Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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con mayor asiduidad, pero un día le llevó a un médico estudios que le había pedido otro. Seguramente hablaron entre ellos porque todos dejaron de atenderla.

      Los consultorios pasaron a ser sus lugares más deseados. A pesar de que nunca comprendió por qué los cuestionarios para los pacientes tenían tan poco espacio para extenderse, nada disfrutaba más que las visitas a los distintos médicos. Realizaba un exhaustivo análisis de su lenguaje corporal mientras analizaban los estudios. Una mueca, un bufido o una levantada de ceja sería claro indicio de una enfermedad letal.

      Amaba sus interrogatorios:

      –¿Náuseas?, ¿sensación de ahogo?, ¿sabor amargo en la boca?, ¿sudoración olorosa?, ¿vértigo?, ¿expectoraciones?, ¿fiebre? –¿Aumento de temperatura corporal, le hubiera preguntado el doctor Ramos Mejía–, ¿encías sangrantes?

      Pero mucho más amaba su invariable respuesta:

      –¡Todo!

      Eran tantos los estudios que pedía, que acondicionó un ropero para guardarlos. Cuando no tuvo más lugar, empezó a cargar los resultados en la PC. Armó una suerte de historia clínica en la nube a la que podía acceder cuando quería, estuviese donde estuviese. Cambió la forma de leer el diario, dejó de leer los chistes y la sección espectáculos, para abocarse a estudiar qué farmacias estaban de turno.

      Cambió las idas al cine por las salas de espera de hospitales públicos. Allí siempre se encontraban ancianas necesitadas de sociabilizar sus cuitas. Que comparasen sus enfermedades con las de ella las aliviaba. ¿Cómo podían pensar que podrían estar peor que ella?

      Se transformó en cardióloga, oncóloga, mastóloga y todas las ólogas imaginables.

      Se convirtió en una It girl. Padecía todas las inflamaciones posibles, desde una amigdalitis a una encefalitis.

      Comenzó a automedicarse; para eso falsificó un talonario de recetas y el sello de un médico conocido que había muerto unos meses atrás.

      Los prospectos médicos se convirtieron en su Biblia; cumplía a rajatabla con lo que estos decían, no las indicaciones, sino los probables efectos colaterales.

      Se imaginaba poseedora de todas consecuencias adversas de cada remedio. En la letra pequeña –muy pequeña, tamaño 3– de un folleto de un té de muérdago –para bajar la presión arterial por sus funciones vasodilatadores–, había leído: no deseche cualquier síntoma por más pequeño que sea, un control a tiempo puede salvar su vida, consulte a su médico. La periodicidad de dos veces a la semana le pareció la adecuada. La enfermedad era su camino. Optar por la enfermedad la hacía sentir libre.

      Ante la proximidad de un análisis de sangre, se imaginaba miles de posibles malos resultados y después leía con voracidad los resultados, comparando cada ítem con los anteriores. Convertía la posibilidad en certeza. Se bajoneaba cuando al fin la realidad le mostraba que no existía ninguna enfermedad asociada a los clarísimos síntomas que percibía.

      Tomarse la presión se convirtió en otro de sus hábitos preferidos; se decepcionaba cuando le decían que era la correcta. Desconfiaba de los resultados y sugería que se la tomaran de nuevo. Los estetoscopios no son infalibles –les decía.

      Google se volvió su mejor aliado. Donde la mayoría de las personas veía una fuente de consulta, Esculapia Agripina, la posibilidad de alguna nueva dolencia. Como el vértigo, esto la atraía, la seducía, despertaba en ella el deseo de caer. Google, como un oráculo moderno, la secuestraba. Ya no buscaba "dolor de cabeza + molestia luz", sino "cefalea + fotofobia".

      A un googleo de la muerte; así vivía. Un zumbido en el oído era algo que terminaría fagocitándole el cerebro. Las manos temblorosas sólo tenían una respuesta: una falla neurológica. Pequeñas heridas requerían de cirugías mayores y decenas de puntos de sutura, una tos ocasional era prólogo de una neumonía, un dolor de cabeza era consecuencia de un tumor cerebral, o sensaciones físicas vagas y ambiguas preanunciaban un pronto final. Defecaba sospechando una enterocolitis y orinaba imaginando una cistitis. Una roncha violácea le recordó a alguno con quien veinte años atrás había tenido relaciones sin cuidarse. Los resultados que decían que "es normal" que la piel tenga alteraciones no fueron tenidos en cuenta. Por las dudas se hizo exámenes de sida –tres pruebas veinte años más tarde resultaron negativas–.

      Un día un médico la malinterpretó. Se había desnudado para que le viera un pequeño grano en la espalda. No entendió que podía ser el principio de un cáncer de piel o una segura gangrena.

      La convicción de tener las enfermedades más graves, a partir de la interpretación personal de uno o más signos, la hizo padecer tres tipos de cánceres, lupus y mal de chagas en un mismo año. A pesar de eso, y envidiando la terminalidad de ciertos enfermos, seguía viviendo.

      Pero no todo eran rosas.

      Para su cumpleaños, sus muchas mejores amigas fueron menos.

      No la pasó bien, ¿cómo podía ser que no se dieran cuenta de que prefería el Manual de psicoterapia cognitivo–conductual para trastornos de la salud a la obligada bijou?

      Además, algunas se animaron a plantearle que se estaba convirtiendo en una persona depresiva e insegura de sí misma, que utilizaba la excusa de estar enferma para llamar la atención de los demás. Que disfrutaba estar enferma. Que lo deseaba, que le era cómodo, funcional, útil. Que se creía con licencia para enfermar también a su entorno. Que ellas intentaban hablar de cualquier otra cosa, pero que ella siempre se las ingeniaba para volver al monotema.

      No entendían nada, si no hablaban de su enfermedad; ¿de qué?

      Lo cierto es que en un principio había recibido muestras de amor, de cariño, pero las opiniones comparecientes y comprensivas se convirtieron en dañinas, hirientes. El ¿cómo estás? dio paso al te llamo en otro momento de quienes estaban cansadas de compartir solo sus enfermedades. A pesar de que le aseguraron que se lo decían por su bien, eso hizo que se volviera hermética. Las entendió, cuando se está sano no se quiere escuchar de la enfermedad. Pero no volvió a verlas.

      El pasado se le iba. Pero no le importó, se acercaba un futuro de padeceres. Bienaventurado.

      Un egoísmo patológico se apoderó de ella. Todo fue yo, yo, yo. Empezó a tener una visión poética de su propio cuerpo. A medida que su cuerpo se ausentaba, su yo aumentaba.

      Su hipocondría le llenó los espacios vacíos dejados por los amigos que se alejaron.

      Le dio paso al dejar de ser y habilitó a su cuerpo a enfermarse; a mantener viva la enfermedad dentro de ella. Estar enferma pasó a ser su forma de estar viva.

      Esculapia Agripina es un milagro médico. Aunque todavía no sabe de qué, está enferma. Muy enferma. Su declive es cada día más palpable. Su pelo no comenzó a raleársele porque somatizó una imaginaria quimio, como le sugirió una amiga. La vistió una flacura extrema –bienvenida la ansiada anorexia, al fin entró en el ansiado talle treinta y ocho, si hubiera sabido antes que enfermarse era más fácil que hacer régimen–.

      En sólo seis meses su piel perdió lozanía, se le aflojaron las facciones, aparecieron unas imperceptibles arrugas que se convirtieron en profundos surcos. Las canas jaspearon sus sienes primero y empujaron el teñido después, dándole un aspecto zorrinesco que solo en un principio trató de ocultar. ¿Para qué teñirse? Dejó a los amantes, las amigas la dejaron, y a su familia hace mucho que no la ve. ¿Querrá saber su madre de su enfermedad?

      La semana pasada fue al consultorio del doctor Ramos Mejía para una visita de rutina. Esculapia Agripina cree que está cansado de ella, no la quiere atender más de una vez por mes. Llegó dos horas antes del turno asignado. Lo hizo con muchas expectativas, esperanzas que se desinflaron cuando el doctor Ramos Mejía le dijo que ya no necesitaba volver a verla. Fue lo peor que le podría haber dicho.

      En cambio, le sugirió algún tipo de atención psicológica o que se acercara a un grupo de autoayuda. Le dijo que viviría mucho mejor con los recursos emocionales necesarios que un profesional le podía dar. Estaba empezando a contarle


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