Tareas no hechas. Luis Miguel Rivas

Tareas no hechas - Luis Miguel Rivas


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cerca, hasta que no quede más remedio que darle lo que quiere. Alguien dentro de mí no quiere ceder, no quiere entregarse. Él quiere diezmarme con su asedio. Yo necesito soportar sin ceder. Él tiene la fuerza del que no tiene nada que perder y yo el miedo del que tiene techo, proyectos y gente que lo quiere. No se trata de la arepa. Si me amedrento, pierdo. Si lo vuelvo a mirar o le respondo, pierdo. La solución está en mirarlo derecho y cerrar el asunto diciéndole con firmeza que no tenemos o no podemos o no queremos. Si insiste, reiterarle que “no” y decirle que solo queremos estar tranquilos y comernos nuestra arepa en paz. Y si se da el caso estar dispuesto a tropeliar con el tipo, en las condiciones que sea y armado solamente con la fuerza que me dé la rabia. Esa sería la solución si no estuviera amedrentado.

      Entonces queda la opción de anularlo por la vía de la indiferencia absoluta. Es difícil porque el hombre se nota demasiado. Me hace una pregunta directa mirando a la gente. Empieza a usar el arma del bochorno. No le contesto. La gente que come de pie en la acera y los que están sentados en las otras sillas plásticas sin espaldar nos miran. Cuando está diciendo algo relacionado con que por eso es que uno se vuelve malo, giro el cuerpo y nuestras miradas se encuentran. Hay odio puro en esos ojos. Un odio sin fondo que no le cabe en el cuerpo. Tan fuerte que suelta las rabias que yo mantengo amarradas. Somos la misma rabia con ganas de matarse a sí misma. Ninguno de los dos odia realmente a ese desconocido que tiene al frente. Para él yo soy rico. La vida mía que él no tiene le produce odio. Yo tengo rabia porque siento que su dolor daña mi momento. Y porque me ataca, con o sin razones.

      Concentro todos mis sentidos en la arepa. Él habla cada vez más fuerte, más dirigido a mí. La arepa se ha enfriado, las palabras son cada vez más ofensivas, la gente nos mira. Estoy a punto de decirle: “Bueno, pida dos empanadas y una gaseosa”, y quedarme aplastado con el peso de mi poquedad. Clavo la mirada en el suelo. El hombre sigue hablando en voz alta y de un momento a otro corta su perorata en mitad de una frase. Por un rato solo se escucha el silencio de los carros pasando. Miro de reojo y lo veo alejarse. No entiendo. Tal vez descubrió algo temible en mí. Lo vencí por resistencia, me digo. Alcanzo a sopesar la dimensión de mi fortaleza, la firmeza de mi actitud burguesa.

      Levanto la cabeza y veo que el tipo de los cartones, que está en la acera opuesta, habla mientras camina para atrás.

      —¡No le tirés! ¡No le tirés!

      Frente a él avanza un tipo de chaqueta de cuero café y camisa de cuadros metida dentro del pantalón, motilado con la cuchilla número dos de la maquinita. Da pasos seguros como de patrón, mirando al hombre de los cartones, que retrocede. Se nota que le habla en vez de pegarle solo porque hay mucha gente alrededor.

      —¡Yo no le tiro a nadie! –le grita al de los cartones pero lo dice para que lo oiga todo el mundo.

      Ahora mira hacia el fondo de la calle. El hombre de la cachucha roja se va alejando. El de la chaqueta grita:

      —¡Te abrís!

      Luego vuelve al hombre de los cartones. Estira la mano y chasquea los dedos.

      —¡Vos también te abrís! ¡Aquí no pidás!

      El de los cartones da la vuelta y se aleja con pasos rápidos. Más adelante, ya casi en la esquina, se encuentra con el de la cachucha roja que vuelve la cabeza de vez en vez para mirar con odio al de la chaqueta café.

      La gente sigue normal, comiendo y conversando. Ahora estoy a solas con mi arepa. No hay nadie que me pida. Miro al hombre de la chaqueta café que está ahí para evitar que nos pidan. Veo a los que se alejan amedrentados: el de la cachucha roja, el de los cartones, la mona trajinada. Van más humillados, más derrotados y con más rabia que toda la vida. El hombre de la chaqueta café camina firme, dando pasos concretos, cabeza levantada, ufano, dueño de sí mismo y de esta cuadra y no sé de cuántas cuadras más.

      Es solo un tipo, un hombre, pero actúa como si fuera el mensajero de una fuerza más fuerte que él, como si representara la presencia de los dueños de todo. El chasquido de sus dedos y su voz sin matices ni dudas le bastaría para desocupar la cuadra. Y si se le antojara, la ciudad y el país. Descargo en la canasta la arepa sin terminar. La llevamos junto con los envases hasta la chaza. Pagamos y nos vamos.

      Universo Centro, Medellín, núm. 7, noviembre de 2009

      Casi todos hemos deseado matar a nuestra madre, pero muy pocos lo hemos hecho. Soy de esos pocos, aunque no me siento orgulloso. Lo cuento solo porque esta tarde, en medio de un aguacero torrencial, mientras me escampaba bajo un paradero de buses, me acordé de ese día ya lejano en que maté a mamá. Luego de tres horas de esperar a que menguara el diluvio bíblico, había repasado ya todos los temas susceptibles de ser pensados un domingo moribundo y cuando ya no tenía en qué pensar y el vendaval no mostraba indicios de disminuir, miré el techo de la caseta y me vino el recuerdo. Porque fue precisamente bajo el techo de un paradero de buses donde suprimí la vida de María Luz Mery Granada Zapata, mi madre.

      Ya no quiero contar más la historia. Decidí escribirla solo para no volver a hacerlo. Y no porque haya descubierto que matar a la madre sea una circunstancia carente de interés o porque me haya cansado de repetirla. No. De hecho no recuerdo haber tenido ninguna sensación parecida o comparable a la de suprimir la vida de quien generó la mía. Es un sentimiento único. Probablemente tenga que ver con la frase aquella de: “Madre no hay sino una”. O sea: uno podría matar a una novia o a una esposa y después sería posible volver a matar a otra novia o a otra esposa. Así sean distintas personas, la experiencia debe ser parecida. Supongo. Pero a la madre no la reemplaza nadie. Es de ese tipo de sensaciones de las que no se puede hablar, que exigen ser experimentadas para poder ser comprendidas.

      Tampoco me he cansado de contar la historia. Al contrario. Cada vez que narro ese momento de mi vida aparece un nuevo detalle, un gesto que no recordaba, una situación complementaria que vuelve a la memoria, una precisión sobre el vestuario, una palabra reveladora, como en un evolutivo proceso de clarificación, profundización y autoconocimiento. A raíz de esa experiencia, cada que escucho preguntar a alguien sobre qué se necesita para ser escritor, intervengo aconsejándole que basta con que cualquier día, de modo desprevenido, como quien no quiere la cosa, vaya y mate a su mamá. A partir de ese instante contará con una veta inagotable de material sicológico y literario que podrá ocuparlo toda la vida.

      La razón por la que no quiero seguir contando la historia tiene que ver con otra cosa, con una susceptibilidad personal. Soy muy quisquilloso en algunos asuntos. Me molestan mucho las interrupciones y casi nunca puedo contar esta historia, tan fundamental en mi vida, sin ser interrumpido. Eso ya no lo soporto. Basta que empiece para que aparezca el primer inoportuno (generalmente algún amigo de los que he considerado con mentalidad más avanzada) con sus intervenciones moralistas: “Cómo así hombre, cómo se te ocurre matar a tu mamá”. Luego de exigirle con la mirada un poco de buena educación, sigo con el relato de los hechos hasta que aparece otra voz (generalmente la del más iconoclasta y duro con las mujeres): “Volvete serio, si la cucha es la cosa más sagrada”. En este punto no miro, sino que hago un silencio y retomo el hilo hasta que otro dice: “Güevón, cómo hiciste eso”. Entonces vuelvo a parar mi historia, le contestó: “Yo qué voy a saber”, y avanzó un poco más. Cuando llego al instante en que el metal impacta sobre la cabeza de mi madre, que es muy vívido para mí (ahora que escribo sobre ese momento vuelve a retumbar en mi oído y en todo mi cuerpo, de modo patente, un ruido seco de cráneo resquebrajado), una muchacha dice entre indignada y compasiva: “¡Estás enfermo!”. Momento en el cual me pongo de pie, cansado, decepcionado y empiezo a retirarme. Pero el que dijo que cómo se me ocurrió matar a mi mamá se interpone en mi camino, el que afirmó que la cucha es lo más sagrado me toma del brazo, el que no se explicaba cómo hice eso me corre la silla, la chica que dijo que yo estaba enfermo me mira expectante. Entre todos me obligan a sentarme y exigen que acabe de contar qué sucedió después del sonido de cráneo toteado. Siempre termino de contar mi experiencia porque ellos necesitan escucharla tanto como yo decirla, no sé por qué. Sinrazón por la cual paso a relatarla por última vez:

      Tenía


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