Todos fueron culpables. Lilian Olivares de la Barra
mujer del primo de Simón le ofreció pagarle para que cuidara a su hijo, una guagua de dos años. “Me dijo que me iba a pagar como 50 mil pesos, pero me pagaba mucho menos. Se lo cuidaba cuando ella iba supuestamente a buscar trabajo, pero ella nunca encontraba. Cuando yo recibía la plata, me compraba calcetas. Un día era el 18 de septiembre y me compré jeans”.
A veces, el primo de Simón, el “tío Elvis”, como lo llamaba Paola, no iba a trabajar y se quedaba en la casa. A veces, Mariela temblaba…
La primera vez se le metió en la cama y le tironeó el pantalón del buzo con que ella dormía. La guagua, que estaba a su lado, empezó a llorar y él dejó de molestarla.
En otra ocasión la salió persiguiendo, ella cerró la puerta y puso palos para bloquear la entrada, pero él logró romper la barrera y abusó de ella.
Mariela no le contó a su hermana. “Nosotras no nos contábamos nuestras cosas, no nos decíamos nada”. Pero no eran necesarias las palabras. Paola, que sólo tenía ocho años, veía cosas… las relató más tarde, cuando ya el daño estaba instalado.
Mariela apenas hablaba con Giovana, nombre por el que conocía a la señora del “tío Elvis”, que en realidad se llamaba Dionisia Calle, como los personajes de Gabriel García Márquez.
Un día la mujer le dijo a Mariela: “Oye, vi a mi pareja tratando de manosearte”, pero no le advirtió que se cuidara, ni tampoco, al parecer, le llamó a él la atención.
Mariela empezó a sentir miedo. Un temor que se te mete en el cuerpo y no te deja en paz sino hasta que logras, a duras penas, conciliar el sueño.
Una mañana, temprano, cuando todos habían salido de la casa, el “tío Elvis” la tomó por sorpresa.
—Él se echó encima de mí, me tapó la boca y me gritó: “Vai a hacer lo que yo diga”. Me dijo que no dijera nada, menos a la Yovana. Aparte que no tenía a quién quejarme… en esa población todos eran sus parientes.
Mariela quería escapar, pero no podía dejar a su hermana.
Ese noviembre horrible, Paola comenzó a frecuentar junto a su “tía”, la mujer del “tío Elvis”, la feria del fin de semana.
Volvían a la casa cargadas con bolsas llenas de verduras.
—Yo las veía llegar y me llamaba la atención tantas cosas que compraban. Le preguntaba a mi hermanita y me respondía: “No, si las pedimos”. Después la señora (la mujer de Elvis) me quería llevar a mí a pedir, pero yo no quise porque no me gustaba andar en la calle.
Por esos días, Paola conoció en la feria a doña Leo, como la llamaban los otros feriantes. Y un día le dijo a Mariela:
—Me voy a ir a vivir a una casa linda, voy a ir a cuidar a un niñito…
UN POLLO PARA LA NAVIDAD
Las calles de Copiapó estaban llenas de adornos navideños cuando regresó Mery.
Faltaban ocho días para la Nochebuena del año 2009. Eran las ocho de la noche del jueves 17 de diciembre cuando entró con su hija menor, Mirza, a su casa de la Población Juan Pablo II.
Mariela tuvo un pálpito. Apenas se atrevía a salir a la calle, pero cruzó las dos casas que la separaban de su hogar, segura de que iría a reencontrarse con su madre.
Estaba alegre y triste pero, más que todo, rara. Esa rareza no pasó inadvertida a los ojos de Mery Canqui.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—No, no me pasa nada —respondió la niña con la vista baja.
—¡Habla, Mariela! ¿Qué te pasa?
Entonces Mariela no aguantó más, venció el miedo y, llorando, le contó lo que había padecido con ese señor al que su hermanita Paola llamaba “tío Elvis”.
“¡Quiero verlo preso esta misma noche!” Fue la sentencia de Mery, siempre de escasas palabras. Era pasada la medianoche cuando llamó al 133 de Carabineros.
Al rato llegó la policía. Partieron a la casa de Elvis Bilpa Quispe, pero no encontraron a sus moradores. Llevaron luego a la niña con su madre a constatar lesiones al Hospital Regional. Ahí pidieron un peritaje médico legal.
Casi no durmieron esa noche.
Al día siguiente, Mery tenía otra misión que cumplir. Mientras se encontraba en Arica, había recibido el llamado de Paola a su celular, contándole que estaba viviendo en una casa muy linda, con una señora muy buena que se llamaba Leo. Mery Canqui tenía que conocer esa casa y saber cómo estaba su hija.
Partió con Mariela y Mirza.
—Estoy bien, me dijo la Paola. En ese momento, la señora Leonor fue amable.
Le abrió su casa grande que, ante los ojos de Mery Canqui, era un verdadero palacio comparado con la mediagua que ella habitaba. Una vivienda de población, de clase media baja, bien protegida por una reja de fierro. Entrando, a mano izquierda, estaban los dormitorios y a la derecha, el living. Más adentro se llegaba a un comedor amplio conectado a una cocina sin puerta. Desde ahí se divisaba el patio, donde estaba el lavadero y, justo al frente, una bodega. En la mesa había huevos revueltos y pan fresco para tomar el té… un lujo, apreció Mery Canqui.
Leonor le habló maravillas de lo bien que estaba la niña allí. Mery le contó que se iría a trabajar a los parronales, y “la señora” le ofreció que le dejara a las niñas.
Las menores volvieron esa misma noche a casa de su madre, pero Paola prefirió quedarse con doña Leo. Era diciembre y Mery partió a empacar uvas.
—Yo llegaba a la una o dos de la noche, porque estaba en el empaque de fruta.
El 22 llegó su hijo Carlos desde Arica.
En vísperas de Nochebuena a Mery sólo le pagaron 20 mil pesos. Esa era su preocupación, mientras el mismo día dos mujeres extrañas llegaban a su casa. Ese miércoles 23 de diciembre había ingresado a la OPD de Copiapó una denuncia del director del colegio al que acudían los hijos de Mery. La Oficina de Protección de la Infancia, el programa del SENAME destinado a proteger los derechos de los niños, tomó nota: el director del colegio aseveraba que los alumnos Pacajes Canqui (Paola y Mirza) y Ayaviri Canqui (Mariela y Carlos) no habían terminado el año escolar por las reiteradas inasistencias e incumplimiento de tareas. Agregaba el informe que Mariela se encontraba parentalizada, porque debía asumir la responsabilidad de cuidar a sus hermanos debido a las largas ausencias de la madre, que viajaba a Bolivia dejándolos solos.
Esa era la razón por la cual la psicóloga Beatriz Rojas Pérez y la trabajadora social Shirley Balcázar, funcionarias de la OPD, se apersonaron en su vivienda. Les habían encomendado investigar si efectivamente estaban siendo vulnerados los derechos de los chicos de Mery. Carlos, que se encontraba solo en ese momento, les dijo que sus hermanas andaban donde una tía (se presume que donde doña Leo) y que su madre llegaba como a las 10 de la noche porque estaba trabajando.
Luego de inspeccionar la modesta vivienda y escuchar al chico, la psicóloga y la trabajadora social hicieron un informe demoledor sobre la precaria situación habitacional de los Pacajes Canqui. Entre otras cosas, aseguraron que habían constatado que en la cocina había comida descompuesta en una olla de la cual, presumían, se había alimentado Carlos.
Al día siguiente, 24 de diciembre, Simón le mandó $100.000 por Turbus a Mery. Era su aporte para la Navidad de la familia. Pero, como era feriado, la empresa tenía su oficina cerrada cuando llegó Mery a retirar el envío.
La despensa estaba vacía. No había qué comer. ¿Qué haría con esos 20 mil pesos?
—Esa tarde salimos a comprar un pollito y lo comimos como a las siete. La Paola se quedó donde la señora Leonor.
Así pasaron la Navidad del año 2009, sin árbol de Pascua ni pesebre. Al otro día llegó Paola. Estuvo dos días con su familia y regresó donde Leonor.
—Allá