Mal de muchas. Marcela Alluz
pelada. Dejame que te arregle el pelo. Me acerco, le entrecruzo un poco los cabellos. Listo, perfecta estás. Gracias, hija. Y se va, taconeando por la vereda hasta el auto. Se sube con una agilidad envidiable. Me saluda con la mano.
Y yo me quedo extrañándola, a esa mujercita retorcida y tierna que a veces suele ser mi madre.
Puedo tener todos los estados de ánimo que existen en un día. A veces en una tarde. Otras, en una hora. Me hice análisis de sangre porque obviamente es más fácil echarle la culpa al cuerpo que a la cabeza. Está todo en orden. No hay hormonas sueltas, ni glucosa baja, ni presión oscilante. Mi corazón tiene ritmo adecuado en el electro, aunque yo crea que se detiene, se acelera o late a destiempo.
Por momentos me echaría a morir en un rincón de la terminal y sin embargo, al rato estoy riéndome como descosida de una ocurrencia leída al pasar. Soy una boluda entusiasta y una maniática depresiva. No hay fármaco que haya dejado de probar, ni sustancia que no me haya puesto en la sangre para estabilizar una montaña rusa que me circula piel adentro, día tras día.
Anhelo rutinas. Sueño con estantes ordenados, papeles en carpetas y ropa doblada. El caos se ha apoderado de mis rincones afuera y adentro del cuerpo. Hay días en que me alimento como espartana y otros como romana. Puedo participar de orgías o ser una monja de clausura. Se me enloquecieron los controles y ya he tocado todos los botones para reiniciarme. No hay manera. Mi conexión con el mundo es esta. Baja señal o vuelo en colores. Me duele la inestabilidad. Tengo unos abruptos cambios en el humor.
Hay días en que la alegría no me cabe en el cuerpo. Estoy jocosa, hago chistes, todo me parece gracioso, le tengo paciencia a mi madre y hasta nos reímos juntas. Va a cambiar el tiempo, dice ella y a mí me hace gracia.
Pero hay otros. Días en que soy la nada misma. Un aletargamiento similar al de los animales que hibernan, me imagino. Nada me conmueve, no encuentro un lugar donde ovillarme a morir, la inercia salvadora me redime y el instinto de supervivencia evita que caiga en el abismo oscuro que se me abre ante los ojos. Días en los que apagaría la alarma para quedarme en la cama, la cabeza tapada, la mente muda.
Será la menopausia, me dice mi amiga cuando me ve entrar en la sala de maestros y desplomarme sobre alguna silla. Puede ser. Pero desde siempre me ha pasado en algunos períodos de mi vida, un cansancio arcaico se apodera de mis huesos. Me faltan causas para explicarme a mí misma qué hago viviendo. Se me enfría la sangre y me convierto en una planta en un balcón de una vieja solitaria; parada, aparentemente saludable, ilesa, pero con los pies enraizados en una tierra oscura que me aprisiona y no me permite moverme del lugar del desánimo. Una sensación instalada en el puente de los ojos me agobia. Muero de nada y nada puedo hacer, solo esperar que suba otra vez la marea y se transforme la linfa que me habita en savia bruta.
Tendrías que ir a un médico, me dice mi madre mientras abre las cortinas de mi pieza. No soy capaz de decirle, Vení, vieja, dame un abrazo, haceme una sopa de zapallo y leeme un cuento. Sé que lo haría, lo sé. Pero se supone que soy yo la que debería cuidar de ella ahora y haber crecido de mente también para sobreponerme a este malestar que a todas nos debe pasar, pero que yo lo tomo como un síntoma de otra cosa. Tal vez sea simplemente estar atiborrada de pautas sociales que no cumplo y que me pesan en ese sitio que algunos le llaman alma. Soy soltera, sin hijos, no brillo en mi profesión, no tengo el peso esperado, no soy sociable, vivo con mi madre. Tan grande y con mi madre.
Salí al sol, Margarita, no podés quedarte todo el sábado aquí tirada. Mirame a mí, puse el lavarropas, cociné, ahora me voy a mirar tele en el living. Querés venir conmigo, dale, te cebo unos mates. Y allá voy, de piyama y siete años a ver programas de preguntas y respuestas y recibir de sus manos el amor que ella sabe dar de maneras inusitadas y cuando más lo necesito. El sol lo dejamos para después, demasiada luz me hace más sombra.
Me planteo si hice bien en volver. Me digo que fui una cobarde, una cómoda. Tengo excusas de sobra. No me alcanzaba, estaba triste, no tenía ni siquiera una cama, lo hice sin pensar. Vivo sin pensar desde hace bastante tiempo. Por costumbre. Vine por unos días y me fui quedando. No me es fácil la convivencia. Apenas lo logro conmigo misma. Y con mi madre. Lo que pasa es que convivir con ella en algún momento de la vida fue natural. Claro que hablo de la niñez. Hay mañas y modos que ya conozco. Otros son nuevos y otros deben de haberle aparecido por mi llegada. Nos acomodamos las dos. A cada una de nosotras en un punto le tranquiliza la presencia de la otra. De noche sus ronquidos leves, casi ronroneos, me hacen sentir acompañada. A ella le debe pasar lo mismo conmigo. Sí, sé que no es lo ideal vivir a esta edad con la mamá, pero es mi realidad y me la banco lo mejor que puedo.
Ella sabe por qué yo le dejé todo a Nacho. Porque le metí los cuernos y me descubrió. Y entonces yo me vine a la casa de mi madre y no lo quise atender más. Porque él aun sabiendo de mi infidelidad, aun habiéndola hecho pública entre todos nuestros conocidos, aun así insistía para seguir juntos.
Al menos hubieras traído la cómoda que yo te regalé, me dice ella. Sí, ya sé. Pero en ese momento solo quería esconderme.
Cuando me fui a convivir con Nacho me di cuenta de que era un imbécil. No, antes no lo vi. Escucho a esas personas que dicen que uno conoce al otro en la primera cita, o que es posible saber quién es el que tenemos al lado en unos pocos encuentros y digo, Dichosos. Yo necesité dormir un buen tiempo al lado de un tipo para saber quién era. Me lo negué, no quise ver, no dije nada. Seguí corriendo como en los gimnasios, con una cuerda tirando de mi cintura para atrás.
Pero hay un momento, uno, en que te das cuenta de la pavada que te mandaste, el instante en que vos sola, hablando con vos misma y mirándolo pensás, Qué tarado. Y no se lo decís a él, no. Te lo decís a vos. Esa es la diferencia. Porque cómo hacés para convencerte a vos misma, una vez que hablando con vos te decís, Es un idiota. Y la otra de vos asiente mirándote con cara de A mí me lo venís a decir. A partir de ahí es una guerra perdida para el fin de los tiempos. Porque empiezan a tomar cuerpo las posturas y a achicarse las opciones. Primero, vos no sabías que era un pelotudo, seguía en pie la opción uno, vivir con él, después lo intuías, opción uno: me quedo y sigo cruzando los dedos de que lo juzgué mal; opción dos: le hago caso a mi intuición y me alzo al carajo. Seguidamente hay una gran certeza de que sea un pelotudo. Opción uno: le sigo dando chances de que me sorprenda con un ataque de lucidez. Opción dos: le hago caso a mis certezas, agarro mis bultos y me tomo el palo. En breve tiempo ya es seguro, innegable a todas luces que es un pelotudo. Opción uno: lo asumo y me hago yo también la pelotuda. Opción dos: huyo con lo puesto sin mirar atrás. Finalmente, te lo decís, Lo es.
Lo es. Lo es. Y de pronto las opciones empiezan a abrirse drásticamente porque empiezan a aparecer factores que no habías tenido en cuenta mientras lo observabas devenir en el infeliz del que querés alejarte. Me quedo y me la banco. Me quedo y lo transformo. Me quedo y espero. Adónde mierda me voy. A lo de una amiga, alquilo algo, a una pensión, a la plaza, a un hogar de día, a lo de mi hermana con su marido malhumorado y sus tres hijos, a lo de mamá. Me sigo quedando a pesar de que todos los días las pruebas indelebles de su imbecilidad se empiezan a amontonar en los imanes de la heladera. Tolero. Me empiezo a callar, dejo pasar, le busco lo bueno, empiezo a tomar vino, me duermo con Alplax, cojo con los ojos cerrados, me quemo las manos con el termo. Me transformo yo en una desgraciada, engordo como perra, se me cae el pelo, me fastidia hasta el sonido de su voz. Lo planteo, se lo digo, me dice, Andate. Y sí, la casa es de él. Pero, pero, pero, aquí ocurre lo inesperado. Porque de sobra es sabido que la ficción es la hija bastarda de la impredecible e insuperable realidad. Mientras duraba el trance de definir adónde corno me marchaba, me enamoro insólitamente de un compañero de trabajo. Y ahí, al cambiar mi humor, mi cuerpo, mi voz, mi sangre, el color de mi cabello, se me vuelve soportable la presencia de Nacho y damos marcha atrás en mi mudanza.