Mal de muchas. Marcela Alluz
han ido tomando el nombre totémico necesario para trenzar los hilos que me han ido atando, para desplumar, a mano y sin helarme ante la sangre, las alas que como muñones malditos me crecen insistentemente en los hombros.
Me he ido guardando cuanto pretexto había, entre los pliegues de las manos, me he ido apropiando de tristezas ajenas y de causas impropias, he andado llorando lágrimas prestadas.
Ahora es demasiado tarde, me decía. Y siempre posponía el vuelo. Me despedía de la bandada de golondrinas que volaba en forma de v corta. Me tomaba fuerte de la falda, me abrochaba las sandalias, le contaba las hojas a los lirios. Me fui suicidando en tapices a medio hacer, y buscaba un trozo de vidrio, pequeño, untado en sal fina, para ver si así, con el dolor lacerándome, me atrevía a alcanzarlas.
Pero al borde del abismo, lamía con avidez la sangre de los muñones, me ajustaba el nudo en los tobillos, escribía disculpas encriptadas de palabras y las ataba a los pies de la última de las golondrinas en forma de un mensaje. Ella, apostada en el alféizar de la ventana, me esperaba, me esperaba.
Pero sabe, que amordazado el deseo, no voy a seguirla. La próxima, le digo. Y sigo, juntando los pedazos en que me reparto para que nadie se rompa.
La tarde de aquellos inviernos me había prometido sobrevivir. Ni ser feliz, ni tener el pelo más largo, ni acomodar la hilera de ropa que iba desde el pasillo hasta el cuarto. Sobrevivir. Encontrar ese acento que solían tener las palabras y que un día se les fue. Encontrarme con esa que yo fui, cuando al menos había tres o cuatro sogas por donde me colgaba y me esfumaba de la vida híbrida que se me cruzaba en las tardes. Yo me encaramaba sobre alguna de ellas, y el vértigo me sostenía. Después, el vértigo también se me fue y empecé a caminar como autómata, sin necesidad de hacer equilibrio. No me caía. No tenía miedo de caerme. Podía haber un abismo abajo, me daba lo mismo. Me empezaron a dar lo mismo todos los asuntos. El cuerpo se me había vaciado de sensaciones y creí que me las había gastado todas de tanto andar como supe hacerlo, oteando en las cornisas.
Alguna de esas tardes lo decidí, iba a sobrevivir en esa tragedia de algodón de azúcar que me pegoteaba la boca y me dejaba granos blancos en la lengua, como si masticara vidrios, pero que ni siquiera me dolían.
Los sábados cada dos semanas se tiñe sola. Dejó de ir a la peluquería desde marzo, pero jamás va a reconocer que lo hace porque se está dando cuenta de que todos los precios están inflados por culpa del ingeniero que gobierna. Ella escucha los canales oficialistas y dice que resigna sus lujos para enmendar todo lo que se robó el gobierno. Tu gobierno, me dice, temible, acusadora, enfundada en sus guantes de plástico, taza y pincel en mano y un espejo pequeño enfrentado al otro más grande.
Sos muy ignorante, mamá, le digo mientras le saco el pincel de la mano y empiezo a separarle sus tres pelos con el peine fino. Así no, replica dando por hecho que yo la voy a teñir. Con la cola del peine. Le hago una raya al medio y le rozo la bolsa de nylon abierta que se puso de capa. Ella me mira en el espejo. Te doy los guantes, me dice. No, mamá, no hace falta. Teñime bien las patillas y atrás en la nuca que no me puedo ver. Qué desgracia, sigue, ni una vieja como yo puede darse un pequeño lujo por culpa de esa banda de ladrones. Cómo me voy a regocijar cuando los metan presos. Y yo por pura maldad, porque sé que ningún argumento le va a sacar el latiguillo de los medios, le digo una frase que le duele más que cualquiera, Nuestra presidenta sí que era hermosa, me encantaría tocarle esa melena de leona. Dejame, Margarita, dejame, yo me tiño bien sola, salí de acá. Qué bronca me hacés dar cuando te veo tan imbécil, y se viene con la lengua afilada, Mejor andá vos a hacer algo con tu pelo a ver si enganchás a algún infeliz que te mantenga y me dejás vivir en paz.
Touchée, digna madre.
Nos encontramos con mi hermana en el centro. Un vino blanco pide ella, y yo suspendo el café y digo, Ma’ sí, vamos con el vino. Empezamos hablando de tonteras. Después ella empieza a enumerar la lista de sus quehaceres. No doy más, me dice. Es duro ser madre y trabajar ocho horas por día, lidiar con las tareas de los chicos, con la casa, hasta con las malditas mascotas, hacer dieta, caer de vez en cuando en un gimnasio y saber que al menos una noche a la semana tenés que coger con tu marido. Me río. No debería ser un trámite, le digo. Toma su copa de vino y me mira, Lo es. No te digo que la paso mal, no, tengo orgasmos y todo, pero. No sé, no me emociona, no es algo que yo propongo, últimamente prefiero un buen libro y un té. Mirá que Emilio es considerado, sabe qué me gusta, es generoso. Sin embargo le falta la sensibilidad para entender que no tengo ganas, que lo hago por compromiso. Decíselo, le planteo. Estás loca, responde, ya me tengo que aguantar la cara de borrego que pone cuando se me acerca para empezar, ese gesto que tiene, esa forma previsible de arrimarse, de tocarme, de intentar besarme cuando yo lo único que pienso es cuánto tiempo me voy a perder de dormir, cuántas horas quedan antes de que suene el despertador. No, Margarita, no, prefiero coger y ya. Bueno, hermana, vos sabrás. No, no sé. Ojalá supiera.
El vino nos empieza a poner más alegres y fantaseamos con hacer un viaje, con alquilar un departamento juntas. Qué hago con los chicos, me pregunta, no, responde ahí nomás, olvidate, además no estoy tan mal para irme.
Claro, Viviana, estamos hablando por hablar, vos tenés tus hijos. Ay, Margarita. Hay que tener hijos para saber que no nos bastan.
Yo sabía, con la seguridad de los catorce años, que no lo vería más. Que esa noche era la última de las vacaciones y que vivíamos en lugares separados por cientos de kilómetros. Y en ese tiempo la tecnología era una computadora del tamaño de un lavarropas y las llamadas se hacían con monedas o cospeles desde enormes teléfonos en la calle. Sabía que esa era la última noche. Que después me quedaría sola con la angustia enorme y el vacío de la ausencia. Aun así, con la convicción de los navegantes que levan anclas, me subí a su camioneta Ford color negra y tuve sexo por primera vez. Me bajé en el hotel donde dormía mi madre, me sacudí la arena de los pies que después habían andado por la playa haciendo promesas que no se iban a cumplir nunca. Me aguanté el dolor de saber que no iría a verlo más. Hoy me manda una solicitud de amistad y un mensaje con un adjunto de la foto que nos sacamos ese amanecer. Me tiemblan las manos y vuelvo a tener catorce años. Y con la misma, taimada seguridad, hago clic en aceptar.
Ya lo he dicho otras veces, yo muero por la boca. Fijada en la oralidad, mi lengua anda más rápido que mis pensamientos y se va sola, abriendo caminos y anticipándose a lo que ni yo misma sabía que tenía adentro del alma. No es que hable sin pensar, no, pero hay un canal que va directo sorteándome la razón, y expresa eso, que se me ovilla en un lugar del cuerpo. Tengo la lengua descosida a mordiscones, literalmente. Es mi órgano más maltrecho, más autónomo, más maldito. Hablando me he oído decir verdades que no sabía y mentiras que jamás hubiera inventado. Toda la vida me cabe en la boca y sigo como un lactante conociendo el mundo a través de ella. La lengua hoy es la punta de mi dedo índice, que con el paladar de las yemas recorre las teclas para saber qué fue de él.
Andrés fue un verano en Mar del Plata. Unas vacaciones pequeñas y burguesas que nos tomamos con mi madre, allá lejos, hace tiempo, cuando usábamos jeans nevados y remeras con hombreras, el flequillo hecho un jopo de limón y jabón de tocador, y la piel se bronceaba con gaseosa y jugo de zanahoria. Mi padre no fue con nosotras. Se quedó en sus vacaciones en la casa, libre también él de sus mujeres. De la mirada de mi madre, de sus prohibiciones. No fumes adentro, no comas antes del almuerzo, no tomes agua del pico, limpiá lo que ensuciás, guardá lo que sacás. Días que para él también deben haber sido un paraíso.
El viaje era emoción