Billete de ida. Jonathan Vaughters

Billete de ida - Jonathan Vaughters


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de aquel servicio portátil. Estaba en décimo lugar, entre los siempre importantes diez primeros de una carrera ciclista.

      Había vencido a otros cuarenta chicos y no estaba tan lejos de la realeza de la categoría de doce años.

      Durante un par de poco acostumbrados minutos sentí puro júbilo y orgullo. Después, cuando regresábamos al coche, me giré hacia mi padre.

      «El año que viene ganaré esta carrera», le dije. «Ya lo verás, papá, voy a ganarla».

      Desde ese momento comencé a pensar en cómo convertir a un lerdo en un deportista, a un perdedor en un ganador.

      En los EE. UU. de 1986 no es que abundaran los mentores o entrenadores para los niños que quisieran convertirse en ciclistas. Había alguno que otro por Colorado que te podía dar algún consejo, pero no había nadie capaz de hacerme mutar de perdedor a vencedor de carreras gracias a su maestría como entrenador. Tendría que ser yo mismo quien averiguase cómo hacerlo.

      Solo había una cosa para la que disponía de un talento natural, la lectura. Si algo me interesaba podía tirarme horas y horas leyendo, absorbiendo datos como una esponja.

      La lectura siempre fue mi válvula de escape. Me ayudaba a evadirme de mis problemas a la hora de hacer amigos, a evadirme de los problemas en el colegio y a evadirme de la soledad de ser hijo único. Ni que decir tiene que la mayoría de cosas que nos hacían leer en el colegio no eran lo que me parecía «interesante», por lo que en el colegio no pude hacer mucho alarde de ese gran talento con la lectura.

      Aun así, estaba listo para leer cientos de miles de palabras para mi recién comenzado proyecto de aprender a entrenar en ciclismo. Fui a la biblioteca y a muchas librerías para intentar encontrar los mejores libros de entrenamiento y ciclismo en general.

      El primer vencedor de un Tour de Francia que habían dado los EE. UU., Greg LeMond, había escrito un libro; el viejo entrenador polaco del equipo olímpico norteamericano para los Juegos de 1984, Eddie Borysewicz, había escrito un libro; ya estaba disponible la traducción del libro del cinco veces ganador del Tour de Francia, Bernard Hinault, Recuerdos del Pelotón; y mi favorito era Periodización del entrenamiento, de Tudor Bompa. Pero devoraba todo lo que caía en mis manos.

      Y así fue como siempre se me podía ver leyendo tirado en el sofá de la casa de mis padres.

      Aprendí a poner bien mi bicicleta, a escoger el desarrollo adecuado, a cerrar el hueco con unos escapados, a comer en carrera, cuánto había que beber, cómo trazar las curvas y cómo frenar. Aprendí acerca de los entrenamientos de fuerza, de las series, del entrenamiento de resistencia, cómo dividir los entrenamientos y a entrenar el umbral anaeróbico, que por entonces era un concepto revolucionario.

      Apenas dos meses después de acabar el último en mi primera carrera ya había aprendido más, leyendo por mi cuenta, de lo que había aprendido en seis años de colegio. Estaba listo para comenzar mi cruzada en busca de la conquista de la Red Zinger Mini Classic de 1987 y convertirme en una de las leyendas de trece años del folclore ciclista de Colorado.

      Comencé mis entrenamientos el primer día de colegio de 1986. Calculé que necesitaría una cantidad de tiempo considerable para conseguir el nivel de fortaleza física que la mayoría de chicos ya tenían gracias a ser, por lo general, más activos en los deportes «normales» de lo que yo lo había sido. Después podría comenzar a entrenar más duro y durante más tiempo.

      En mis estudios ya había comprendido que, con toda seguridad, las fibras musculares que predominaban en mi cuerpo eran fibras del tipo lento, y que si quería desarrollar la fuerza explosiva necesaria para poder ganar carreras ciclistas debía incrementar mi fuerza muscular, lo que me llevaría mucho tiempo. Comencé a entrenar de cara al siguiente verano antes siquiera de que hubiera terminado el verano en el que me encontraba.

      Al principio, mis salidas de entrenamiento eran cortas y sencillas. Mi objetivo era tratar de ganar masa muscular en el sótano de mis padres con un equipo de pesas que mi padre me había comprado de segunda mano. Aquella cueva de cemento bajo nuestra casa fue testigo de multitud de sentadillas, extensiones de pierna y extensiones de isquios.

      Cada día, al salir del colegio, salía a montar en bicicleta, sin importarme el clima: hiciera calor, frío, lloviera o nevara. Los fines de semana, en los que por lo general me había limitado siempre a hacer el tonto con mis amigos y tratar de ligar con chicas (de manera muy poco exitosa), se convirtieron en dos días en los que podría montar en bicicleta todo el tiempo.

      Cada fin de semana exploraba carreteras cada vez más y más lejanas de la casa de mis padres. Experimentaba un inmenso sentimiento de libertad viajando por sitios a los que ninguno de mis amigos llegaría jamás sin suplicarle a sus padres que les llevasen en el coche.

      Cada vez me alejaba más de los anodinos barrios periféricos, acercándome más y más a los límites de la ciudad, hacia las montañas y más allá, a un nuevo mundo. Estaba fuera de casa tres, cuatro e incluso cinco horas, machacando los pedales y explorando.

      Mis padres no tenían la más remota idea de dónde me encontraba, ni tan siquiera de si estaba bien, pero aceptaban que debían dejar rienda suelta a mi obsesión para que yo creciera.

      Y así salí en busca de mi sueño, de mi objetivo, en busca de mí mismo. Me encantaban esas largas salidas en las que podía soñar con victorias durante horas.

      Pero, más que limitarme a soñar con ganar, comencé a soñar con ser ciclista profesional. En todas mis lecturas comencé a aprender cosas sobre el místico mundo del ciclismo profesional europeo. Y me encantaba. Me encantaban los héroes, el romanticismo, la dificultad, el sacrificio, el dolor, la fama y la gloria.

      Me sentía hechizado por ello y comencé a buscar cualquier cosa que pudiera encontrar acerca de este mundo legendario. Además de aquellos libros encontré algunas viejas cintas de vídeo, como A Sunday in Hell (Un domingo en el infierno), y algunos resúmenes del Tour de Francia en la CBS, mal grabados. Esas cintas de VHS se convirtieron en mi posesión más preciada, las veía una y otra vez.

      El ciclismo profesional europeo era un completo desconocido en la Norteamérica provinciana de los 80, y aquella obsesión mía les parecía toda una locura a mi familia y amigos. Trabajaba durísimo y soñaba horas y horas con una carrera profesional que mis padres dudaban tan siquiera de que existiera.

      Mis amigos se cachondeaban de mis piernas, emergiendo como palillos de mis culotes de licra. Y cuando llegaba a casa contando lo lejos que había llegado con la bicicleta, no me creían. Se reían y se ponían a jugar al fútbol de nuevo. No era más que un niño raro y friki. Pensaban que, por algún motivo, había perdido la cabeza y había decidido expresar mis rarezas con la bicicleta. Aquel era un sueño que tendría que perseguir en solitario.

      Pero lo cierto es que ya era un solitario desde mucho antes de todo aquello.

      Jamás pude hacer un amigo en el colegio con el que me pudiera sentir identificado. Al no ser ni deportista ni muy empollón no había conseguido labrarme mucha fama. Era el niño más bajito del séptimo curso y me habían avasallado, se habían burlado de mí y me habían metido en unas cuantas taquillas y cubos de basura.

      Ir al colegio no era lo que más me gustaba, así que la soledad de la bicicleta se convirtió en todo un alivio. En las carreteras no había nadie que me juzgara por mis notas de clase, nadie que me juzgara por ser incapaz de atrapar una mierda de pelota. A nadie le importaba que no obtuviese menciones honoríficas. Nada de eso, en la carretera solo importaba lo rápido que pudieras alcanzar la cima de una montaña.

      La lectura me había facilitado amplísimos conocimientos sobre cómo entrenar y competir, pero aún carecía de la más mínima noción sobre cómo vestirme para practicar ciclismo. Puede que esto no parezca demasiado importante cuando se sale a entrenar en un cálido día de veranillo de San Miguel en Colorado, pero cuando los vientos de la montaña empezaron a soplar en noviembre mi plan de entrenamientos comenzó a hacerse un poco incómodo.

      En cuanto llegó el frío mis pantaloncitos cortos, finos como el papel de fumar, eran incapaces de proporcionar


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