Billete de ida. Jonathan Vaughters
y aguantarte», gruñó.
Así era como Bart veía la vida, a más sufrimiento, mayor diversión.
Por fin, a cosa de quince kilómetros de casa, reventé, helado e hipoglucémico. Tal y como había prometido que haría Bart no me esperó, aunque pude escuchar que me gritaba algo según me detenía.
«¡Buen trabajo, chaval! ¡Nos vemos el próximo domingo!».
Sabía que me había ganado una pizca del respeto de Bart.
Me arrastré aquellos últimos quince kilómetros. Lo único que quería era detenerme y echarme a dormir en un sucio montón de nieve con la esperanza de que alguien me encontrara antes de que se hiciera de noche. Pero seguí moviendo los pedales, dolorosamente lento y cuadrado. No tenía dinero para telefonear a casa o para comprar un chocolate caliente. Solo me funcionaba una marcha. Y me caía hielo por la barbilla. Tenía muchísima hambre, muchísimo frío y me encontraba fatal, pero no había otra manera de llegar a casa que no fuera seguir adelante. Eso sería una gran lección. En ocasiones no queda otra opción. Lo único que puedes hacer es seguir adelante.
La cara de mi madre cuando entré por la puerta no tenía precio. Podías ver la furia, la decepción, el orgullo y el instinto maternal luchar entre ellos en su cabeza. Quería darme algo de comer, abrazarme, meterme en la bañera a darme un baño caliente mientras no dejaba de gritarme por ser tan imbécil; todo a la vez.
No suelen gustarme demasiado los baños. Me parecen demasiado indulgentes, largos y aburridos. Pero no hay nada en este mundo como un baño caliente después de pasar un día de frío que te cala los huesos sobre la bicicleta. El contraste entre llevar tu cuerpo tan al extremo que casi se hace pedazos bajo el agua y el frío y deslizarse en el interior de la cálida matriz que es una bañera caliente, es de lo más intenso.
Escapada en Buckeye
Cada mañana iba al colegio en mi bicicleta. Cuando salía al mediodía escuchaba las carcajadas de los chicos que subían a los autobuses del colegio o que iban al entrenamiento de fútbol, riéndose de mi ridículo culote y de mi casco en forma de cacerola.
Me dolía escuchar aquello y me dolía comprender que no encajaba, pero me repetía que iba a pasar el rato con un tío que molaba mucho más que los chicos del Instituto de Cherry Creek. Su nombre era Frankie, un artista que había visto mundo, un tío que se había ganado la vida en Nueva York como mensajero sobre una bicicleta.
En la tienda Frankie me mimaba con historias de grandísimos ciclistas con nombres tan fantásticos y exuberantes como Fons De Wolf. Me adoctrinó en su absoluta certeza de que todo componente de bicicleta fabricado en Japón era una auténtica basura, y que la única bicicleta de verdad es aquella que está hecha de cuadro de acero italiano y va montada en Campagnolo.
Me puso un apodo italiano, Gianni, y me ofreció algunas perlas de brutal sabiduría.
«Montar componentes de Marrano es como echar un polvo con condón, Gianni. Es seguro, funciona, pero es una puta mierda», decía de los componentes del gigante japonés.
La tienda se estaba convirtiendo en mi refugio. Amaba ese lugar y en él me sentía respetado y comprendido. Durante muchos de mis tortuosos años de adolescencia se convirtió en un segundo hogar.
Unos días después de aquel entrenamiento con Bart pedaleé hasta la tienda para contarle a Frankie mis peripecias de aquel domingo, y para que me arreglara la bici después de haberla convertido en un amasijo de hielo y sal.
«Me han contado que Bart te pateó el culo, chaval», me dijo Frankie a modo de saludo.
Después echó una mirada por mi lisiada máquina.
«Esa bici está hecha un puto desastre, imbécil. ¡Jesús! ¡Has de tener un poco de cuidado con esa porquería!».
Mientras Frankie convencía a mi bicicleta de que volviera a la vida me senté en el almacén, en el que se leía «Solo Empleados», a escuchar sus historias sobre la vida, el ciclismo y ser adulto. Le dio por llamarme «Gianni». De vez en cuando, tras una salida excepcionalmente dura con Bart le escuchaba decir «¡Gianni-morto!» o «¡ha palmado Gianni!». Durante muchos años más Frank pintaría con todo cuidado «Gianni» en el tubo superior de mis bicicletas.
A menudo, en la tienda estaban también las dos hermanas de Frank, Dominique y Mónica, a las que también había puesto apodos: Tiny y Priss, respectivamente. Cuenta la leyenda que Priss, la exmujer de Bart, fue toda una auténtica ciclista. Al principio parecía que verme por allí las exasperaba, aquel pequeño mocoso siempre detrás de Frank por toda la tienda; pero después de un tiempo creo que les comenzó a hacer gracia. Para mí aquello era increíble; me relacionaba con una familia de adultos que lo sabían todo sobre las bicicletas. Era muchísimo mejor que pasar el tiempo con un puñado de niñatos de instituto obsesionados con el fútbol y el maquillaje.
Los Yantorno tenían unas broncas tremendas. Se tiraban a la cabeza los platos de transmisión, comenzaban a escucharse las más variadas palabrotas en italiano y el perro de Frank, Ducco, que era un chucho bastante agresivo, comenzaba a agitarse y a tirar de la cadena con la que estaba atado, a menudo hasta romperla.
Cada mes llegaba por correo un nuevo catálogo de Victoria’s Secret. Yo sabía, más o menos, sobre qué día del mes llegaba, así que pedaleaba con todas mis fuerzas hasta la tienda de bicicletas para poder echarle un ojo. Priss y Tiny ya la estaban ojeando en el cuarto, riéndose cuando yo aparecía. Disimulaban como si no pasara nada. Un día me metieron en aquel cuarto, como si fuera su hermano pequeño.
«Vamos, Gianni, échale un vistazo», me dijeron. «Venga, será mejor que veas estas cosas si alguna vez quieres tener novia».
Yo estaba lejos, muy lejos, de tener novia en el instituto. No hay muchas animadoras interesadas en los chicos diez centímetros más bajitos que ellas y que se visten con unos pantalones de licra y un cubo en la cabeza. Pero Tiny y Priss veían potencial en mi futuro, y me decían que algún día crecería y me desarrollaría, y haría muy feliz a alguien. Se convirtieron en mis hermanas mayores.
Abrí aquel catálogo, con los ojos como platos y echando chiribitas mientras dejaba volar mi imaginación. Podía sentir como hervía mi sangre, de esa manera que solo los chicos que están pasando la pubertad pueden comprender. De repente me di cuenta de que llevar culote ciclista no solo me hacía blanco de las bromas de los chicos de mi edad.
Esperaba que nadie se diera cuenta. Pero claro que lo hacían; siempre. «Eh, Gianni, ¡parece que a alguien se le ha puesto tiesa!» dijo Frankie.
Priss y Tiny me defendieron.
«¡Que te den, Frankie! ¡Tienes celos de que a él todavía se le empalme!».
Y entonces estalló la guerra. Llaves de cadena, palabrotas en italiano y casetes Regina volaban por toda la tienda, una vez más, mientras Priss y Frankie se lanzaban uno contra la otra. Y así se consumían mis hermosas tardes, pasando el rato en aquella tienda. Lo adoraba.
Mientras tanto los entrenamientos iban viento en popa. Era capaz de comprobar cómo mejoraba semana tras semana. Cada vez estaba más y más fuerte y, de vez en cuando, sentía que se acercaba el momento en el que mis piernas conseguirían el volumen necesario como para rellenar esos culotes de talla extra pequeña que todavía me quedaban tan anchos.
Cuanto más entrenaba más cuenta me daba de que en mis habilidades ciclistas había un gran sumidero, el esprint. En comparación con otros ciclistas mi capacidad de aceleración era nula. En mis primeras carreras tampoco me había dado cuenta de aquella debilidad, pero ahora que estaba cada vez más en forma pude comprobarlo.
Pisar los pedales como un loco no era mi fuerte. Si lo miro con el beneficio del tiempo que ha pasado no sé de qué me sorprendía, ya que parecía un espárrago con brazos. Mis rodillas eran unos cuantos centímetros más anchas que cualquier otra parte de mis muslos, y mis piernas parecían dos palillos pinchando una aceituna.
Comencé a entrenar el esprint. Dos veces por semana esprintaba, una y otra vez, en un intento