Billete de ida. Jonathan Vaughters

Billete de ida - Jonathan Vaughters


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senté en el césped mientras observaba su discusión, hasta que por fin llegaron a un acuerdo por el cual (sabiendo lo decidida y combativa que era mi madre) cargaríamos el coche y regresaríamos a casa.

      Pero, en lugar de eso, mi padre se acercó a mí y con la mayor firmeza me dijo que nos quedábamos y que tomaría la salida en la carrera de la tarde. Me quedé estupefacto y me quejé con todas mis fuerzas.

      Papá tiene un espíritu amable, poco predispuesto a ponerle límites inquebrantables a nada. Tiene una asombrosa habilidad para ver todos los lados de cualquier problema. Casi siempre cedía ante la naturaleza más decidida de mi madre, incluso ante mí.

      Pero no en aquella ocasión. Hizo que me sentara.

      «Tienes que acabar aquello que empiezas, maldita sea», me dijo con la mayor convicción. «Da igual que seas el mejor o el peor, nunca has de rendirte. Esta tarde tomarás la salida en esa carrera y lo harás lo mejor que puedas».

      Me quedé sorprendido.

      «Me ha costado un montón de dinero que vengas a esta chorrada, así que no vas a retirarte», dijo exasperado. «Ni hablar».

      Mi padre era el apoyo, siempre comprensivo, que jamás contraatacaba en nada. Era la primera ocasión en la que me obligaba a hacer algo. Y con esa decisión cambiaría el resto de mi vida.

      Aquella tarde tomé la salida en la segunda etapa de la Red Zinger, de mala gana y convencido de que me iban a machacar y me doblarían enseguida. No quería estar allí ni quería competir. Pero lo hice, por muy mala cara que llevara.

      Sonó el disparo que daba la salida e intenté meter rápidamente en el calapié de mi bicicleta el pie que llevaba libre. Al final de la corta primera vuelta conseguí reintegrarme en el pelotón de púberes. Parecía que no era tan terrible como me había imaginado, y pasar tan rápido por las curvas era muy divertido. Incluso me lo estaba pasando bien.

      Aunque fuera el peor de los ciclistas que allí había, me estaba gustando. Estaba a años luz de mis intentos de jugar al fútbol en los recreos, en los que odiaba cada minuto que duraba. No, esto era muy diferente. Estaba claro que era un manta, pero me encantaba.

      El miedo al trazar las curvas a punto de perder el control era todo un subidón de adrenalina que hacía brincar mi corazón. Me centré en la rueda que llevaba delante y no me rendí. A cada vuelta se me hacía más y más complicado, pero apreté los dientes negándome a darme por vencido.

      Uno tras otro comencé a adelantar a otros chicos que eran incapaces de aguantar el ritmo en la cola del pelotón. A pesar de que parecían mucho mejores que yo sobre la bici y de estar, no tengo dudas, mucho más en forma, yo era capaz de sufrir, de dejarme las entrañas ese poco más, para lograr aguantar. Apenas veinte minutos antes ni tan siquiera quería estar allí, pero ahora me lo estaba pasando mejor que en toda mi vida. Y eso era una experiencia nueva para mí.

      En el tiempo que me llevó dar unas cuantas vueltas alrededor de una anónima caseta de un parque a las afueras de Boulder, mi mente cambió de parecer respecto al deporte.

      Quería convertirme en deportista.

      Quería competir.

      Las carreras me habían inoculado su veneno. Era una combinación de aspectos mentales, técnicos, tácticos y físicos. De alguna manera se me hacía más natural mantener el equilibrio sobre una bicicleta mientras trazaba una curva, que lograr la coordinación necesaria entre vista y manos para atrapar una pelota. El movimiento circular de hacer girar los pedales tenía mucho más sentido para mi excesivamente cerebral mentalidad que el que tenía ese supuestamente más «natural» movimiento que se necesitaba para correr. Me había enamorado del ciclismo. Seguía dando pena de lo lento que era y la mala forma en que me encontraba, pero quería ser bueno en ello con todas mis fuerzas.

      Aquella semana, día tras día, etapa tras etapa, fui mejorando mis habilidades competitivas. Aprendí a trazar las curvas, a seguir la rueda lo más cerca posible, a moverme por el pelotón. Quería luchar tan duro como fuera capaz por mejorar un poco, aunque siguiera estando lejísimo de ser capaz de ganar nada. Por primera vez en toda mi vida no iba a rendirme cuando las cosas se pusieran difíciles. En el colegio, en otros deportes, e incluso en la vida misma, había mostrado muy poco talento natural para cualquier cosa que no fuera memorizar anécdotas de la Guerra Civil sin orden ni concierto.

      En lo más profundo de mí resultaba que era competitivo, solo que jamás lo había dejado florecer. Era, simplemente, que no se me daban igual de bien las típicas cosas en las que la mayoría de padres e hijos quieren ser buenos. Fútbol, béisbol, baloncesto... en todo aquello para lo que se precisase una pelota yo era un truño.

      Era bajito y miope, por lo que la mayoría de la gente daba por sentado que se me darían bien los estudios, pero mis notas también eran un desastre.

      Entonces apareció el ciclismo, y lo cambió todo.

      Cuando se acercaba el final de la Red Zinger se me podía ver ya de vez en cuando en cabeza de carrera. Durante aquella semana me había dado cuenta de que podía superar a muchos de aquellos chicos que tenían mayor fuerza física que yo tan solo con estar dispuesto a llevar mi cuerpo un poco más allá.

      En el penúltimo día de la carrera había otra contrarreloj, solo que esta vez era subiendo una gran colina. Comprendí que esta sería una ocasión inmejorable para poner a prueba esa teoría y ver si de verdad podía llevarme hasta el mismo límite, corriendo contra el crono.

      Comencé la contrarreloj con una energía en las piernas y una excitación como no había sentido durante toda aquella semana. Quería comprobar hasta dónde podía llegar si me quitaba de encima aquel lastre perfeccionista.

      ¡Era tan liberador limitarme a intentar hacerlo lo mejor que pudiera sin dejar que los «¿y si?» que me habían atenazado hasta entonces me paralizasen!

      «¿Y si no era el mejor?» o «¿Y si me ponía en evidencia?».

      Así que me centré en dar hasta el último gramo de fuerza que albergara mi cuerpo.

      Tras apenas un kilómetro y medio de dura subida ya sentía que estaba a punto de morirme, o de cagarme en los pantalones. Mi cuerpo no estaba acostumbrado a poner el motor a tope todo el rato. No tenía la menor idea de cómo me las iba a arreglar para continuar a ese ritmo durante otros cinco kilómetros, así que me centré en superar los siguientes 15 metros, y después los siguientes 15, y así sucesivamente.

      Seguí soportando una agonía autoimpuesta como jamás había sentido, sin cejar. Cerca de la mitad vi al ciclista que había salido por delante de mí. Estaba a punto de alcanzarlo. De nuevo comencé a hacer cálculos en mi cabeza, diciéndome que pedalearía lo más fuerte que pudiera hasta alcanzarlo, y que entonces me tomaría un pequeño respiro.

      Pero en cuanto lo alcancé me sentí como un niño que acaba de probar las patatas Pringles por primera vez.

      Estaba enganchado.

      Fue delicioso atrapar y adelantar a esa víctima inocente. Ahora quería comerme toda la lata de golpe. Seguí adelante, cegado por mi empeño de encontrar más presas antes de cruzar la meta. Y obtuve mi deseo.

      Al llegar al último kilómetro y medio comencé a ver en el horizonte cuerpos que apenas se movían. Los atrapé a todos ellos antes de la meta.

      Justo después de cruzar la meta comencé a vomitar todo lo que había en mi estómago, dando arcadas como las que sufre un gato con una enorme bola de pelo. Jamás me había ocurrido algo similar. Puede que suene de lo más horroroso, pero en realidad era fantástico. Por fin me había liberado de mi miedo a no intentarlo. Había superado todas mis rendiciones.

      Una vez más papá y yo esperamos pacientemente junto al servicio a que pusieran los resultados. A diferencia de lo que había pasado al principio de la semana, esta vez no había tanta gente. La mayoría de los niños se habían ido a casa, sabedores de que no iban a obtener ninguna recompensa, y un poco cansados ya tras toda una semana de competición.

      Pero


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