El vínculo que nos une. Hugo Egido Pérez
Estando en un avión en medio del Atlántico, un sentimiento cruzó su mente con certera capacidad de transformarse en una verdad que había permanecido oculta y reprimida durante largo tiempo entre sus sentimientos, tanto que le hizo estremecerse en su cómodo asiento de business.
Y en ese preciso instante, a nueve mil pies sobre el océano Atlántico, Paula Blanco entendió por qué estaba haciendo ese descomunal esfuerzo. Aquel hombre al que llamaba Luis y que era su padre le importaba más de lo que nunca había estado dispuesta a reconocer.
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4. «He cruzado océanos de tiempo para encontrarte»
Ya había pasado un año desde el diagnóstico de la enfermedad. Al margen del torvo carácter de Luis, que cada vez se tornaba más incontrolable, la enfermedad todavía no se había materializado desde un punto de vista externo. De hecho, las personas que conocían a Luis de forma más superficial no podían determinar que realmente tuviese ningún tipo de problema de salud.
En todo caso Paula intentaba controlar la exposición de su padre a terceros. Pese a estar ya retirado del mundo del cine, las invitaciones a coloquios, presentaciones, retrospectivas, colaboraciones, menciones públicas y privadas… no paraban de llegar a su casa o a través de la productora que controlaba parte de los derechos de su obra cinematográfica. Paula sabía que su padre, que siempre había odiado esa parte de su trabajo, no pondría ningún problema para que ella educadamente las declinase todas. Esto era lo único en lo que Luis colaboraba y no le importaba que ella tomase las decisiones por su cuenta. En el fondo le hacía el trabajo sucio. En todo lo demás tenía que consultarle.
–Luis, me ha dicho Julián Sepúlveda que esta semana que he estado fuera no has trabajado nada, que no has ayudado en absoluto –le espetó Paula con tono directo y sin disimular su contrariedad al entrar en el salón.
–Cada vez que viene esa bestia a casa luego me paso toda la tarde con dolores. No quiero que venga más, no sabe lo que hace. Creo que ese cabrón es un maldito psicópata; veo la cara que pone cuando me está haciendo daño.
–Julián Sepúlveda es uno de los mejores fisioterapeutas que hay en Madrid en tratamientos geriátricos. Ya sabes que el doctor Montes te recomendó que hicieras ejercicio y tener los músculos elásticos y tonificados, y ya me dirás cómo lo hacemos si no quieres moverte de ese maldito sillón.
–Me hace daño cada vez que viene. No quiero que venga más; disfruta mortificándome, lo leo en su mirada. Prefiero que sea una mujer, una masajista, y que me den masajes relajantes, no estas palizas para sadomasoquistas adictos.
–Sí, Luis, masajista. Y ¿qué más quieres? ¿te busco una de veinte años y experta en masaje tailandés?
–¡Pues no estaría mal, y con final feliz! Al menos, todavía tengo sensaciones por ahí abajo.
–Luis, por favor, hay cierta información sobre tu fisiología que no quiero conocer como hija.
–Tienes cara de cansada. De hecho, las ojeras que tienes debajo de los ojos están empezando a adquirir un preocupante tono violáceo.
–Gracias, Luis, eres único subiéndole la autoestima a una mujer.
–Me preocupo por ti. Y, por cierto, ¿de dónde has venido esta vez?
–De Nueva York. Pero no te preocupes, he podido dormir en el avión. De hecho creo que ya soy una verdadera experta en distintas formas de conciliar el sueño en altura –y sonrió a su padre intentando buscar un poco de complicidad que rebajase su aparente preocupación.
–¿Has venido directamente del aeropuerto o has pasado por tu apartamento?
–He venido directamente. Tenía ganas de verte y de que cenáramos juntos. ¿Quieres que vayamos a nuestro japonés favorito?
Pese a sentir que estaba sucia, con la misma ropa desde hacía más de doce horas, no quería darle la sensación a su padre de lo extenuada que se sentía realmente.
–No sé, pareces cansada. Ya me has visto, por el momento sigo respirando. ¿No prefieres irte a casa y descansar?
–No, venga, ponte guapo y nos vamos a cenar. Te espero aquí. ¡Pero no tardes mucho o me quedaré dormida en el sofá!
Luis sabía que su hija estaba agotada pero por una extraña razón que no llegaba a comprender quería ir a cenar con él. Para él resultaba del todo obvio que el cansancio había invadido y consumido su organismo en los últimos meses. Cada vez estaba más demacrada. Además, Paula jamás había sabido mentirle. Pese a ello decidió salir esa noche a cenar con su hija. Comenzaba a sentir como la enfermedad iba cada día mermando un poco más sus capacidades. Por el momento eran cosas sutiles del día a día que, eso le parecía, el resto de personas no eran capaces de percibir. Pequeños síntomas que la agobiaban al irse acortando en el tiempo su aparición. Todo eso rondaba su mente mientras el agua tibia de la ducha se deslizaba por su plateada cabeza. La ducha le sentó bien y se vio con ánimo de ponerse una americana negra y una camisa blanca de hilo. Al entrar ya perfumado en el salón, vio a su hija dando cabezadas en el sofá.
–Paula, ¿lo dejamos para otro día? Te veo realmente cansada.
–¡No! –Al desperezarse un poco, le gustó reencontrarse con su padre. Al menos con el padre que recordaba. Luis estaba radiante con la chaqueta y la camisa, y con el pelo largo engominado hacia atrás. «Parece un modelo de ropa para hombres maduros», pensó esbozando una ligera sonrisa.
Hacía tiempo que ninguno de los dos iba al restaurante. Luis Blanco había sido siempre uno de sus mejores clientes. Tras largas temporadas trabajando en Japón para el canal público NHK, era buen conocedor de la comida japonesa y supo apreciar la calidad de la materia prima de aquella novedosa oferta gastronómica en un Madrid que se desperezaba apenas del tardofranquismo. Así que desde el momento en el que el restaurante abrió él pasó a ser uno de sus clientes más fieles. Paula lo acompañaba en ocasiones y de esa forma y a lo largo de los siguientes años ella misma se hizo asidua. Esa fidelidad mantenida por tantos años es la que les permitía ir juntos, o por separado, y poder tener la mejor mesa posible que tuviesen sin reservar.
–¿Y cómo van las cosas por New York?
–Bien, con los últimos detalles de una operación que estamos a punto de cerrar. Como siempre pasa, al final hay alguien a quien le entra el vértigo antes de la firma y requiere de mi presencia.
–¡Qué curioso me parece tu mundo! Por un lado es sofisticado y técnico, con millones de datos que entran en juego a la hora de decidir comprar o vender, pero a la vez supeditado a factores que son imposibles de medir.
–¡No lo hubiese definido mejor! De hecho manejamos un concepto desde hace muchos años que resume eso que terminas de afirmar: «Ceteris Paribus».
–¿Es latín? –preguntó Luis metiéndose un delicioso trozo de atún rojo crudo en la boca.
–Sí, es un término latino. Es una idea aparentemente sencilla pero que nos permite analizar fenómenos complejos y facilitar su estudio y análisis. Lo que hacemos básicamente es dejar constantes todas las variables de una situación que queremos modelizar, estudiar, menos aquellas cuya influencia realmente queremos medir. Esto nos permite ahorrar un montón de energía y recursos, ya que simplifica una barbaridad el análisis.
–¿Las cosas que no son objeto de estudio las dejáis fijas, como si no se alterasen?
–¡Exacto! No es factible medir todos y cada uno de los factores que entran en juego en una operación financiera compleja. Serían millones de variables las que habría que medir o valorar. Como podrás entender, no podemos tener todas ellas en cuenta. Habría que movilizar tal cantidad de recursos humanos e informáticos que resultaría inviable poder analizarlas.
–Y entonces, ¿qué tenéis en cuenta, solo lo fundamental?
–Más o menos. Nunca el coste de la información puede ser mayor que el beneficio que la misma te aporta, ¿no crees?
–Sí,