Todos fueron culpables. Lilian Olivares de la Barra

Todos fueron culpables - Lilian Olivares de la Barra


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      Mery Canqui no estuvo ahí. No conoció hasta entonces esa caleta de pescadores ubicada a tres horas de Copiapó, donde las aguas calmas y cristalinas no se condicen con el extraño letrero que alguien colocó al llegar al lugar donde suelen ir los vallenarinos de veraneo: “Cuidado con el cuco”.

      Paola, su hija, pasó dos veranos en Carrizal Bajo. Todavía la recuerdan el dueño de la botillería de la esquina, donde compraba fósforos, el del almacén de la vuelta, donde iba a buscar el pan, y la alcaldesa de Mar, encargada de velar por el cumplimiento de la normativa marítima.

      Apenas alcanzaba, empinada, el mesón del almacén.

      La veían, también, en la improvisada tienda que instalaba cada verano doña Leo, su cuidadora, en la esquina de las calles Errázuriz con Freire, frente a la cancha de fútbol. Ahí ayudaba a doña Leo a vender su mercadería, ropa que traía de la ciudad, verdura y papas fritas. Y en la casa del lado, la pintada de amarillo, estaba la abuela. Paola dormía en la pieza de la abuela, la madre de doña Leo, separadas sus camas por un pequeño velador.

      Si uno caminaba en dirección al Pacífico, por Freire, llegaba a la caleta. No eran más de cuatro cuadras. Pero nunca nadie vio a Paola jugando en la playa. La niña boliviana, de ocho años, tenía otras ocupaciones.

      Mery Canqui nunca estuvo ahí. Aunque después que pasó aquello que dio origen a esta historia, una tarde de angustia como tantas que siguieron después de los hechos, Mery vio a su hija en la playa de Carrizal Bajo.

      No había pasado más de una semana. Estaba esa tarde en la cocina de su casa en Copiapó, terminando de lavar unos platos, cuando pensaba y volvía a pensar que las cosas no podían haber sido como le dijeron. De repente, se sintió traspuesta y entró en una especie de sopor. Se escuchó diciendo:

      —Paola, Paolita, hija, dime qué te pasó.

      Y entonces la vio en la playa, en Carrizal Bajo, desnuda a la orilla del mar. Tenía sangre en el cuerpo. Su niña, su pequeña Paolita.

      —¡Dime quién fue!

      Volvió a escucharse a sí misma.

      Al día siguiente, en la feria, casi se estrelló con un hombre y supo que era él.

      * * *

      Tres horas y 22 minutos separan a Arica de Tambo Quemado. En esa localidad boliviana, fronteriza con Chile, nació Mery Canqui Atahuichi el 18 de abril de 1973.

      Su padre se llamaba Gerónimo, como el legendario jefe apache de Norteamérica. Y por apellido llevaba Canqui, que, en su lengua materna, significa “el que supera a todos, el vencedor”.

      A Gerónimo, el apache que nació en la frontera entre Estados Unidos y México, le asesinaron a su mujer, a sus tres hijos y a su madre en 1859.

      A Mery, la aimara hija del boliviano Gerónimo Canqui, que nació en la frontera de Bolivia con Chile, le violaron, quemaron y asesinaron a su hija Paola en 2011.

      Mery Canqui creció corriendo detrás de las ovejas. Aprendió que con sólo decir ¡shhhhh! los animales daban vuelta y regresaban. Pero eso no lo lograba cualquiera. Había que tener experiencia. Ella la tuvo desde los cuatro años. Es que a esa edad le comenzaron a dar unos ataques de epilepsia y los padres decidieron no mandarla al colegio y dejarla pastoreando. La cuarta de los ocho hermanos Canqui Atahuichi tenía otro destino que cumplir.

      Fue la única a quien su madre dio a luz en Tambo Quemado, porque se embarazó en Arica y cuando pensó que llegaba la hora partió en bus a El Turco, la localidad donde vivía la familia boliviana, pero no alcanzó a llegar.

      En el altiplano, Mery creció imbuida en la cultura de sus ancestros, los aimaras, habitando un mundo mágico en que se mezcla lo humano con la naturaleza, donde actúan espíritus que hacen que las cosas sean como son. Cada 20 de junio se ponía pollera nueva larga, la tradicional manta que caía apenas sobre los hombros, atada al centro del cuello, y celebraba el comienzo de un nuevo ciclo en el año, con bailes folklóricos y un ritual que apenas entendía. Eran los agradecimientos a la pachamama, la madre tierra, y los ruegos para que la etapa que comenzaba, el invierno, les trajera prosperidad.

      La familia tuvo casa en el pueblo, donde a diario pasaban los camiones de Bolivia a Chile y de Chile a Bolivia. Temprano en la mañana, la mamá la levantaba y la mandaba al ganado. Mery sacaba las ovejas al cerro, las hacía comer pasto, después les decía su mágico ¡shhhhh! y las regresaba.

      Vivir en un paso fronterizo, a 4.680 metros sobre el nivel del mar, no es trivial. En los años 90, cuando Mery se empinaba en la juventud, no había más de 20 casas en Tambo Quemado. En 2007, la población era de 338 habitantes; 179 hombres y 159 mujeres.

      Mery veía a diario pasar camiones cargados de mercadería entre Arica y La Paz, y también sabía que mucha gente de ahí del pueblo se dedicaba a cruzar la frontera en buses, para comercializar productos, como lo hacían sus propios padres.

      Pero Mery rara vez salía. Cuando no estaba en tareas de pastoreo, se quedaba en ese pueblo donde el frío le golpeaba las mejillas. Por eso andaba como las otras bolivianas de la zona, aimaras como ella, vestida con gruesas y anchas polleras largas, y peinada con trenza.

      A los 20 años se puso a trabajar como ayudante de cocina. Aprendió a hacer asado a la olla, para los tantos viajeros que cruzaban desde Chile rumbo a La Paz.

      En 1996, recién cumplidos los 23 años, llegó a Arica. Venía con ganado, y traía ropa de Bolivia. También, maíz pululo (ese que se consume inflado, como golosina), quínoa y fideos para vender en el lado chileno. Entregaba estos productos a distintos almacenes.

      Tiempo después se topó con un niño.

      —Tengo celulares —le dijo el chico.

      Ella los miró, le pareció que ante sus ojos tenía un buen negocio, que le permitiría juntar plata para comprar más mercadería y, en una de esas, su destino podía cambiar.

      Le compró 40 celulares. Por un momento alcanzó a imaginarse en una tienda probándose un lindo vestido. Hacía mucho calor en Arica, y ese atuendo que traía de Tambo Quemado, que todas las mujeres de su tierra vestían, le hacía sentir que esta ciudad chilena era un horno.

      Empezó por lo más práctico. Llamaría a su casa en Tambo Quemado y aprovecharía de probar la mercancía recién adquirida.

      Desempaquetó uno de los aparatos y justo en ese momento la Paola, la pequeña de dos años que llevaba a sus espaldas, protegida en su manto, se puso a llorar… como si hubiera presentido algo, reflexionó Mery con el tiempo. Es que Paola siempre fue una niña diferente. Fruto de una relación efímera, nació, igual que Mery, en Tambo Quemado. No fue en una maternidad, sino en la misma casa, en un parto natural, donde la asistieron una prima y una enfermera.

      Lloraba Paola, mientras Mery acababa de advertir: la habían estafado.

      El niño-estafador nunca regresó.

      Mery se fue a sentar en uno de los bancos de la Plaza de Armas de Arica. Ahí estuvo como tres horas, pensando qué iba a hacer mientras, acurrucada en su espalda, su hija dormía con el estómago vacío.

      EL DÍA EN QUE MERY CONOCIÓ A SIMÓN

      Mery no iba a esperar que llegara la noche en la plaza. De eso sí estaba segura. Partió a alojar donde una prima. Al día siguiente compró fruta para ir a vender a Bolivia: manzanas y uva. También llevó unos yogures a Tambo Quemado. No le alcanzaba para más.

      Siguió yendo y viniendo, hasta que en una ocasión, como tantas otras, fue al terminal de buses de Arica y se le cruzó en la vida un hombre llamado Simón.

      Esa tarde en el terminal ella andaba con una amiga que había sido compañera de escuela de Simón. Hizo las presentaciones y Mery lo observó de reojo. Era flaco el Simón. Miraba distinto, como con dulzura, y cuando sonreía tenía una sonrisa de pena, pensó Mery. Era de Curahuara de Caranga, donde la iglesia tiene techo de totora, una localidad que está a no más de 15 kilómetros de Tambo y allá nunca se vieron.

      Se


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