Sigo estando aquí. Juanjo Soriano

Sigo estando aquí - Juanjo Soriano


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de no tener que cuidar de su hermano pequeño e irse a tomar algo con sus amigos antes de la cena. Jorge, por su parte, se fue encantado al ver a su abuela. Además, sabía que podría disfrutar de un pastelito antes de la cena para merendar. Durante el trayecto hacia el geriátrico, su abuela, como cualquier otra, quiso saber cómo le iba todo a su pequeño nieto que tanto echaba de menos ahora que ya no vivía con ella .

      —Jorge, cariño, cuánto te echo de menos. Madre mía, del amor hermoso, si estás enorme. Bueno, cuéntame, ¿qué tal van las notas?

      —Bien, abuelita, todo muy bien…

      —Uy, no me engañes.

      —No, madre, no te engaña, la verdad es que es todo un cerebrito. Bueno, las matemáticas se le resisten un poco.

      —Ji, ji, sí, abuelita, es que tengo un poco de lío con las ecuaciones.

      —Y con los compañeros, ¿qué tal?

      —Bien.

      Ese bien resonó un tanto extraño en el coche, era casi inapreciable en el tono de voz esa respuesta, no alarmante, pero sí con unas pequeñas connotaciones diferentes que hicieron que madre y abuela se cruzaran la mirada pensando que algo pasaba.

      —¿Solo bien? —dijo su abuela.

      —Jorge, ¿ocurre algo en el colegio? No parece que lo digas muy convencido.

      —Sí, de verdad, tranquilas…

      Pero por caprichos del destino justo acababan de llegar al geriátrico y no pudieron indagar más.

      —Bueno, cariño, ya sabes que puedes hablar con nosotras de lo que necesites, que lo sepas.

      —Sí, mamá… —dijo en un tono despreocupado para no alarmarlas—. Vamos a ver a doña Antonia que seguro que ya está esperando en la puerta.

      Jorge, a pesar de tener solo doce años, era un niño inmensamente maduro para su edad, diferente a los demás chavales de su clase, aunque como todos, también tenía defectos. Casi siempre cometía el gran error de ocultar sus verdaderos sentimientos a los demás para no preocupar a nadie, era un niño que en su vocabulario no existía la palabra egoísmo. Al final, con mucho disimulo, consiguió convencer a ambas de que el día a día en el colegio era perfecto.

      Durante el trayecto, lo que comenzó como un día soleado cambió a un cielo negruzco y con apariencia de comenzar una terrible tormenta. ¿Podría ser esto el preludio de cómo acabaría el día? Julia salió primero del coche para abrir la puerta a su madre y ayudarla a salir, que comenzaban a caer pequeñas gotas de lluvia, pero no le dio tiempo, ya que Jorge se le adelantó y con sumo cuidado sacó a su abuela del coche.

      —Vamos, abuelita, cógete a mi mano.

      —Ay, mi niño pequeño, que se está convirtiendo en todo un caballero. Muchas gracias, cariño.

      A veces era sorprendente cómo con tan solo doce años, una edad en la que casi en lo único que pensábamos era en jugar, podía llegar a ser tan detallista en determinados momentos, aunque era bien sabido en toda la familia que esta actitud era innata en él desde bien pequeño. Cuando ya entraron al gran salón, doña Antonia ya se encontraba con una sonrisa de oreja a oreja que llenaba toda la habitación; hay gente que necesita mucho para ser feliz, pero no era su caso, esas simples visitas cada dos o tres semanas eran un gran soplo de felicidad para ella. Casi nunca nos acordamos de las personas mayores que nos rodean, de que también fueron jóvenes, que se emocionaban, lloraban, amaban y reían como lo hacemos nosotros y que el paso de los años no les quebranta ni prohíbe para que dejen de sentir igual o más, incluso. Y esos instantes junto a ellas era el mejor regalo que le podían hacer a una pobre mujer que ya se encontraba en la más dura y caprichosa soledad que le había amparado la vida.

      —¡Pero, bueno, ya estáis aquí! Ya temía yo que con este tiempo no ibais a venir a visitarme.

      —Pero qué dices, ya tiene que caer el diluvio universal para que no viniéramos a verte y además, te hemos comprado el pastel de tocino de cielo que tanto te gusta.

      —Ángela, no hacía falta. Pues, vamos, sácalo rápido y que no lo vean las enfermeras que ya sabes lo pesadas que se ponen con mi azúcar. Ja, ja, ja.

      Fuera caía una tormenta de mil demonios pero dentro solo se respiraba alegría junto a esas mujeres. Se dispusieron a ir a la habitación privada de la señora para poder disfrutar de los pasteles tranquilamente mientras oían el sonido de la lluvia que caía por los alrededores, un sonido que no silenciaba sus risas. Jorge escuchaba atento las conversaciones que tenían esas dos mujeres y se reía con ellas cuando doña Antonia contaba alguna de sus locuras de joven, locuras que en algunas ocasiones estuvieron a punto de costarle alguna que otra noche en un calabozo. Por la década de los 20 ser una mujer poco convencional y luchar por sus derechos no era como salir hoy en día con una pancarta y gritar contra lo que crees indebido. En esos momentos luchar por lo que creías que era justo y que hoy en día lo es podía suponer meterte en graves problemas, a veces incluso se arriesgaba la vida por tener tus propios ideales. Pero eso ya era el pasado y doña Antonia era una mujer sabía y siempre tenía una premisa que a todo el mundo se la hacía saber: que el pasado no arruine tu presente, no te obceques ni te regocijes en él porque te puede arruinar el futuro. La tarde con la mujer ya tocaba su fin.

      —Antonia, nos tenemos que ir, son ya las siete y media de la tarde, hoy es el cumpleaños de mi hija y tiene que preparar las cosas —dijo Ángela.

      —Felicidades, corazón, ya me podías avisar y te hubiera comprado algún detalle.

      —Tranquila, mujer. Vaya, ni me he dado cuenta de la hora madre, sí, discúlpenos, pero tengo que preparar la cena.

      —Tranquilas, ya sabéis dónde me podéis encontrar, un día intenté salir corriendo pero mis viejos momentos de atleta ya pasaron. Y de verdad, os agradezco tanto que vengáis a verme… para mí es… Anda, venga, marchaos, que no quiero que miréis cómo llora una pobre vieja.

      Y en ese momento, y casi al unísono, a los tres, desde lo más profundo, les salió un simple detalle que deberíamos practicar más a menudo hoy en día: la abrazaron. Ese simple y sencillo gesto, en la terrible soledad rutinaria de aquella mujer, la llenó de felicidad.

      —Doña Antonia —dijo Jorge—, no se preocupe porque no vamos a dejar de venir a verla.

      Cuando ya se despedían, el niño le lanzó un beso con una mirada tan pura y tan dulce que solo pudo inspirarle tranquilidad a la pobre anciana.

       Cuando salieron de la habitación los tres anduvieron absortos en sus pensamientos. Julia no paraba de pensar que se sentía profundamente afortunada en la vida, que a pesar de todo lo acontecido en su juventud, su «complicado» matrimonio, que tenía tanto que dar gracias, sobre todo por sus hijos. Mientras sus pensamientos pasaban por su cabeza, le fue imposible no mirar a su hijo. .

      —Mamá, ¿pasa algo?

      —No, Jorge, es solo que… Nada, cariño, tonterías de tu madre cuarentona. Bueno, esperad en la puerta que voy a ver si alguna enfermera nos deja un paraguas para tu abuela que menuda está cayendo.

      Julia dejó a su hijo y a su madre en la puerta. A continuación se dirigió a recepción, donde no encontró a nadie que la pudiera ayudar. Alrededor había un pasillo donde se encontraba una sala en la que se hacían actividades y tenían juegos de mesa para así poder hacerle los días más llevaderos a aquellas personas que estaban ingresadas; se encaminó para allá esperando encontrarse con alguien que trabajara allí. Una vez dentro, vio al fondo a una enfermera y se dirigió hacia ella, pero en el instante en el que entró a la habitación sintió que algo había cambiado, que una fuerza extraña la sobrecogía y no sabía por qué, pero alguien la observaba. Se vio obligada a pararse y mirar a su alrededor en búsqueda de ese «alguien» que requería de su presencia. A pesar del estruendo de la lluvia y los relámpagos, en ese momento se hizo un silencio en su interior que la hizo estremecerse. Sus ojos comenzaron a buscar de derecha a izquierda y entonces la vio, en una esquina postrada en una silla de ruedas mirándola fijamente. Sabía


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