Tareas no hechas. Luis Miguel Rivas
como abrumador, desafiante, inquietante, peligroso, difícil, tedioso o aburrido…”. ¡Qué sabias palabras! ¡Qué reflejo fidedigno de la más honda realidad que embarga el alma de un incumplido!
Yo por ejemplo recuerdo el tiempo en que tuve por oficio escribir guiones para videos institucionales, en los que decía mil veces que “su empresa es la mejor del mundo” y que “avanza al ritmo de los nuevos tiempos con altos niveles de competitividad (sigo pensando que a la palabra competitividad le sobra una “ti”) en un mundo cada vez más globalizado”. Y todas esas cosas. Fórmulas que uno interioriza después de años de escribir lo mismo. Pero, irónicamente, las fórmulas nunca facilitaron mi trabajo sino que lo hacían cada vez más angustioso. Cuando me entregaban los materiales con los que debía hacer un nuevo guión, sentía en mis manos la misma opresión que debe sentir el bulteador de la Mayorista cuando el peso del costal se abandona sobre su espalda. Esos libros, esas revistas, esos DVD, que constituían la materia prima de mi trabajo, pasaban entonces a reposar en mi escritorio durante días, desde donde me observaban desafiantes, inquietantes, peligrosos, difíciles, tediosos, y yo agregaría a la lista de wikipedia: acuciantes y diabólicos.
Me sentaba frente al computador (cuando me sentaba), hojeaba las publicaciones de la empresa, reflexionaba sobre esas maravillosas ediciones derrochadas en tan fútiles contenidos, preparaba un café, tomaba una novela de mi biblioteca para leer una historia que me diera ideas, buscaba una vieja canción, hacía una llamada y después recibía otra en la que un amigo largamente ausente me citaba para esa misma tarde. No podía negarme dado el carácter contingente de la circunstancia y posponía la escritura del guión para el día siguiente. Al otro día una amiga estaba mal y quería hablar con alguien. Y al posterior, cuando iba directo a mi casa para sentarme a escribir, me encontraba con unos truhanes con los que siempre terminaba emborrachándome. A la mañana siguiente no tenía capacidad para concentrarme y necesitaba la jornada entera para convalecer. Pero siempre esos libros, esas revistas, esos DVD, estaban en mi cabeza; el guión no hecho era la música de fondo, el imperceptible y constante sonido ambiente de todos los días en los que no lo estaba haciendo.
Ese trabajo era una especie de castigo que me imponía la vida como contraprestación para poder vivirla. Y yo me dedicaba a vivir antes de pagarle el precio, pero sin poderme despojar de una consciencia de existir al fiado, que no me permitía disfrutar lo que vivía. Así somos. Recuerdo que por esa época era un hombre triste. Aun mientras me reía bebiendo con los truhanes o disfrutaba la agradable charla con mi amiga triste, una inquietud insoslayable subyacía en la base de todo: la punzante y sutil presencia de la tarea no hecha. Una sombra que al parecer solo me cubría a mí. Todos, a su manera, me parecían felices: el mendigo de la calle, el tendero de la esquina, los truhanes, mi amiga (incluida su tristeza). Me sentía deambulando en un mundo de seres satisfechos e indolentes a los que no les había tocado en suerte la trágica condición, la angustia dostoievskiana que se empoza en el alma de quien tiene que escribir un guión institucional.
Pero siempre había un momento en el que la “realidad” empezaba a desbordarme, en que mi permanencia en el medio laboral bailaba en la cuerda floja y mi supervivencia económica prendía alarmas. Tenía que hacerlo ya. Entonces, un impulso primario, una especie de instinto de conservación me arrastraba hasta mi habitación a última hora. Me enclavaba en la tarea: jornadas frenéticas, tensas, extenuantes, sintiendo encima de mí la opresión de una fecha y una hora definitivas e impostergables, que aparecían en mi imaginación como la llegada del fin del mundo. Largas noches en vela pegado al teclado, en cuyas pausas miraba en el espejo mi rostro ojeroso y demacrado y me recriminaba por no haber hecho a tiempo una cosa que al fin y al cabo era más dispendiosa que difícil.
Y al fin entregaba el guión, que luego era grabado por un director y un camarógrafo apáticos, quienes a su vez le pasaban las imágenes a un editor desdeñoso para que armara un video que sería mostrado en salones llenos de gente somnolienta. Pero al cliente le gustaba y era él quien le pagaba a la empresa productora de video que me había contratado. Solo faltaba que quienes me habían acosado para cumplir con la fecha cumplieran su tarea de pagarme en la fecha que les correspondía. Pero el afán había terminado para ellos y mis contratantes se aplicaban, a su vez y literalmente, al “hábito de postergar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes y agradables”. Lo que siempre me pareció curioso es que ellos no se angustiaban como yo por no cumplir su tarea a tiempo. En su caso no se podía hablar de “irresponsables” o de “procrastinadores”, porque parece que ese lenguaje está hecho para nombrar solo a algunas personas.
Lo cierto del caso es que ninguno de los que habíamos participado en todo ese proceso habíamos hecho nada importante para nuestras vidas, ni para el mundo. El video se olvidaba al día siguiente y continuábamos con otro, una nueva angustia igualmente olvidable. Solo habíamos cumplido con el trabajo, que era lo esencial.
Un día no aguanté más y huí cuando me estaban exigiendo rehacer un guión que me había llevado valiosos días sacrificados a mi vida, debido a los caprichos de una muchachita con ínfulas de ejecutiva. No volví a ejercer ese oficio y desde ese momento dejé de ser procrastinador, por lo menos en el sentido culpabilizante que conlleva la “enfermedad”. Todavía tengo que hacer las mismas maromas económicas (y hasta más) que tenía que hacer cuando trabajaba para esas empresas. Pero ahora no tengo angustia. Sigo escribiendo cosas por encargo y no siempre sobre temas que me apasionan. Tampoco es que exija que cada trabajo que haga modifique la base de mi personalidad. Pero por lo menos cuido de que no me envilezca. Todavía pospongo las cosas, como el trabajo que iba a empezar cuando me dio por escribir esto que les cuento. Pero ya sé que siempre termino haciendo lo que tengo que hacer, así me demore.
Sigo teniendo un problema: todo lo que pase a ocupar en mi cerebro la categoría de “deber” empieza a requerir de mi parte un esfuerzo extra, por más que me guste. Hace días, por ejemplo, iba a releerme Cien años de soledad, pero en una clase a la que asisto pusieron como tarea leer la novela y desde ese día le he venido sacando el cuerpo. Sé que la releeré. Pero a lo mejor no alcance a hacerlo para ese curso. Es un problema mío, pero no una razón para sufrir.
No creo en la disciplina. La mayoría de personas disciplinadas que conozco son perezosas que con fuerza de voluntad logran controlar su natural tendencia a la molicie. Sufren en ese esfuerzo y luego quieren cobrárselo a los demás imponiendo su ejemplo y sus discursos sobre la pujanza. He visto muchas estupideces e iniquidades cometidas al impulso de la disciplina. No creo en la eficiencia por la eficiencia. No creo que los procrastinadores sean enfermos que haya que curar. Me sorprende ver en los informes sobre el tema testimonios de gente que se lamenta de su tendencia a posponer las cosas como si se tratara de un pecado mortal. Me asombra que las víctimas de la disciplina sean quienes más la mitifican. Hablan de la panacea que fue para ellos haber encontrado tratamientos que los ayudan a cambiar, a esforzarse en hacer lo que no les gusta ni saben en el fondo para qué sirve y que a lo sumo les permite una precaria supervivencia y una eventual palmada en la espalda por parte de su jefe.
Algunos estudios hechos en Estados Unidos dicen que tres de cada veinte personas están “afectadas” por la procrastinación crónica y que el 70% de los estudiantes universitarios padecen de este “mal”. Y ya existen grupos de hombres y mujeres que se reúnen semanalmente para hacer terapia de grupo con respecto a este “problema”. Cuando no posponen la reunión, supongo.
Conozco muchas más personas desmotivadas que realmente perezosas. Lo cierto es que quienes postergamos las tareas somos mayoría. Por fin creo cierta la frase de “los buenos somos más”. Eso debería darnos una consciencia de grupo. No estamos solos y no necesitamos tratamientos. Debemos unirnos para estimular nuestra vagarosa actividad y de esa manera seguir construyendo el camino irresponsable que nos lleve por fin a ser nosotros mismos. Tal vez así, unidos, podamos contemplar esa radiante mañana en que, de tanto aplazar y de tanto robarle el tiempo a quienes nos lo roban, las tareas no hechas de millones de seres humanos se acumulen y obstruyan por un momento el trajín frenético y sin sentido de este mundo atareado con tantas inutilidades importantes que no nos dejan darnos cuenta para dónde vamos ni por qué ni qué sentido tiene seguir siendo tan cumplidores de un deber que hasta ahora no nos ha llevado a ninguna parte.