Mal de muchas. Marcela Alluz
con quién criarlos, y que más de una vez soñé uno de él.
Nada, le digo. Y de esa nada seguimos a un café en otro lado, de ahí a dormirme en sus brazos y de ahí a bajar con el vestido a lunares arrugado, aterrada, de catorce años, a tocarle el timbre a mi madre para que me abra la puerta.
Estaba a punto de llamar a la policía, dice. Pasá y dejá de sonreír como tonta. Me ceba un mate porque ella ya está levantada. No pegué un ojo, me reclama. Yo no puedo cerrar la boca para chupar la bombilla. Qué cara de estúpida, dice como para ella mientras acerca las tostadas a la mesa. Y bueno, contame.
Al final no me mató, respondo. Ay, qué horror, no puedo dejar de sonreír. Silencio.
Y, no me vas a contar.
No, le digo.
Eso porque seguramente has hecho cosas impuras.
Se va a mirar las plantas del patio y yo me quedo sola, sabiendo que Andrés estará una semana más en la ciudad, que se acordaba de detalles increíbles y que tiene ganas de seguir encontrándose conmigo. Qué cosa, nunca tan real como eso de volver, a los catorce sería ahora, después de vivir un siglo.
La vida es tan distinta cuando te encandilás con alguien. Igual, a esta altura una no se encandila tan rápido. Pero. Esa sensación, esa alegría. Esa energía en el cuerpo, esa euforia despampanante que se nos instala en la mitad del cuerpo, ese instante brevísimo en que una se olvida y quiere de nuevo. Sabiendo aun que los amores tienen esa vida que empieza alumbrando y va opacándose a medida que el almanaque echa a volar los meses. Necesaria amnesia del conocimiento, de lo sabido, ilusa fantasía de que esta vez será diferente, que nunca llegarán las doce, que el hechizo durará una vida. Imprescindible gambeta del inconsciente para negar que la carroza será otra vez calabaza y que no solo jamás volveremos a volar en ella, sino que se convertirá en la sopa que comeremos a cucharadas, hastiados uno del otro, mirándonos con ojos que no sabrán de magia.
Me cruzo al almacén que queda en la esquina de enfrente. En la vereda siempre hay sentado un grupo de tipos tomando algo, desde mate hasta vino. El Gallego, dueño del boliche, dos o tres vecinos y Lito, el hijo de Ester. Creo que hace cuarenta años que están sentados ahí. Me empezaron diciendo, Hola, nena y ahora se trancan entre decirme, Buen día, señorita, señora o Margarita. Desde que volví a vivir con mi madre, Lito se hace el galán. Lo único que me faltaba para completar el cuadro de desolación era tener de pretendiente a Lito. Es hijo único, debe tener cinco años más que yo, lo conozco desde que íbamos a la primaria. Está igual. Más alto. Pero la misma expresión, el mismo gesto de timidez, el pelo marrón clarito y los ojos como mirando lejos. Todos lo aprecian, pero ninguno lo conoce. No habla más que del tiempo y de fútbol. Fútbol de radio, porque no creo que en su vida haya pisado una cancha. A mí jamás me dirigió la palabra. De niños íbamos al mismo colegio. Yo pasaba por la casa de él porque me quedaba en el camino y sabía que Lito estaba detrás de la puerta, apenas yo cruzaba su vereda, salía y caminaba a diez pasos míos, atrás. Así toda la primaria y la secundaria. Era sumamente incómodo, pero prefería eso a tener que ser amable y soportarlo las cinco cuadras que nos separaban de la escuela. Nunca me dio pena, como me dieron muchos chicos solos, no, Lito me daba miedo. Varias veces la acompañé a mamá a la casa de Ester, porque era modista y en esa época los vestidos nos los hacía ella. Era una de las peores cosas que me podían pasar. La casa estaba llena de jaulas colgadas por todos lados, tristísimos pájaros gritando y piando encerrados. Cuando no podíamos escuchar lo que decíamos, Ester le decía, Lito, hacé callar esos bichos. Y Lito desenrollaba unas sábanas oscuras y les iba tapando las pajareras mientras se hacía un silencio de plumas y ojos abiertos en la penumbra.
Ese Lito, ese, es el hombre que mi madre me señala como posible novio. Si no fuera tan patético, me daría risa.
Saco una Coca de la cartera. Una botella pequeña que compré para ahogar el calor. No hay caso, dice ella, sos una negra. Alzo los hombros y echo la cabeza atrás para tomar del pico. Apenas te alcanza para vivir y vas y comprás Coca, sos igual que los Blas y me señala a los de la esquina. No revocan la pared, no arreglan las persianas, pero ellos compran Coca. Por eso están como están, sigue. Todos los villeros toman Coca, por eso no llegan a fin de mes. Y vino, le respondo. No voy a discutir hoy con mi madre. Y vino, asiente, y el lunes no laburan porque están borrachos. Me voy a mi cuarto. No quiero escucharla a esta mujer que fue maestra en barrios marginales, que les cosió los delantales y les sonó los mocos a sus alumnos, niñitos pobres que a veces faltaban a la escuela porque tenían que cirujear. Las veces que se lo he hecho notar, en el acto, me responde, No es lo mismo, antes eran pobres pero trabajadores, ahora con los planes han echado a perder generaciones enteras. Ay, ay, mi madre. A veces tan buena, a veces tan gorila, que le cortaría las manos para hacer ceniceros.
Hay noches que me despierta un sueño recurrente. Nacho cierra la puerta de aquella casa en la que vivíamos y se va. Le veo la espalda. La camisa a cuadros adentro del pantalón, las llaves en el cinto. Le grito que me abra, pero él no me escucha. Grito más fuerte, me levanto, corro y me prendo con las dos manos del picaporte, pero él no oye.
Así, con la voz ahogada me despierto. Qué alivio es cuando descubro que estoy en mi habitación. A veces me despierta mi madre, Qué soñarás, dice ella con sorna. Me doy vuelta en la oscuridad y empiezo a pensar en el terror atroz que me da quedarme encerrada. En las puertas que se cierran, en los pasadores que se corren. Vuelvo sobre los recuerdos, indago en la génesis de ese miedo infantil a las puertas con llave. Me voy hasta el tiempo en el que he vivido con ese hombre, con Nacho, a cuánto había naturalizado escenas terribles de violencia que me parecían normales. Porque hubo un tiempo en el que fui una mujer atormentada por encajar en los moldes y uno de esos moldes eran los ojos de Nacho. Yo quería ser buena, que me quisiera, darle muestras de mi amor de las maneras en que me habían enseñado a querer. Y a veces, a las mujeres se nos pidió olvidarnos de nosotras para pensar en el otro, en la pareja, en el marido. Abrí yo la puerta para irme de aquella casa. Con miedo, con miles de dudas, con el pánico ancestral del castigo divino.
No solo lo dejaba a Nacho cuando me iba. Dejaba un lugar que había decorado con mis manos, con mi intuición, con los colores que amaba. La inclinación de los rayos del sol sobre la cama, el cuadro que compramos juntos en el Paseo de las Artes, la olla de barro en la que cocinamos juntos y desnudos una noche de tormenta. Las sábanas bordadas con nuestras iniciales y los almohadones donde dormí creyendo que la única vida era esa. Me pesaba amargamente pensar en irme. Postergué miles de veces la ida. Me consolé con la idea de que el hombre perfecto no existe y de que bien podría vivir sin el amor atorándome las manos. Pero hubo noches en que me ardían las manos. En que lo escuchaba respirar, roncar, castañear los dientes y clavaba los ojos en el techo añorando estar en otro lado. Caminaba por la casa sintiéndome enjaulada. Un pájaro con alas cortas, pero pájaro al fin, golpeándose con los barrotes de una jaula bonita, con pasador desde afuera y las manos de Nacho cerrándola cada mañana.
Me decía Nacho, me decía que la vida conmigo era un infierno.
Y yo, que lo escuchaba agobiada por el peso de mil pecados ardiéndole en las venas, le preguntaba, sabiéndolo, por qué.
Porque con vos es puro vértigo.
Me callaba, bajaba los ojos como pidiendo disculpas. Enmudecida pensaba con esa voz inocultable que tienen los mudos. Pensaba, Qué hijo de puta.
Sabés lo que hubiese dado yo por vivir con alguien que me provocara vértigo.