Mal de muchas. Marcela Alluz

Mal de muchas - Marcela Alluz


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un poco estos cabellos que en ese tiempo eran más rubios. Nacho estaba en la cama mirando tele. Pasaba a propósito frente a él. Él movía la cabeza esquivándome, para no perder un minuto de su programa. Ay, la bronca ardiéndome en las manos. Contaba hasta cien. Despacio. Me metía en la cama. Esperaba. Esperaba el momento justo para rozarlo. Esperaba. Él apagaba la tele. Acomodaba las almohadas. Se acostaba dándome la espalda y yo me pegaba a él. Se sorprendía, pero se dejaba. Mis rodillas detrás de sus rodillas, mis pechos en su espalda. Bajaba las manos. Abajo de su piyama las metía. A mis manos ardidas, tajeadas, dolidas. Lo tocaba y lo iba sintiendo cómo se iba dejando. Giraba y quedábamos enfrentados. Son mis dos manos las que lo sostenían. Me bajaba la ropa apurado. Y apurado se subía a mi cuerpo. Yo no era más yo y subía las piernas hasta sus hombros y lo miraba, y no me importaba que la luz del velador estuviese prendida y le tomaba la cara con las manos y él cerraba los ojos. Cómo hubiese querido quererlo. Subirme a ese deseo como me encaramaba sobre su cuerpo y tensar la cuerda de mi alma para que vibrara en su tono. Pero luego del amor me desplomaba, el vacío aún más grande dentro de mí y una sed inabarcable que no se saciaba con el cuerpo de Nacho ni con sus ojos, ni con nada.

      Le conté a mi hermana, alguna tarde agobiada, lo que me andaba pasando.

      Valorá, me dijo ella por teléfono. Valorá lo que tenés, mierda, me repitió con un grito casi. Y yo sabía que no se trataba de eso, pero me venía bien que ella me lo dijera. Buscaba excusas, la voz de otra que me retuviera en ese lugar del que no podía apartarme. Por eso seguí quedándome. Por eso estrangulé mi locura de noches ensangrentadas, mi luna eclipsada de murciélagos negros, mi pozo sin fondo por donde me caía algunas tardes.

      La voz de mi hermana me iba atando de nuevo, me iba dando razones para volver a doblar las blusas en los cajones. Para echar al resumidero mis veleidades de fugitiva.

      Anduve varios años con ese peso plomizo a cuestas. No podía irme. Me ataban los prejuicios, la voz de mi madre, los objetos amados que convivían en esos cuartos. Las baldosas del balcón, las plantas, el aroma del café en las siestas, los recuerdos de momentos bellos pegados en las paredes. No iba a poder irme por cuenta propia, por eso, solo por eso, conseguí que fuese Nacho quien me pidiera que me fuese.

      Yo andaba con los ojos preocupados y los pies tropezadores, con la tristeza apoderándose de todos mis pedazos y me crucé con un tipo. Un tipo, así, sin nombre. Uno que en otro momento de mi vida ni hubiese mirado. Uno morocho, de ojos atrevidos y la voz grave que salía de su boca que sonreía de lado.

      Trabajaba en la empresa de informática de la escuela en la que yo daba clases. Me miró. Lo vi. Me reí fuerte. Le festejé dos chistes, coincidimos en la cantina y tomamos un café negro y dulcísimo. Cambiamos teléfonos y me quedé a la espera de que él tomara la iniciativa. Así de esperadora me habían criado. Date tu lugar, la voz de mi madre. No llames, no atosigues, no abrumes porque huyen.

      Por supuesto, tantas ataduras me criaron suelta. Y lo llamé. Lo invité a tomar algo. Nos reímos, me gustó, le gusté. Jugamos a bordear los abismos por unos días. Le dije que estaba casada. No le importó. Eso me dio la pauta de que no iba en serio, que solo quería un poco de risa. A mí sí me molestó que no le importara. Pura histeria, sí, porque yo tampoco planeaba huir con él. Pero hubiese fingido, pensé. Una pequeña escena. Algo como, Uh, qué pena. Nada más. Lo dejé pasar. Ya estaba calle abajo, en pendiente y de tacos altos.

      Me citó en su casa. Fui de noche, inventando un cumpleaños de alguna compañera. Llevé un vino y el alma, temblando. Me recibió con un beso y el abrazo más cálido que me abarcó en mucho tiempo. Tomamos unas copas y sin preámbulo casi, solo el prólogo de los días anteriores, me tomó la mano y entramos a su cuarto. Había música y era una cursilería de bachatas sonando en un equipo negro y enorme. Los vidrios estaban empañados. Miré a lo lejos y vi las luces de los autos allá abajo, pequeñas estrellas titilando en una noche helada. No había amor ahí, no. Pero había. El amor naranja de los desesperados. El deseo que es también una forma de amor cuando es mutuo, cuando enciende una hoguera que entibia el alma de los náufragos. Nos reímos, nos contamos algunos recuerdos de la infancia. Me besó apasionadamente y yo dejé, a un costado de la cama, junto a los jeans y el saco rojo de pana, algunas de las inhibiciones que se me cruzan cuando desnudo mi cuerpo.

      Esa fue la primera de varias noches que pasamos juntos. Apesadumbrada yo, culpable, infiel. Y sin embargo. Sin remordimientos, puro presente ardiendo venas adentro, sintiendo que la única traición era a mí misma. Que en nada podría afectar a Nacho que yo estuviese con otro. Que la peor infidelidad era la diaria, de vivir solo de cuerpo presente y el alma en otro lugar, en cualquier parte y no en esa casa pequeña que alguna vez fue testigo de un amor que ya se había muerto.

      Las noches me caminaban por el dorso de la espalda.

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