Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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bien. Abra la boca.

      Bartolo obedeció como un autómata sin dejar de sollozar ni temblar.

      Meredith le puso el contenido del sobrecito bajo la lengua. Era un polvillo blanco, muy fino, parecía harina.

      –Pronto estará mejor.

      El ascensor seguía detenido en el piso cuarenta y ocho, y Bartolo tirado en el piso. La luz de las dicroicas hacía brillar su calva sudorosa. Meredith sacó una toalla del bolso y le secó la cabeza.

      Los temblores se hicieron más lentos y los sollozos, esporádicos. Bartolo se incorporó.

      –¿Qué… qué… qué me dio? –le preguntó. No tenía el gusto de otros polvos blancos y finos que aspiraba cada tanto.

      –Soy homeópata. Le di Silicea 10.000; es una concentración altísima para casos extremos de angustia como el suyo. Se va a sentir mejor muy pronto.

      –Gra… gra… gracias…

      –¿Qué le pasó?

      –Su… su… sufro de claustrofobia… y vér… vér… vértigo… no pude entrar a lo de mi cuñado, vive en el piso setenta y dos…

      –Nice penthouse… ¿Se está tratando?

      –No… no... no lo necesito…

      –¿No?... No parece. Debiera tratarse con algún método alternativo.

      –¿Us... us… usted cura estas cosas?

      –Sí, lo hago, pero es un tratamiento largo y muy costoso.

      –¿Cuán… cuán… cuánto es muy costoso?

      –Ochocientos dólares la hora, una vez por semana por ocho meses, más las dosis homeopáticas.

      –No… no… no voy a quedarme en Chicago tanto tiempo… –susurró Bartolo.

      –No necesita justificarse. Yo le diría que se trate de la claustrofobia, el vértigo y sus otras adicciones en su país, le haría mucho bien.

      –¡Yo no soy adicto! –se defendió Bartolo.

      –Aunque usted quiera negarlo, las pastillas y el tabaquismo son adicciones.

      –¿Cómo sabe que tomo pastillas y que fumo?

      La intensa luz del ascensor y las preguntas parecían extraídos de una escena de un interrogatorio policial.

      –Mire –le dijo la mujer, señalando los blisters vacíos que se le habían caído del bolsillo. –Además, huele espantosamente a cigarrillo.

      –No son míos… Y además fumo solo dos cigarrillos por día –dijo con poca convicción. –Es el sudor el que hizo que huela más fuerte.

      Meredith lo miró sin creerle:

      –Again, no necesita excusarse, no soy su mujer ni su médico.

      Una fría voz femenina salió de los pequeños orificios dispuestos en el acero e interrumpió el diálogo:

      –Is everything OK?

      –Everything is wright –dijo Meredith sin mirar los orificios.

      –Please leave the elevator, we need it down here –le contestó la fría voz femenina.

      –Ok –contestó Meredith a los pequeños orificios.

      ¿Esta hija de puta me estuvo escuchando todo el tiempo y no hizo nada? pensó Bartolo cuando escuchó la voz que salía por los orificios. Pero las sorpresas no terminaron allí.

      –Son quinientos dólares –le dijo Meredith.

      –¿Per… per… perdón?... –Bartolo la miró con cara de no entender nada.

      –Mi tiempo es muy valioso y además lo saqué de la crisis y dejé de ir al gimnasio por usted. Son quinientos dólares.

      –¿Me va a cobrar? Yo no le pedí que me ayudara…

      –Pero lo hice, it’s my job.

      –No pienso pagarle.

      –Entonces se quedará a vivir en el ascensor y cuando el efecto de la homeopatía pase…

      –Ella me va a sacar de acá –completó la frase Bartolo, mirando esperanzado los pequeños orificios.

      –Ella no lo va a bajar si yo no se lo ordeno…

      El pulso se le aceleró; empezó a sudar.

      –Pero… pero… pero usted dijo que cobraba ochocientos por hora y estuvimos unos quince minutos… sería la cuarta parte de los ochocientos… unos doscientos dólares… –aventuró Bartolo.

      –Doscientos por dos. La consulta fuera del consultorio se cobra doble.

      –Yo no la vine a consultar… y además si son doscientos por dos, serían cuatrocientos…

      –Más cien por la dosis homeopática que le di. Son quinientos dólares.

      Entre incrédulo y atemorizado, Bartolo sacó cinco billetes de cien y se los dio a Meredith de mala gana. Una consulta médica espontánea e involuntaria que resultó la más cara de su vida. Y que le haría tener que ajustarse lo que le quedaba del viaje.

      –Por favor… ¿cómo hago para ir a la planta baja?

      –Ground floor –dijo Meredith dirigiéndose a los pequeños orificios geométricamente dispuestos en el acero, al tiempo que agarraba el bolso que trababa la puerta y salía del frío, espejado y dicroico ascensor, dejando a Bartolo y sus fobias en el ascensor.

      –Ground floor –repitió la asexuada y amable voz metálica a través de los pequeños orificios.

      –Clac –la puerta automática se cerró.

      Respirá hondo, Bartolo, respirá hondo… –se dijo, intentando recuperar la calma. Levantó la valija con impaciencia. Un olor que imaginó nauseabundo lo atacó. Se olió el sobaco. Lo primero que haría sería comprar desodorante.

      Exactos veinticuatro segundos después –dos pisos por segundo– el claustrofóbico ascensor se detuvo.

      –Ground floor –anunció la asexuada y amable voz metálica a través de los pequeños orificios geométricamente dispuestos en el acero.

      Una leve brisa que se coló en el ascensor anunció que el padecer de Bartolo estaba llegado a su fin, que la salida del laberinto que él mismo se había creado estaba cerca.

      Cuando se abrió la puerta vio a una empleada atenta en una enorme consola en la que se podía ver qué sucedía en el interior de cada uno de los seis ascensores.

      Bartolo jura que era Lilian.

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