quarks.
Sesenta. Son muchas. ¿Todas? ¿Está completa la lista? Según algunos, sí. Según otros, no. Hay quienes creen que hay más, difíciles de ver, como la propuesta en 1964 por Peter Higgs de la Universidad de Manchester, Inglaterra, y que, haciendo gala de poca imaginación hoy se la llama “Higgs” (consuelo: higón hubiese sido peor). Leon Lederman, Premio Nobel 1988, un enamorado de esta invención, escribió un libro entero, de 434 páginas, sobre esta partícula a la cual llama “partícula Dios”. Echándolo a la broma algunos dicen que las actitudes frente a la Higgs se dividen en tres clases: los “ateos” no creen que existe, los “agnósticos” piensan que existe pero no es fundamental, mientras que el tercer grupo, los “fundamentalistas”, piensa que existe y es fundamental.
Si fuese real, esta partícula no se destacaría por su abundancia en el ambiente natural que nos rodea. Para verla habría que producirla artificialmente. Como ocurre con la antimateria. El positrón, por ejemplo, es muy escaso, pues como hemos dicho, allí donde aparece en una fracción pequeñísima de segundo se aniquila con alguno de los abundantes electrones que hay por todos lados. Aunque se presume también de muy corta vida, unos dos diezmilésimos de millonésimo de billonésimo de segundo, la dificultad de comprobar la existencia de la partícula Higgs se debe sin embargo a una razón muy distinta. Tiene una masa enorme, más de un millón de veces la del electrón. Tan grande, que producir esta partícula en el laboratorio requiere de un acelerador gigante de unos treinta kilómetros de circunferencia o más. Sería una especie de supercarretera de dos vías donde viajan protones en ambas direcciones y a velocidades cercanas a la de la luz, con una energía decenas de millones de millones de veces la de los electrones en los átomos. La Higgs sería como la chispa que resulta de uno de los choques frontales en dicha carretera. En su libro, Ledermann promueve la construcción del SSC (Superconducting Super Collider), un proyecto destinado a este fin, cuya vida fue sin embargo corta, como la partícula que buscaba. Apenas se levantó un poco del suelo, el proyecto volvió a caer estrepitosamente debido a un artero ¡no! del Congreso norteamericano. ¿Razón? Su inmenso y creciente costo, miles de millones de dólares, el equivalente a varios grandes hospitales.
También el gravitón, mencionado más arriba, el mensajero de la fuerza de gravedad, es hipotético. A pesar de cuidadosos experimentos, ha evadido en forma obstinada a los que lo han querido atrapar. Otra partícula elusiva es el monopolo magnético, predicha por Paul Dirac y jamás observada. Otras, todavía, son los fotinos, gominos, winos, zinos, gravitinos, squarks y sleptones, que según la Susi (la teoría de SUperSImetría), deberían existir, y que tampoco han sido habidas en parte alguna…
Es desconcertante que, sin contar las hipotéticas, haya aún tantas partículas elementales. Sobre todo, si se tiene presente que para sustentarnos, para construir casi todo lo que nos es esencial para la vida, bastan apenas los quarks apón y daunón, el electrón, el fotón, el gravitón, y algunos gomones. Con estos elementos se hacen los ciento y tantos átomos que conocemos, la luz y la gravedad. ¿Qué más queremos? ¿Para qué el resto? ¿Será por hacer más compleja la diversidad?
En el Génesis, Noé, con sus seiscientos años y mucha sabiduría, por orden de Yahvé introduce en el Arca a su familia y ejemplares de cada especie de fieras, reptiles y aves, “de dos en dos”. ¿Cuántos fueron en total estos “animales elementales”? No lo sabemos, aunque no cabe duda que fueron al menos sesenta. ¿Para qué tantos? ¿Por qué no haber aprovechado para olvidarse de las fieras, por ejemplo? Misterio. La sabiduría de Dios y la que han de dar largos seiscientos años de vida nos superan ampliamente…
Puntos y comas
Uno se pregunta también si no se podrá simplificar aún más el cuadro, si no habrá una forma de ver la creación como una combinación de objetos más básicos que quarks, leptones y bosones de gauge. La historia muestra que cuando se descubre una partícula que parece ser la más primitiva y todos se lanzan a estudiarla, las cosas suelen complicarse. Al aumentar la resolución de los instrumentos, al mirar con más cuidado, se ven otros objetos hasta entonces insospechados y la complejidad crece. Siguen luego nuevas ideas, todo se vuelve simple una vez más sobre la base de