El límite de las mentiras. Gerardo Bartolomé

El límite de las mentiras - Gerardo Bartolomé


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armas y muchas municiones.

      —¡Francisco vení! —era Bernal que lo llamaba—. El general Villegas te quiere saludar.

      Villegas era el militar que estaba a cargo de toda la frontera Sur. Era veterano de la Campaña del Desierto y era un hombre de suma confianza de Roca.

      —¿Qué tal Moreno? ¿Cómo anda el aventurero?

      —General, es un gusto saludarlo.

      —El gusto es suyo —todos rieron—. Cuénteme para dónde va.

      —A la zona cordillerana de Chubut.

      —Lo voy a mandar con un grupo de soldados que lo escolten hacia el Sur, unas treinta leguas. Manténgase alejado de la Cordillera en el Neuquén. Mientras vaya al Sur, en tierra de Tehuelches no hay problema.

      —Es que voy a ir más al Norte. Después de los Tehuelches voy al territorio de Sayhueque —explicó Moreno.

      —Eso no sé si es una buena idea —dijo Villegas con cara de preocupado—. De donde tiene que mantenerse alejado es del territorio del cacique Namuncurá, un poco más al Norte de Sayhueque.

      —Descuide, conozco la región y conozco a esos indios. Saben que voy a recolectar piedras y huesos.

      —¿Cuándo parte?

      —Mañana en la madrugada.

      —Bien. Bernal, asegúrese que sus hombres estén listos para acompañarlo un largo trecho. Y usted, Moreno, tome una buena cantidad de municiones, no se quede corto en eso. Ahora vaya y descanse.

      —Me voy a tomar unos mates. Hasta luego, general.

      Cuando llegó a la puerta Villegas le preguntó:

      —¡Moreno! ¿Sabe bien lo que está haciendo?

      —Claro que sí. ¿Por qué todos me preguntan lo mismo?

      Capítulo 2. Malas noticias

      Cercanías de Esquel, diciembre de 1879. Moreno se acercaba a las tolderías tehuelches de los caciques Inacayal y Foyel, viejos conocidos suyos de viajes anteriores. Su grupo estaba compuesto por el ingeniero Francisco Bovio, que lo ayudaría con las mediciones topográficas, el belga Antonio Van Tritter, dos peones ayudantes, Melgarejo y Hernández, y Gavino, un indio que oficiaría de traductor mapuche.

      Moreno no quería llegar de noche a los toldos de Inacayal, entonces decidió acampar y preparar un fuego con humo espeso para que las tribus supieran que estaba cerca.

      De repente Moreno se despertó. Algo no estaba bien, había escuchado algún ruido. Pensó que un puma podría estar merodeando o buscando restos de la comida de la noche. Se puso las botas y abrió la carpa. Lo que vio en la penumbra del amanecer lo sorprendió enormemente. Un indio muy fiero parado de frente a su carpa lo miraba atentamente, con una mano sostenía una chuza2 y en la otra tenía sus boleadoras preparadas. El joven pensó rápido cuáles eran sus alternativas, tenía un revólver cargado dentro de la carpa, no le daría tiempo de alcanzarlo. Lo mejor era enfrentar el peligro de frente. Miró al indio a los ojos y de pronto se dio cuenta: “¡Utrac! ¿Sos vos?”.

      —¡Huinca3 Moreno!

      Se dieron un fuerte apretón de manos, lo que era mucho ya que los indios no eran muy expresivos; jamás había visto a uno sonreír. Con el ruido se fueron despertando los demás. El campamento estaba cercado por alrededor de quince jóvenes indios, la “custodia” de Utrac. Moreno avivó el fuego para calentar mate y ofrecerle algo de comer a su amigo indígena.

      —Utrac, ¡cuánto tiempo sin vernos! Te ves como todo un guerrero.

      Tu padre debe estar orgulloso.

      —Utrac tiene hijo ahora.

      —Felicitaciones.

      —¿Huinca Moreno tiene hijo?

      —No, no tengo hijo ni mujer. Sigo buscando huesos y piedras. No cambió mucho mi vida.

      —Menos pelo, eso cambió —dijo mirando su incipiente calvicie.

      —Es de tanto leer —dijo Moreno con una sonrisa.

      Utrac era el hijo de Inacayal, uno de los dos caciques tehuelches de la zona. En su viaje anterior habían trabado una gran amistad. Habían pasado días enteros recorriendo la pre Cordillera a caballo, sin hablar mucho; simplemente disfrutando de la libertad. Hacían noche donde la oscuridad los encontraba y vivieron de lo que cazaban. Con él Moreno aprendió a sobrevivir sin más elementos que su habilidad y su astucia.

      Recordaron aquellos días como si ya fueran viejos.

      —¿Y qué busca ahora, Moreno?

      —Mapas —trató de explicarle al indio lo que era un mapa pero no le quedó claro si le había entendido. Lo que sí le quedó claro era que no le interesaba.

      —Ahora quería ir al campamento de tu padre. ¿Será eso posible?

      —Moreno es bienvenido en la toldería. Sus amigos huincas también.

      Sin prisa, al amanecer, fueron desarmando el campamento, empacando sobre los caballos y finalmente se pusieron en movimiento hacia el Sudeste. Utrac los guiaba por entre cerros y quebradas. Cada tanto le contaba a Moreno historias del lugar o algún mito tehuelche. Uno en especial Moreno recordó por muchos años. Decía la leyenda que en una cueva al borde del camino había vivido un monstruo que, por la descripción, parecía un enorme armadillo. “¿Un gliptodón?” pensó Moreno. Quizás la leyenda estuviera rememorando un hecho verídico y allí hubiera habitado alguno de los últimos de esa especie extinta y los indios lo hayan visto. O quizás, esto le pareció más probable, mucho tiempo atrás allí habían encontrado un caparazón y a partir de eso comenzó el mito.

      —Escuché ese tipo de leyendas de cuevas en otros lugares. ¿Siempre se trata de monstruos con el mismo aspecto?

      —Casi siempre —contestó Utrac—. Pero al Sur son diferentes. Caminan en dos patas, son peludos y tienen piel gruesa que la chuza no atraviesa.

      “¿Un milodón?” pensó Moreno, quizás todavía hubiera un milodón vivo en algún bosque del lejano Sur.

      Cada tanto Utrac se bajaba del caballo y prendía fuego un arbusto seco que elevaba gran cantidad de humo. Era su manera de avisar a la toldería que se estaba acercando con gente que no era de la tribu. Al cabo de un par de horas vieron columnas de humo; era la toldería que contestaba.

      —Moreno, espere acá. Utrac avisa al toldo y vuelve.

      —Claro, espero.

      Él conocía esa costumbre indígena. Al cacique no le gustaba que un extraño llegara a las cercanías de su campamento sin avisar; era visto como algo sumamente descortés, debía mandar un embajador para pedir permiso. En este caso Utrac era su mejor embajador. Moreno se bajó del caballo, sabía que todo esto podía llevar mucho tiempo. Se puso a pensar de dónde vendría esa costumbre y se rio cuando se le ocurrió que lo mismo haría una chica de sociedad porteña. Si él fuera a visitar a Ana Varela, a ella no le gustaría que él llegara sin anunciarse. Lo que se estilaba era escribirle una nota diciendo que quería visitarla, y ella le respondería diciéndole a qué hora estaba disponible. A esa hora ella estaría con su mejor ropa y peinado. Lo mismo debía ocurrir en el toldo, sacarían la basura, vestirían sus mejores quillangos4 y se asegurarían de que nadie estuviera durmiendo o en alguna otra actividad poco digna.

      A las dos horas volvió Utrac: —Mi padre lo espera.

      El pequeño grupo de Moreno fue bajando la meseta al paso. Más abajo vieron que había más de cien jóvenes guerreros tehuelches armados con cara de salvajes. A medida que ellos se acercaban los indígenas empezaron a gritar. Los alaridos no sólo asustaron a sus caballos; los ingenieros


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