Mal de muchas. Marcela Alluz
>
Yo sabía exactamente lo que me esperaba cuando acepté volver a vivir con mi madre. Pero no tenía adónde más ir. Volvía cumpliéndole la profecía que lanzó cuando me fui, Ya vas a venir con el rabo entre las piernas. Las madres siempre saben.
Atrás quedaba el único hombre por el que hubiese atravesado el abismo. Por eso me fui. Porque el instinto de supervivencia me atraviesa y no soy dada a andar dejando el alma en otros cuerpos.
Esta mañana soñé que manejabas entre la niebla y nos rompíamos la frente contra la roca donde nació tu madre. Soñé que mi amiga me decía que tener a sus hijas era lo más hermoso, y yo sabía que mentía. Le estrellaba el corazón contra la roca donde ahora moría la madre de tu madre. Las mujeres que dicen que son felices cuando los hijos no saben vivir sino de ellas, perdieron el olor. Un día, tendidas en los filos de la roca, me dijo que el cielo le daba la espalda, y lloró. Sus hijos habían crecido y había olvidado cómo se mentía.
Mundia Magdaleno
Después, me puse los zapatos y me fui, sabiendo que no pondría más los pies en esa casa.
Claro que me dio pena. Siempre me duelen las despedidas. No tanto de las personas como de los lugares.
Me acuerdo con una nitidez insoslayable de las manchas de humedad de la habitación en la que dormí los primeros años de mi niñez. A veces las he añorado con toda la nostalgia hecha un nudo en un lugar del cuerpo.
Me subí al colectivo sabiendo que si no lo hacía así, si no me iba la mañana de un lunes con todo ese sol y con la promesa de una cita esa misma tarde, no me iría nunca.
Atrás quedaba el único hombre por el que hubiese atravesado el abismo. Por eso me fui. Porque el instinto de supervivencia me atraviesa y no soy dada a andar dejando el alma en otros cuerpos.
En ese momento no quise volver a verlo nunca. Ni a llamarlo. Ni a saber de él.
Pero hay un lugar de la piel donde se ha quedado marcado, imprescriptible. Como aquellas manchas de humedad, doliéndome como solo me duelen las paredes.
La habitación estaba oscura, desordenada. Las motas de polvo flotaban en los hilos de sol que colgaban desde las persianas. Yo dormía. Ajena a todo, dormía. La cara se me sonreía y el cuerpo de costado transpiraba un sudor suave. Él me miraba. Se debatía entre despertarme o dejarme el café que tenía en la mano, el café que había batido para mí. Eran las doce del mediodía, él temía despertarme.
Se sentaba a mirarme. Lloraba. Por dentro lloraba. Algún día yo me iba a ir, y saber eso lo hacía llorar, siempre.
Hacía ruido, sin querer. Yo abría los ojos, fruncía el ceño, lo miraba. Quisiera amanecer en un faro, pensaba, con el ruido del mar y la soledad. Pero él estaba ahí, con la taza en la mano y su sonrisa. Sonreía yo, qué más. Sonreía.
Yo sabía exactamente lo que me esperaba cuando acepté volver a vivir con mi madre. Pero no tenía adónde más ir. Volvía cumpliéndole la profecía que lanzó cuando me fui, Ya vas a venir con el rabo entre las piernas. Las madres siempre saben. Pensaba que iba a ser por un tiempo, por eso me aguanté la sorna. Pero los meses se hicieron años. Después, debo confesar, me dije, ya se va a morir. No, no se ha muerto, está cada día más viva y estoy por creer que me voy a morir yo primero. A veces me alegra eso, pero me pongo a imaginar con quién se quedaría y me entra la pena.
Hasta he pensado algunas veces en asesinarla. Pero a las madres no se las mata. Además, es tan fuerte que sobreviviría y yo terminaría presa.
Por ahí sería mejor que esto. Pareciera que ella sabe cuándo tengo estos pensamientos porque mágicamente me pregunta cosas del estilo, Te hago un café, nena, y ya me siento la más miserable de las hijas.
Al principio ocupé mi cuarto de soltera, como lo llama ella, aunque nunca me casé. Es como decir mi cuarto de virgen. Aunque ya no lo era y seguía durmiendo allí. Ella le dice así y yo siempre le hallo una intención oculta debajo. Estuve ahí unos meses hasta que mamá se quebró la cadera, entonces me tuve que trasladar al suyo. Sigo ahí. Lo hago porque de noche me llama y es más fácil tenerla al lado que atravesar el pasillo que separa nuestras habitaciones. Igual, al mío lo uso de estudio y me escondo para poder escribir sin que me hable. A veces sirve, pero no todas las veces. Tiene esa manera de entrar de pronto, abriendo la puerta como loca y diciendo, Oh, estás aquí, no te encontraba por ningún lado.
Sabe que siempre estoy ahí.
Cuando nota mi furia muda, agrega, No, te buscaba para preguntarte qué querés almorzar mañana. Y ya no puedo mandarla a la mierda. Sin contar que ya sabemos lo que vamos a comer mañana, porque lo hablamos hace un rato. Otras veces entra y se sienta a mirarme, Qué tanto escribís, me dice, no estarás escribiendo de mí, no. Ya no tengo con quién conversar, sigue. Todas mis amigas se han muerto. Además soy viuda, dice, vos nunca vas a saber lo que es eso. No se lo deseo a nadie. Pero seguí, seguí con lo tuyo, no te quiero interrumpir. Suspira profundamente, se levanta con un quejido y se va. Pasan dos minutos y con la culpa macerándome las entrañas voy a la cocina a sentarme con ella, pero ya se enganchó con un programa de preguntas y respuestas y me hace callar apenas entro. Shhhhhhhhhhh, me dice, de manera irritante y sube el volumen. Me vuelvo ofuscada a seguir con lo mío y lanza el interrogante a los gritos, Quién escribió El tambor de hojalata.
Entonces vuelvo a pensar en el té de belladona y una muerte rápida, porque no soy capaz de pegarle un tiro, y mancharme las manos con la sangre de mi madre.
Amanece y no he cerrado los ojos. Tengo la ingrata tarea de la docencia y me queda una hora para poder levantarme y salir. Una hora más en colectivo, dos cuadras y el colegio. Saludos, formación y adolescentes a los que les importa un cuerno quién era Borges y qué decía. Me tapo hasta la cabeza y cierro los ojos aun sabiendo que lo peor que podría pasarme sería dormirme porque me levantaría de peor humor. Los lunes tienen esa manía de hacernos creer que el fin de semana es el Paraíso pero, al menos para mí, llegar al viernes es un purgatorio del infierno que será el fin de semana.
Sos depresiva, Margarita, me dice mi madre cuando me encuentra por el pasillo con cara de muerta. Ella está levantada desde hace rato y toma mate mientras lee un diario. Me recuerda que no limpié la casa como le había prometido el fin de semana. No pude, le digo. Y claro, m’hija, si se pasa paveando en la compu. Tiene razón, además usa ese trato de usted para tomar la distancia justa que la acredita como madre. Yo pensaba que, llegada cierta altura de la vida, las madres y las hijas, adultas ya, podían ser compañeras. No, no es así. Al menos entre nosotras.