El límite de las mentiras. Gerardo Bartolomé

El límite de las mentiras - Gerardo Bartolomé


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contestó con largo quejido. El vagón se empezó a mover lentamente.

      —Va a ser un viaje caluroso —dijo la primera mirando por la ventana mientras se abanicaba.

      De repente un gaucho joven que corría con esfuerzo alcanzó la puerta, la abrió y entró al vagón.

      —¡Señor! —dijo una de ellas, pero el gaucho la ignoró mientras acomodaba el poco equipaje que traía—. ¡Señor! Debe haber un error, este vagón es de primera clase. Pregúntele al guarda cuál es su lugar.

      El gaucho no se inmutó, simplemente le mostró su pasaje; a ella, atónita, se le escapó un incrédulo: —Es de primera clase.

      Ignorándola, el gaucho eligió un asiento algo alejado de ellas. Al sentarse levantó una nube de polvo de su poncho.

      Las chicas se miraron, no habría mucha charla en ese viaje si tenían otra persona que escuchara sus conversaciones. Ahora sí que el viaje se les haría largo y aburrido. A falta de algo mejor que hacer, la del abanico tomó el diario para hojearlo. Algo llamó su atención.

      —¿Leyeron esta noticia de Chile?

      —No, ¿qué dice? —preguntó desinteresada una de ellas mientras se arreglaba el sombrero.

      —Parece que un aventurero argentino estuvo entre los indios del Sur y como hace bastante tiempo que no se sabe nada de él, temen que haya muerto.

      —Aha… muy interesante —respondió la del sombrero forzando un tono de desinterés.

      —En serio, chicas. Presten atención. La Nación dice que se trata de Moreno —dijo la primera levantando la vista y mostrando que estaba genuinamente preocupada.

      La tercera chica, que leía un libro de poemas, lo cerró y dijo:

      —¿Qué dice? ¿Que se murió el hermano de Juanita?

      —No es seguro —dijo la primera— pero hace meses que no se sabe nada de él, y en Chile dicen que los indios se estaban preparando para la guerra.

      Las tres se miraron en silencio pensando lo que estaría sufriendo su amiga si la noticia acerca de su hermano era cierta.

      —Moreno no está muerto —dijo el gaucho con un vozarrón. Las tres se dieron vuelta para mirarlo. Estaban tan sorprendidas que ni siquiera se enojaron. Él carraspeó para aclararse la garganta y repitió, esta vez con una voz más civilizada: —Moreno no está muerto.

      —¿Y usted cómo lo sabe? —le preguntó la primera con tono de “Usted es un impertinente.”

      —Es que yo soy Moreno —dijo él, tratando de ser más simpático.

      Las tres lo miraron, estaban totalmente sorprendidas. Pero era cierto. Si lo miraban bien no tenía aspecto de gaucho. La ropa era de gaucho, eso sí, pero ningún gaucho usa anteojos. Los de este muchacho estaban rotos, les faltaba un cristal y el otro estaba todo rayado, pero se veía que eran anteojos caros. Ahora que lo miraban bien se daban cuenta que era el hermano de su amiga Juana Moreno.

      —¿Pascasio? —preguntó la del libro de poemas.

      —Prefiero que me digan Francisco.

      —Francisco hay muchos, pero Pascasio hay uno solo.

      —Bueno, digamos que soy Francisco Pascasio. Francisco Pascasio Moreno.

      Las tres soltaron la angustia que tenían en el corazón y gritaron

      “¡Viva!”

      —Vení Panchito. Sentate con nosotras —dijo la del abanico.

      —¡No nena! —la cortó la del sombrero—. Mirá si tiene piojos. Me muero si tengo piojos. Sentate allá —le dijo a él.

      El muchacho se sentó a cierta distancia. Estaba seguro de que tenía piojos, garrapatas y vaya a saber qué otras cosas.

      —¿Por qué no nos saludaste cuando subiste? Nos reconociste, ¿verdad? —le preguntó la del libro de poemas.

      —No. Es que con estos anteojos rotos no veo nada —los cuatro rieron—. ¿Me dejás ver qué dice La Nación sobre mí?

      La chica le dio el diario y él leyó con interés.

      —¿No era que con los anteojos rotos no podías ver? —preguntó la del abanico.

      —Es que soy miope. Las cosas de cerca las veo bien, pero de lejos no veo nada —aclaró él.

      —Contanos algo de tus aventuras —le dijo la del abanico cuando terminó el artículo.

      —Las voy a aburrir.

      —Seguramente —respondió la del sombrero, y bromeando agregó—, pero el viaje es largo y nos vamos a aburrir de cualquier manera.

      El muchacho les contó que había salido desde Buenos Aires hacía más de cinco meses. Quería ser el primero en llegar desde el Atlántico a la “laguna Grande”, como llamaban los indios a un enorme lago al pie de los Andes. El cacique mapuche de la región, llamado Sayhueque, lo invitó a su toldería pero no lo dejaba llegar al lago. Semanas estuvo Moreno tratando de convencerlo. Finalmente se ganó la confianza de Sayhueque y éste lo dejó conocer el lago con la condición de que no cruzara a Chile, como era su plan original. Además lo mandó con dos baqueanos indios para asegurarse de que cumpliría su promesa.

      —Pero, ¿entonces no estuviste en Chile, como dice La Nación? — preguntó la del abanico.

      —Sí y no. Lo que pasa es que para los chilenos ese lago pertenece a Chile, y la noticia del diario viene de Santiago.

      Les siguió contando cómo era la vida entre los indios aunque evitó dar detalles de sus borracheras y fiestas donde corría la sangre de los caballos y, seguramente en otras oportunidades, también la de prisioneros. Como ellas empezaban a perder el interés en su relato, él acortó la historia y les contó que hacía varios días que casi no dormía. Venía cabalgando desde Carmen de Patagones y sólo paraba para cambiar de caballo en las postas.

      —¿Y por qué tanto apuro? —preguntó la del abanico.

      —Es que me enteré que Namuncurá está planeando un gran malón que arrasará a todas las estancias del sur de la provincia, tengo que llegar a Buenos Aires cuanto antes para dar el aviso.

      —¿Y a quién le vas a dar el aviso, Panchito? —preguntó, incrédula, la del sombrero.

      —Al presidente y al gobernador.

      Como ninguna de las tres podía aguantar la risa, les aclaró:

      —Mi padre los conoce.

      No había caso, ellas no lo tomaron en serio.

      —Cómo le gusta a los hombres la aventura y el riesgo, ¿no? —dijo la del libro de poemas.

      Bajando la voz para que él no escuchara, la del sombrero agregó:

      —Imaginate que éste, después de casado, se va persiguiendo indios y deja a su mujer con los chicos para que se arreglen solos.

      —Y bueno —agregó la del abanico—, la mayoría se escapa a fumar al club con los amigos o a reuniones de negocios o de política. Los hombres son todos iguales, cualquier excusa es buena para escaparse.

      —Ah, me acordé de una cosa — dijo la del libro de poemas—. ¿A que no saben quién se va a poner muy contenta con la vuelta de Panchito? —las otras la miraron y le preguntaron en secreto “¿Quién?”

      —La Varelita —les dijo bien bajito.

      —¡¿La Varelita?! —gritaron las otras dos.

      El muchacho no entendía de qué estaban hablando, pero no le importaba. Quería llegar a Buenos Aires cuanto antes.

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      El joven Francisco


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