Sigo estando aquí. Juanjo Soriano
pasando, sabía perfectamente la situación por la que atravesaban en casa: un hermano que con el paso de los años era extremadamente rebelde, un padre que solo acarreaba disgustos de todo tipo a su madre, un abuelo terco y orgulloso que aunque a él lo quería muchísimo, había decidido rehuir de su hija. Aunque solo tenía doce años era un chico que tenía un sexto sentido para percibir los sentimientos de los demás y esto, para desgracia suya, le hacía guardar los suyos propios y anteponer los del resto.
Jorge tampoco había tenido un buen día, hasta para eso a veces tenía conexión con su madre. Su extremada sensibilidad hacia el mundo, las personas, lo que le hacía brillar del resto, era motivo de envidia y maldad para otros niños. Desde hacía varios meses la situación en su clase no era la ideal para un chico de su edad. Salir al recreo, casi todos los días de su vida, era un verdadero suplicio.
Pero esa mañana con motivo del cumpleaños de su madre pidió a su profesora que si podía ayudarle a hacer una tarjeta de felicitación con recortes de fotos que tenía junto a Julia y que había llevado de su casa. La profesora accedió encantada a ayudarle y entre los dos consiguieron hacer una tarjeta de felicitación maravillosa.
El recreo había terminado y de nuevo tendría que verse la cara con el típico chulito de la clase que le hacía la vida imposible, pero hoy la maldad de ese niño llegaría a puntos insospechados.
La clase continuaba con total normalidad, delante de la profesora nunca lo insultaban ni humillaban. En ese aspecto, era un niño muy inteligente, pero por desgracia para Jorge ese día la profesora tuvo que ausentarse unos minutos para hacer unas fotocopias que había olvidado hacer, y entonces Manuel aprovechó la ocasión para hacer lo que tanto le gustaba hacer: machacar al pobre Jorge.
—¡Qué! ¿Te tienes que quedar con la profe como un niño pequeño que tiene miedo de salir al recreo?
—Quería que me ayudara con unos deberes, Manu.
—Para ti Manuel, mis amigos me llaman Manu, y tú y yo no somos amigos, no soy amigo de mariquitas.
La clase se había paralizado para observar lo que estaba ocurriendo en ese momento. Si ya de por sí es doloroso que te humillen, que encima de eso hayan más de veinte niños mirando a la vez y ninguno sea capaz de decir nada por miedo es una situación tremendamente embarazosa para cualquiera.
—Manuel, por favor déjame en paz, la profesora va a venir.
—Como le digas algo a la profesora te vas a enterar, uy, esto que asoma por aquí qué es.
Debajo del pupitre asomaba la tarjeta que acababa de terminar.
—Feliz cumpleaños, mamá. Ja, ja, ja, ja, pero qué mierda es esta.
—Dame eso , ¡dámelo ya! —Jorge se levantó de la mesa de un salto y le chilló.
—¿Esto?
—Que me lo des —volvió a repetir en un tono que asombró a todos y hasta a él mismo.
Y entonces, con un gesto rápido y de una maldad propia de un demente, mientras Jorge escuchaba su risa estridente y casi demoniaca, rompió en todos los trozos que pudo la tarjeta dejando totalmente impotente y destrozado al joven.
Aunque quería llorar de la rabia e impotencia, no iba a hacerlo, no podía darle el lujo a ese niño ni a nadie de la clase. Ese despreciable niño con total falta de humanidad había roto la tarjeta pero también las ilusiones que había depositado en ese sencillo recorte de cartulina con fotos para su madre.
Se agachó a recoger todos los trozos que habían por el suelo. Mientras lo hacía, intentaba recomponer la felicitación, pero lo más duro, recomponerse a el mismo, y aparentar delante de todo el mundo que no había ocurrido nada. La profesora estaría a punto de llegar y no quería levantar sospechas de lo ocurrido.
Y al igual que su madre, cuando esa tarde la vio junto a su abuela en ese coche, eran dos las personas que estaban interpretando de nuevo ese papel, la cual muchos admiramos o incluso podemos sentir envidia, porque siempre parecen inalterables al dolor, que desprenden una fuerza, a veces casi ilógica, pero que en la más oscura soledad de una habitación con las luces apagadas son una rabiosa tormenta de sensibilidad deseando estallar.
ORGULLO
Y después de la noche siempre llega el día. Cuántas veces no hemos deseado al levantarnos no querer salir de la cama y pensar que lo que nos ha ocurrido sea un efímero y olvidado sueño, unos segundos en nuestro inconsciente nocturno que ha deseado jugar con nosotros a un cruel juego. Nos abrazamos fuertemente a la almohada o nos tapamos como si fuera el último suspiro que nos queda a ese falso momento en que creemos que nada ha pasado. Pero ya era hora de abrir los ojos, Ginés no estaba, se encontraba sola en la habitación con la mirada perdida pensando en salir o no de la cama. Venga, despierta y levántate, José Ángel, ¿dónde estará? Por favor, que haya llegado ya a casa, me da igual lo que pasó anoche pero que esté en su cama .
El problema de su hijo, en la cena, salió a la palestra delante de todos. Ella se había dado cuenta de que desde hacía unos años eligió un camino fácil: el de no querer aceptar los problemas que había en casa, prefirió evadirse en compañías más que dudosas y buscándose problemas que podrían desencadenar disgustos muy serios para la familia, pero sobre todo para el mismo. Hay tantas y tantas maneras de superar los obstáculos con esfuerzo, con entereza, pero también con trampas y creando heridas, y su hijo mediano, en este aspecto, sería una persona débil.
Al abrir la puerta, pudo respirar aliviada, el ritmo de su corazón se calmó: José Ángel estaba durmiendo tranquilo en su cama. Con todo el cuidado que pudo se acercó, se puso de rodillas frente a él y le dio un beso en la mejilla. Ya habría momento de pedir explicaciones de su comportamiento pero no ahora. En la imagen de su hijo, que aunque ya era adolescente y para ojos del mundo era casi un adulto, ella veía a su pequeño renacuajo que tan follonero fue de niño.
Se dirigió a la cocina y había alguien que con mucho cariño y preocupación le había preparado el desayuno, era su hijo Jorge.
—Pero, chico, ¿qué, me has preparado el desayuno?
—Sí, mamá, espero que te guste: tostadas. Ahí tienes un plato con jamón y queso, un zumo de naranja que he exprimido, el café y esto…
El pequeño Jorge se dio la vuelta: había cortado un pequeño pedazo de tarta y le había puesto las velas de la tarta que no sopló la anterior noche. Julia no pudo evitar tener esa sensación tan adorable que todos tenemos de reír y llorar a la vez de felicidad.
—Muchísimas gracias, si es que eres un primor, un encanto. Ven aquí, que te como —decía Julia entre lágrimas y risas, que no podía disimular el asombro del pequeño gesto que significaba tanto para ella.
—Tenía también un regalo para ti, pero creo que me lo he dejado en clase, perdóname —mintió, pero ¿qué podía hacer en ese momento?
El lunes aprovecharía para hacer de nuevo un regalo para ella, no era capaz de decir la verdad, tampoco quería asumirlo, fue muy humillante para él cuando sufrió el odio sin sentido de su compañero de clase Manuel.
—Jorge, cariño, ahora mismo tú eres el mejor regalo que puedo tener.
RING, RING… Sonó el teléfono.
—Yo voy, mamá, no te preocupes. Tú siéntate que además te he subido el periódico.
Jorge fue corriendo por el pasillo en dirección al salón con una sonrisa de oreja a oreja de ver cómo le había alegrado la mañana a su madre.
—¿HOLA? ¿HOLA?
De primeras solo escuchó silencio, pero a los pocos segundos pudo notar una ligera agitada respiración que reconoció al instante.
—¿Abuelo?
—Sí, Jorge. Hola, grandullón. ¿Cómo estás?
Su voz resonaba entrecortada, llamar a casa de su hija era una lucha con su orgullo, tenía hasta dudas en ese momento de hablar con su amado nieto. Si en vez de él