Tareas no hechas. Luis Miguel Rivas

Tareas no hechas - Luis Miguel Rivas


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de imponer un punto de vista que consideraba sagrado e imperturbable, hacía sus actitudes más acuciantes y nocivas para mí. Pero dada mi dependencia económica y la inmodificable circunstancia de ser familiares tan cercanos, no podía huir de ella. No nos hablábamos mucho, pero teníamos (y parece que ella lo necesitaba porque lo propiciaba) que compartir muchos momentos juntos. Sin embargo, nunca pensé en matarla, porque en esa época mi rebeldía no incluía el asesinato como un medio de expresión. Así que inicio este relato aclarando la inocencia de mis propósitos.

      Aquel año fuimos a pasar las vacaciones decembrinas a Pereira, donde sus hermanas, mis tías. Un día de semana acudimos mi madre y yo a la terminal de transportes para una diligencia y hecha esta nos dirigimos a esperar bajo el kiosco del paradero de buses. Era una tarde ardiente y no había más personas que nosotros en el lugar. Mi madre se guareció de la canícula bajo el techo del kiosco y yo, inquieto como era, me puse a mirar las columnas de grueso alambre que sostenían el techo metálico. En medio del silencio de esa hora en que todo el mundo ha vuelto a fábricas y oficinas después del almuerzo, mi madre miraba la calle semivacía con su expresión árida y yo tocaba la textura de las columnas.

      Miré el travesaño tubular sobre el que se apoyaba el techo del kiosco. Pensé en una “barra”, ese tubo de hierro puesto sobre dos troncos de madera que en todos los barrios usan los muchachos para colgarse y hacer “velitas” o ejercicios pectorales. Mientras mi madre seguía concentrada en sí misma y en la aparición del bus, yo salté hacia el tubo horizontal y me colgué dispuesto a probar cuántas “velitas” era capaz de hacer. Una vez colgado sentí que el techo se acercaba a mi cabeza, no porque la tensión de mis músculos me hiciera ascender, sino porque la estructura metálica empezaba a descender. En cuestión de milésimas de segundo alcancé a ver que el techo no estaba asegurado, sino solo “puesto” sobre las columnas, mediocremente amarrado por unos alambres delgados que se aflojaban sin la menor resistencia. No alcancé a decir nada. Solo pensé en detener la caída, en sostener el techo. Mis pies tocaron el suelo y mis manos pugnaban por contrarrestar la fuerza que presionaba hacia abajo. Mamá seguía como si nada y los alambritos que sostenían la techumbre ya habían cedido por completo. Mis brazos, impotentes, fueron cediendo a la presión inapelable de la gravedad. Di un paso atrás sin dejar de sostener el tubo, tratando de que por lo menos sucumbiera de modo pausado.

      Cuando el impulso del techo fue incontrolable tuve que soltarlo. Cayó sin dudas ni consideraciones, de sopetón. Solo recuerdo el sonido seco, como de un huevo aplastado por una bota y un quejido hondo, delgado y corto, seguido por unos instantes de silencio absoluto, en medio de una confusa polvareda similar a la que dejan las demoliciones de los edificios. Cuando el polvo se dispersó dejó ver un paisaje de escombros y destrucción en el que no aparecía por ningún lado mi madre. Permanecí en shock sin poder moverme ni decir palabra hasta que escuché los primeros gritos y vi a la gente correr. En cuestión de minutos había más de diez personas y varios policías de la terminal de transportes, vociferando, moviendo pedazos de alambre, levantando fragmentos de techo.

      —¡Había una señora! ¡Había una señora! –gritaba una mujer señalándome.

      —¿Usted estaba con ella? –me preguntó un policía gordito, que se veía sinceramente preocupado.

      —Mi mamá –alcancé a decir sin moverme, mirando al vacío.

      —¿Y qué pasó?

      —Esto se cayó –respondí con la voz del que no está en este mundo.

      El policía gordito, otro de gafas y algunos voluntarios que surgieron no sé de dónde, lograron remover el techo. Y allí apareció ella: demasiado tiesa para estar dormida, pero en la misma posición en que acostumbraba dormir, de lado, un poco doblada sobre sí misma, con las manos recogidas sobre la cabeza, como protegiéndose. Escuché el grito de la mujer que me había señalado y luego una de esas voces orgullosamente desesperadas de quienes desean sentirse héroes en los desastres:

      —¡Una ambulancia! ¡Una ambulancia!

      —¡Cuál ambulancia! ¡Un taxi! ¡Paren un carro! –gritó la señora que me había señalado.

      Alguien paró un taxi y entre el policía gordito y el de gafas montaron el cuerpo de mi madre en la silla de atrás. Luego se montaron con ella.

      —¡El hijo! ¡Que venga el hijo! –gritó el de gafas desde dentro del taxi.

      Alguien me tomó del brazo, abrió la puerta delantera del vehículo y me metió en él. El taxi arrancó con chirrido de llantas y yo permanecí como un autómata, mirando al frente. Pasamos semáforos y tomamos calles en contravía a toda velocidad:

      —¡Está respirando! –dijo el policía gordito, que miraba anhelante como si fuera su propia madre la que agonizara.

      Entonces volví el rostro y la vi. Su cabeza inconsciente sobre las piernas del policía. La frente manchada de sangre. Era mi madre, pero a la vez era otra que yo no conocía. En su gesto no había nada de la amargura que estaba acostumbrado a ver. Era un gesto de indefensión, sin rastros de reproche alguno. Era más bien el rostro de una niña expósita, maltratada por la vida, sola, desorientada. Tal vez una niña a la que le había tocado ser una mujer antes de tiempo y que volvía a surgir ahora que la mujer se estaba muriendo.

      —Maté a mamá –pensé y me lo repetí durante todo el trayecto hacia el hospital San Jorge, comprendiendo cada vez más claramente el significado de esa frase y su relación con las cosas que me estaba diciendo su rostro exánime sobre las piernas del policía gordito.

      Cuando llegamos al hospital ayudé a bajarla. La montaron en una camilla con rodachines y se perdieron con ella detrás de la puerta de “urgencias”.

      —Maté a mamá –me quedé diciendo.

      Di vueltas por los alrededores del hospital y me fumé un paquete de cigarrillos. A las dos horas volví al hospital y pregunté por ella. Me dijeron que no sabían nada todavía. Volví a salir, me fumé otro paquete de cigarrillos y regresé una hora después. Esta vez dijeron que esperara. Me senté en una de las sillas más incómodas de las que tenga memoria mi columna vertebral, a repetir y a tratar de seguir elaborando la frase:

      —Maté a mamá.

      Media hora más tarde, la puerta de urgencias se abrió y apareció una silla de ruedas empujada por un enfermero negro y alto que indudablemente debía pertenecer al equipo de baloncesto del hospital y que me miró con ojos acusadores. En la silla estaba la madre que yo había matado, pero viva. Tenía la cabeza envuelta en una venda a manera de turbante con tolondrones de gasa. La mano derecha estaba sostenida por un cabestro. En sus brazos y en su cuello resaltaban varios mapas violeta. Parecía la representación de una reina egipcia con su esclavo preferido, llevada a cabo por un grupo de teatro sin mucho presupuesto. Sonreí feliz. Quise correr a abrazarla. Pero al mirar su rostro mi felicidad reculó. La niña desprotegida y humana no estaba por ningún lado, había muerto, se había quedado adentro de la sala de urgencias. El rostro de mi madre había vuelto a ser ocupado por unos ojos duros y un gesto de amarga desazón.

      —¡Desnaturalizado! –dijo desde su trono con ruedas– ¡Vaya coja un taxi que en la casa arreglamos!

      Fui por el taxi. Ayudé a subir a mi madre. Le habían puesto cinco puntos en la cabeza, tenía un brazo dislocado y varias contusiones menores. Nos dirigimos a la casa de mis tías. Ella miraba al frente, más viva que siempre. Recordé que la había matado por unos minutos. En el camino ninguno de los dos habló.

      Algunos me han preguntado si después de esa ocasión volví a intentarlo. Contesto que ya no brinco para colgarme de los travesaños. Pero escribo.

       Marzo de 2010

       Para Luna

      A mí a veces me dan ganas de tirarme por un barranco, de reírme hasta resquebrajar el pavimento, de llorar cuatro días parando a almorzar, de explotar en diminutas aleluyas, de comerme diez


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