Sigo estando aquí. Juanjo Soriano

Sigo estando aquí - Juanjo Soriano


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que me acuerdo, Julia —dijo sin parar de mirarla con detenimiento y atónita, mientras sus ojos intentaban disimular con mucho esfuerzo un mar de lágrimas embravecido.

      —Julia… Yo…

      —Dígame, doña Jacinta.

      —No sé ni por dónde empezar contigo.

      —No tiene usted que empezar con nada, eran otros tiempos y usted…

      —Calla, muchacha, y por favor te pido que me escuches. Han pasado muchos años, muchísimos, pero lo que pasó, aunque para nosotras ahora solo sea un vago recuerdo que ahora recobra vida, no puedo negar la realidad y la realidad fue…

      —Doña Jacinta, por favor, ya no hace falta que removamos el pasado. Yo la verdad es que había olvidado ya esa comida con su marido y su hijo Miguel, pero no voy a mentirle, ha sido verla y no he podido evitar recordar todo lo que sucedió ese día.

      —No, Julia, claro que tengo que abrir ese cajón del pasado y no quiero que creas que es porque ahora tengo al fantasma de la muerte rondándome todos los días en este desolador lugar. Desde hace tanto tiempo pienso en lo que te hice, en cómo te tiré de esa casa de opulencia que me hacía sentir mucho mejor persona que tú, de cómo desprecié el intento de querer acercarte a nosotros, pero sobre todo me arrepiento tanto de no ver y haber valorado el amor tan profundo que le querías dar a mi hijo Miguel, un amor más allá de lo que nosotros poseíamos por aquel entonces. Maldito dinero que me hizo comportarme así, fui una necia engreída y estúpida, amargué la vida de lo más preciado que tengo en este mundo, mi hijo.

      —Doña Jacinta, tranquila, ahora no es tiempo para que usted abra viejas heridas y que sufra por ello.

      —Julia, es algo que me ha atormentado más de lo que te crees. La vida da muchas vueltas y como seguramente bien sepas, no nos fue bien cuando nos marchamos a Argentina, casi obligué a mi hijo a casarse con aquella mujer, le destrocé la vida y sabe Dios que no hay momento en cada día de mi vida que me atormente por ello. He soñado tantas y tantas veces contigo, con esa joven tan perfecta y humilde que vino a esa gran mansión a darle lo más preciado que tenía a mi hijo, su más puro amor, y yo no te valoré lo suficiente, qué tonta fui de no verlo.

      —Doña Jacinta, por favor, no siga, no es necesario.

      —Sí, sí que lo es. Si te soy sincera, no sé por qué la vida me ha dado esta oportunidad y has aparecido para que yo pueda pedirte disculpas por lo que hice, porque Julia, no lo merezco, no tiene perdón lo que te hice, ni a ti, ni a mi hijo… yo… por favor…

      Y esa mujer, postrada en una silla de ruedas viendo pasar los últimos días de su vida, rompió a llorar, lo hizo de una manera sosegada ya que seguía siendo orgullosa y no quería que la vieran, pero clamaba al mundo de una manera que podía romper el alma a todos los allí presentes. Pero cuando Julia más sufrió fue cuando la expulsaron y negaron lo más bonito que te puede pasar en la vida: amar y ser correspondido, porque no hay dinero en el mundo que pueda pagar ese sentimiento, hay cosas en la vida que nunca vienen acompañadas de una etiqueta con un precio.

      Julia no pudo evitarlo, se arrodilló y la abrazó como nunca jamás hubiera imaginado que lo podía haber hecho a aquella mujer. Abrió sus brazos para intentar consolar a Jacinta, que había abierto su corazón para suplicar un perdón que le era tan necesario en ese momento como el respirar, que hasta podía parar a un corazón viejo y dolorido.

      —Perdóname, Julia.

       No nos damos cuenta de cómo a veces las palabras pueden ser tan poderosas, de cómo pueden darte una paz que no altera ni las peores guerras, de cómo pueden abrirte en canal y hacer que cada molécula, célula, centímetro de tu cuerpo te recorra y te haga sentir una explosión de sentimientos que te paralice a ti y a todo lo que te rodea.

       Julia no dudó ni por un instante de los recónditos sentimientos que aquella señora derrochaba.

      —Shh, cálmese, por favor, no pasa nada, está usted perdonada.

      Y seguidamente siguió abrazándola, intentando apaciguar ese mar de dolor por el cual navegaba esa pobre señora mayor entre sollozos.

      —¿Julia?

      Y cuando el tan inesperado dios de lo casual parecía que ya había hecho acto de presencia, aún nos podía sorprender con otro as en la manga. Se dio la vuelta y era él, el gran amor que la llevó a rincones de felicidad que desconocía que existían pero que también la transportó a lo más profundo del abismo, ese amor que casi le llevó a las puertas de la muerte, era Miguel.

      —¿Miguel?...

      —¿Estáis bien, os ocurre algo?

      —Sí, tranquilo, tu madre que estaba recordando cosas que ya no son necesarias y se ha puesto un poco triste y necesitaba un abrazo, pero estamos bien.

      —Mama, ¿seguro que estás bien?

      —Sí, tranquilo, hijo.

      —Bueno, yo debería de irme ya, voy a ver si consigo que alguien me deje un paraguas para llevar a mi madre al coche. Adiós, Miguel. Adiós, doña Jacinta.

      —Espera, Julia, yo te acompaño y te presto el mío.

      —No, de verdad, no hace falta, tú quédate con tu madre, será lo mejor.

      —Tranquilos. Miguel, acompáñala, créeme, ahora me encuentro mucho mejor. Gracias por todo, Julia.

      —De nada, doña Jacinta.

      Y ambos dejaron aquella habitación para adentrarse a la salida, después de tantísimos años, el caprichoso destino los reunía de nuevo.

      —¿Cómo estás, Julia? Ah, por cierto, feliz cumpleaños —dijo Miguel en un tono que denotaba nerviosismo.

      —Bien, he venido a visitar a una amiga de mi madre y fíjate, quién me lo iba a decir, os he encontrado por aquí, nunca os había visto.

      No se podía creer que a pesar del paso de los años, Miguel aún seguía recordando la fecha de su cumpleaños.

      —Sí , hace poco que la he cambiado de residencia, así que, quién sabe, supongo que nos volveremos a ver.

      —Sí, quién sabe… —dijo ella.

      —Julia.

      —Sí, dime.

      —¿Te puedo hacer una pregunta?

      Julia se imaginaba perfectamente lo que le iba a preguntar.

      —¿Por qué nunca me llamaste?

      —Miguel, sabía que me ibas a preguntar eso, no sé ni por dónde empezar.

      —Pues empieza simplemente por el principio, aun así no soy nadie para reprocharte que no lo hicieras, después de todo tú eras una mujer casada.

      —Y lo sigo siendo, Miguel, no es fácil para mí poder responderte a eso, me gustaría poder contarte tantas cosas sobre ese día, de lo que significó encontrarte allí en la comunión de mi hijo y lo que pasó después…

      —Entonces, ¿significó algo para ti cuando me volviste a ver?

      —Puede ser… el pasado cuando menos te lo esperas vuelve y menudo pasado tuvimos, pero la vida aunque no queramos nos pone las cosas difíciles. A veces debemos reprimir nuestros sentimientos por otras personas y durante estos años mi familia ha sido mi prioridad.

      —Comprendo, pero escuché que no seguías con Ginés.

      Pero Miguel por mucho que intentaba disimular que las palabras de Julia no le afectaban, ella seguía conociendo a aquel hombre. Sabía, con solo una mirada a esos preciosos ojos verdes que aun poseía, cómo el hecho de no estar queriendo oír lo que quería desencadenaba en él una atronadora tormenta de sentimientos que lo llevaban a la deriva.

      —Los matrimonios, como en la vida, tienen etapas buenas y malas —respondió intentando disimular.

      Miguel


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