Tareas no hechas. Luis Miguel Rivas
hasta el convento de las monjas de María luego de abandonar la autopista Medellín-Bogotá y tomar una carretera secundaria. En esa zona, el 10 de abril de 1976, la Virgen se le apareció a don Federico Blandón, un empleado raso con once hijos, que había ido a conocer la finca de un cuñado. A las once de la mañana María le dijo a don Federico que lo había escogido para ser su vocero y le pidió que dedicara su vida a la causa. Luego le hizo llegar la plata para que comprara el terreno. Don Federico compró el terreno y años más tarde murió entregado a su fe, dejando una comunidad de monjas que viven de y para la Virgen. Es un sitio de peregrinación al que acuden miles y miles de personas cada semana para pedir su milagro. En la zona del convento se concentra los fines de semana una frenética actividad comercial.
Pero el camino a la Virgen de Guarne, como el camino a la santidad, es arduo. Después del convento hay que trepar una loma inclemente y eterna, marcada por cruces numeradas que sirven de mojones para medir la distancia que lo separa a uno de la que, a los cinco minutos de trayecto, se convierte en la anhelada Señora del Descanso. Yo creo que por eso la quieren tanto. Después de esa cuesta inhumana, cuando uno llega a la cima y ve a la Virgen, siente un descanso tan grande en el cuerpo y en el alma que queda agradecido toda la vida.
Subimos y subimos como si fuéramos para el cielo, pero con los pies del productor cada vez más puestos sobre la tierra: ¿cómo íbamos a transportar los equipos por esa pared cuando se fuera a grabar la película?, ¿cuánta plata se necesitaría?, ¿cuánta gente habría que contratar? La imagen de un batallón a pie y en mulas trepando esa loma con trípodes, cámaras y equipos hizo nuestro ascenso más pesado y dificultoso.
Deshidratados y asfixiados coronamos por fin el santuario: un kiosco sostenido por rústicas columnas de cemento, con una reja metálica detrás de la cual había una Virgen chiquita, sin nada de particular, igualita a la que hay en cualquier cripta de cualquier terminal de buses. Pero estaba ubicada sobre una planicie hermosa, de manga rala, en medio de ese paisaje limpio del Oriente antioqueño, bajo un cielo azul del todo, sobre el que se movían, deshaciéndose, las nubes algodonosas. Una cosa sobrenatural, una verdadera prueba de la existencia de Dios.
Para filmar o grabar una película el lugar era bellísimo, pero el trayecto había sido diseñado para pagar promesas. Lo primero que le pregunta un productor a un guionista, en esos casos, es si esa secuencia se puede suprimir. Lo primero que dice alguien que ha escrito lo que el productor quiere suprimir es que “se perdería la esencia de la historia”. Entonces lo segundo de lo que habla un productor es de la cantidad de planos que realmente se necesitan grabar en ese lugar, para terminar proponiendo que se falseen grabándolos o filmándolos en un lugar más accesible. Y luego el guionista dice que sí es posible pero que no es lo ideal porque “se perdería la esencia de la historia”.
Estábamos en conversaciones de ese tipo, cuando vimos a don José, aplicado a la recolección de hojas, rastrillo en mano. Tenía unos sesenta y cinco años, flaquito y sólido, con unos ojos de adolescente ingenuo sobresaliendo entre las arrugas de su rostro requemado. Era el encargado del aseo y el mantenimiento del santuario. Llevaba como diez años trabajando allí y hacía ocho, desde que la Virgen se le apareció con la voz, era más un devoto que un simple trabajador. Nos acercamos a pedirle información y terminamos escuchando su historia.
A don José siempre le había gustado tomar trago con la premisa de que “beber un solo día es botar la platica” y se entregaba al asunto con toda la disciplina y constancia que caracteriza al antioqueño. Un lunes, después de una larga borrachera, se levantó sin un solo peso, sin un solo aliento y con una muela hinchada que no lo dejaba ni modular palabra. Así se tuvo que ir para el santuario a recoger las hojas del suelo y hacer su labor. Tenía el sistema nervioso más nervioso que nunca. Tenía miedo de todo, una culpa que no le cabía en la vida y el dolor del mundo concentrado en su mandíbula inflamada. Y no tenía una sola moneda en el bolsillo. Empezó a hacer su trabajo como podía, pero a los diez minutos no aguantó más. Pensó, añoró, la salvación: poder ir al médico, pagar sus deudas y empezar una nueva vida. Pero no tenía una sola moneda en el bolsillo. Vino a su cabeza la única salida en la que había pensado siempre: ganarse un chance. Pero no tenía una sola moneda en el bolsillo. La idea del chance se le trastocó en obsesión. Siempre había jugado y hasta tenía un chancero amigo en la vereda. Con un chance de quinientos podría ir al odontólogo y empezar a solucionar cosas. Para olvidar el dolor trató de concentrarse en arreglar las flores de la Virgen y se puso a limpiar el cajón de las donaciones. El sol que le pegaba en el cachete hinchado hizo relumbrar las monedas del cajón. El brillo lo encandiló un poco. Miró a la Virgen un rato. Tomó una moneda de quinientos y volvió a María:
—Virgencita, disculpame –le dijo–, yo te cojo estos quinientos pesos prestados y te los devuelvo, no tengo de otra.
Dio vuelta dispuesto a bajar caminando la loma y cuando había dado dos pasos oyó una voz maternal y autoritaria a sus espaldas:
—Con mi platica, no; con mi platica, no.
Se quedó pretrificado, se dio vuelta y vio a la virgen ahí quieta, como siempre, como haciéndose la que no era con ella. Pensó que se le estaba distorsionando un poco la entendedera y se dio vuelta de nuevo para bajar a la vereda. Cuando había avanzado cinco metros la voz habló más alto.
—¡Con mi platica no! ¡Con mi platica no!
Don José se olvidó de su dolor de muela y de su muerte en vida, miró a la Virgen y fue a devolverle su moneda de quinientos. Quedó como en shock toda la mañana. Sobrellevó malamente el resto del día y en la noche cuando llegó a su casa se encontró con que el chancero había ido a buscarlo y como no estaba le había dejado el chance fiado, con el número de siempre.
Al día siguiente, todavía con la cara inflamada, pero con los nervios más calmados y con un poco más de energía, don José subió al santuario para acabar el trabajo que no había hecho bien la víspera. Encontró las hojas de los árboles recogidas y empacadas en los costales, el terreno limpio, todo organizado. Preguntó y le dijeron que nadie había subido por allá desde el día anterior. Sin entender se puso a hacer otros oficios y cuando regresó esa tarde a su casa se encontró con la noticia: se había ganado el chance. Con esa plata arregló el problema de la muela, abonó algunas deudas, compró mercado y empezó una nueva vida. Ahora que estaba ahí frente a nosotros llevaba ocho años sin tomar trago y amaba a la Virgen. Luego de contarnos la historia nos señaló unas mariposas verde-azules, lila y crema, que volaban por los alrededores del santuario.
—Esas son las mariposas de Ella. Tienen los colores de la Virgen. Desde hace años, desde que Ella se apareció, están acá.
—Pero yo tengo entendido que las mariposas viven un solo día –le dije.
—Estas son las mismas. O se morirán y vuelven a nacer ellas mismas –me contestó con una sonrisa limpia, sincera. Y siguió haciendo su labor.
Darío, Albeiro y yo nos despedimos de don José. Caminamos entre las mariposas que se alejaban. Luego miramos el paisaje casi inmaterial que teníamos al frente y conversamos sobre las posibilidades materiales de grabar el pedazo de la película que transcurría allí.
Cuando bajábamos de regreso, caminando de cruz en cruz, en silencio, pensábamos en el dinero que se necesitaba para grabar no solo la secuencia de la Virgen de Guarne sino la película completa. Me detuve. Albeiro y Darío siguieron descendiendo dificultosamente, jadeantes y abstraídos, al son del traqueteo de sus meniscos. Miré en dirección al santuario que ya había desaparecido en una curva. Vino a mi cabeza, llena de colores y vida, la imagen de la secuencia que grabaríamos en medio de ese paisaje. Pensé en todos los guiones que queríamos escribir, en las historias que nos proponíamos contar, en las películas que pensábamos filmar. Entonces, por encima de mis pensamientos, me pareció escuchar una voz antioqueña, maternal y autoritaria, que llenaba el espacio de las nubes y de las montañas con su eco:
—¡Con mi platica no! ¡Con mi platica no!
Marzo de 2010
La tarde en que nada me halaga
Supongo