Billete de ida. Jonathan Vaughters

Billete de ida - Jonathan Vaughters


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ante las cotas a las que llegaba mi obsesión. Mientras tanto, la economía en Colorado se había ido al garete y papá y mamá estaban pasando algunos apuros económicos, añadiendo preocupaciones extra.

      Les preocupaba más poder pagar la hipoteca y poner un plato en la mesa que viajar de una carrera de bicicletas a otra. Mis planes de participar en esas carreras tan remotas parecían demasiado disparatados como para, tan siquiera, tomárselos en serio; además de estar demasiado lejos como para acudir. Con todo, seguían apoyándome en mis sueños y me ayudaron a concebir planes para viajar a esos lugares de manera económica.

      Aquello era esencial para mí. Ansiaba llegar al siguiente nivel en el ciclismo, pero tampoco deseaba que el coste económico de mi obsesión se convirtiera en una carga para mis padres.

      Pero a la vez necesitaba, por lo menos, presentarme a algunas carreras regionales para, con un poco de suerte, conseguir llamar la atención. Necesitaba que se fijasen en mí los equipos locales, los entrenadores nacionales y, a lo mejor, uno o dos patrocinadores. Si lo hacía bien podría ganar un poco de dinero con los premios, más del que sacaría con trabajos veraniegos, e incluso que me alcanzara para pagar la gasolina y poder así presentarme en la siguiente carrera.

      Por supuesto que aún tendría que convencer a mis padres de que me llevaran. Sabía que papá tenía el tiempo suficiente para hacerlo, ya que su trabajo estaba sufriendo los embates de la deteriorada economía. Así que pensé en lanzarle la idea de que me llevara a unas pocas. Es así como entra en acción, por el lateral del escenario, el Volvo Station Wagon naranja brillante de 1974 de mi padre.

      El Volvo tenía más de 330 000 kilómetros a sus espaldas y olía al acre aroma del tabaco en pipa y a café derramado. Era el coche que me había llevado al colegio desde que era un niño.

      La velocidad máxima que lograba alcanzar no llegaba, ni tan siquiera, al límite de velocidad máxima permitida, y quemaba tantísimo aceite que había que rellenarlo cada vez que había que echar gasolina. Los asientos estaban tan raídos que tenían fundas de piel de oveja y estaban cubiertos de cenizas de la pipa de papá.

      La presencia y el olor de mi padre fumando en pipa en aquel Volvo, con la ventanilla bajada en una helada mañana de enero en Colorado, es uno de mis mejores recuerdos. Ahora, este buen y viejo amigo con ruedas me llevaría a los campos de batalla del ciclismo de Colorado.

      Pero a este Volvo naranja le esperaban aún más tareas. Se convertiría en algo más que mi transporte a las carreras: metamorfosearía en un vehículo de apoyo ciclista multifuncional. Su destino era el de marcarme el ritmo en mis entrenamientos tras coche.

      El tras moto y tras coche son el arte de pedalear pegado a un coche o una motocicleta aprovechando la estela del vehículo para alcanzar velocidades mucho más altas de las que normalmente serían posibles. Por lo que tenía entendido, hacer tras vehículo era la puerta directa para convertirse en un gran ciclista.

      Había leído sobre aquello en el libro de entrenamiento de Eddie Borysewicz. Pero, más importante aun, lo había visto en las películas. Como cualquier flipado del ciclismo durante los 80 había visto Breaking Away y American Flyers. Esas dos películas, en las que salían chicos americanos que se adentraban en el mundo de las carreras ciclistas, personificaban todos mis sueños y experiencias.

      Me veía identificado en los chicos de Breaking Away, un «picapedrero» de familia humilde que vivía en el lado malo de las vías pero que asistía al siempre pudiente instituto de Cherry Creek. Me sentía Dave Stoller, el héroe de Breaking Away, un marginado que encontraba su propósito en la vida gracias a montar en bicicleta y soñar con la gran aventura europea. Y una parte de convertirme en Dave requería que aprendiera a hacer tras coche.

      En mis primeros intentos trataba de pegarme al parachoques de conductores que iban despacio, totalmente ajenos a lo que ocurría tras ellos; a menudo personas mayores. Pero comprobé que esto era un poco arriesgado. A menudo, en cuanto veían por el retrovisor la cara roja como un tomate de un chico sobre una bicicleta, entraban en pánico, tras lo que solían pisar con todas las fuerzas los frenos y yo acababa volando por los aires y aterrizando en el maletero.

      Después de unos cuantos incidentes como ese pensé que la solución pasaría porque el conductor supiera en todo momento qué era lo que estaba ocurriendo, y evitar así que entrase en pánico. Desde luego, parecía la mejor opción para todo el mundo. Así que le pregunté a mi padre si estaría dispuesto a probar aquello del tras coche.

      Su respuesta fue típica de él, ni sí ni no, sino que comenzó a hacerme más preguntas, como qué era lo que exactamente pretendía lograr al hacer algo tan extraño como pedalear sobre mi bici justo detrás del maletero de un coche ranchera. Aunque cedería casi en seguida.

      Supongo que lo vio como una de esas actividades que crean un vínculo entre un padre y su hijo. La mayoría de los chicos se lanzaban balones con sus padres, recibían su ayuda en las tareas o salían a pescar. Papá y yo nunca hicimos cosas de ese tipo, teníamos un temperamento muy diferente y básicamente sentíamos que nos separaba un abismo. Pero nuestras sesiones de tras coche acabaron con nuestras diferencias y se convirtieron en nuestro vínculo de unión.

      Y, contra todo pronóstico, resultó ser un marcador de ritmo perfecto. Seguramente, mi padre es el conductor más lento al que jamás haya visto conducir, y no le gustan nada los cambios de dirección bruscos, en ningún aspecto de la vida. Es la viva definición de prudente.

      Apenas necesita usar los frenos, porque nunca va lo suficientemente rápido como para necesitarlos... en ningún aspecto de la vida. Pese a que esa calma era justo lo contrario a mi tensa impulsividad, además de poder ser el motivo por el que jamás estuvimos nada cercanos, demostró ser perfecta para el tras coche.

      Y también aquel Volvo naranja demostró ser el vehículo soñado para ello. Era una mastodóntica y pesada bestia que hacía mucho tiempo que había dejado atrás sus mejores días. Apenas tenía capacidad de aceleración por lo quemado que tenía el motor. Tampoco es que los frenos hicieran una gran labor, pero ambas cosas juntas resultaban perfectas.

      Quedaba con papá en el Chatfield Reservoir cada miércoles a la salida del instituto. Chatfield era un parque estatal que apenas tenía tráfico. Casi todas las carreteras que lo atravesaban eran llanas, con muy pocas curvas y sin apenas baches. Justo las condiciones que necesitaba para perfeccionar el arte de perseguir parachoques.

      Al comenzar el entrenamiento me limitaba a pedalear detrás del coche, acercándome al parachoques a unos 40 kilómetros por hora. Ambos nos estábamos acostumbrando a los diferentes gestos y modos de comunicarnos que necesitábamos para lograr hacer de esta práctica algo remotamente seguro para que un padre lo hiciera con su hijo. Comenzamos a comprender, razonablemente rápido, los sutiles movimientos y gestos con los que le indicábamos al otro lo que ocurría. Se fue convirtiendo en nuestro lenguaje común.

      Papá y yo no hablábamos demasiado en nuestro día a día, pero durante aquellas sesiones de tras coche en Chatfield manteníamos una gran locuacidad. Muy pronto comenzamos a entender las subidas, curvas y el resto del tráfico de la misma manera. Un pequeño gesto y una rápida mirada a los laterales nos bastaban para comprender, sin atisbo de duda, lo que el otro quería decir. Aquellos gestos furtivos a través del retrovisor del Volvo naranja fueron la mejor comunicación que jamás tuve con mi padre.

      En cierto modo, creo que ambos estábamos deseando que llegaran nuestros entrenamientos de los miércoles por la tarde. No puedo ni imaginarme qué pensarían los vigilantes del parque cuando veían a mi viejo, recién salido de una vista en los juzgados y vestido con un traje de tweed de tres piezas, fumando en pipa y conduciendo un coche que parecía una batidora, con su flacucho hijo ciclista pegado al parachoques trasero del coche.

      Nuestros entrenamientos fueron haciéndose más intensos y complejos cuando integré las series en aquellas sesiones, en las que intentaba adelantar esprintando a aquel leviatán naranja. Muy pronto llegamos a sobrepasar sin dificultad los 60 km por hora, lo que técnicamente era ilegal y excedía el límite de velocidad.

      De vez en cuando, en el parque teníamos que pasar a una camioneta que remolcaba


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