Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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por las que terminó pagando tres veces el valor al que se vendían en un comercio común. A pesar de la insistencia de los chicos, no compró los sándwiches de jamón y queso traslúcidos, untados con algo parecido a una mayonesa amarillenta descompuesta por el calor.

      –La próxima traemos empanadas –le dijeron.

      No se van a morir por no comer hasta la noche –pensó.

      De pronto, un griterío la hizo darse vuelta, y apenas tuvo tiempo de apartarse antes de que la pasaran por encima unos rugbiers jugando a la tocata. Menos suerte tuvo Atanacio, que por el golpe que recibió terminó con un brazo fracturado (se enteraría varios días después, cuando empezaron las clases y la llamaron del colegio).

      Vano fue el intento de conseguir a un guardavida que lo atendiera; estaban de paro, reclamaban una suba del trescientos cuarenta y seis por ciento retroactiva a 1993. Además, ir al hospital implicaba irse de la playa; no había que desperdiciar el sol. El niño se quejaba del dolor. Para que no la molestara más, Sofía le compró otra gaseosa. También le dio un Rivotril de 2 miligramos que sacó de su bolso.

      El tranquilizante surtió efecto, por un largo rato no la molestó. Tampoco el menor, que estaría jugando quién sabe dónde.

      Estaba anocheciendo y si bien la brisa había amainado, el frío se empezaba a sentir. Sofía decidió volverse al campo.

      –Chicos, nos vamos… junten sus cosas.

      –Mamá, me quemé mucho, estoy todo colorado…

      –Pero qué mierda que es el protector que compré… cómo me cagaron, seguro que estaba vencido… Tomá Ata, ponete esto que te va a hacer bárbaro –le dijo dándole nuevamente la crema antiestrías. –Y ponele también a Ana, que está como un tomate…

      Cuando fue a buscar la camioneta, no la encontró. ¿Dónde la habré dejado? Se puso histérica, empezó a gritar como loca:

      –¡Me la robaron, me la robaron, Melchor me mata!

      Sofía lo llamaba Melchor cuando estaba sola; frente a los demás se refería a él como el padre de los chicos, agregándole un indisimulable tono de bronca. Los últimos años con él habían sido difíciles. Melchor era un gran hijo de puta. Había despertado el amor de muchas mujeres sin tener intenciones siquiera de quererlas y Sofía no fue la excepción, le mintió amor por deporte, sin desearla. Le había prometido que iban a terminar juntos sus vidas; pero eso sólo podría haber pasado si ambos se hubieran muerto en el mismo instante y años atrás.

      El niño cuidador, que la miraba incrédulo, la tranquilizó:

      –Ahí está su camioneta, señora.

      Detrás de un cartel parasol que anunciaba un protector solar, y bajo miles de calcomanías que nadie había autorizado a pegar, Sofía reconoció su camioneta. En agradecimiento, y sin mirar, le dio un billete de cien pesos. Nunca se dio cuenta, sino hubiera pensado que Melchor la mataba.

      Había anochecido. Faltaba poco para llegar al campo.

      –¿Qué les pasa que están tan callados?, ¿están cansados? Los felicito por no pelearse, esta noche pueden jugar un rato más con la compu.

      –A mí no me gusta jugar… –le dijo Anastasio.

      Si empieza a joder le encajo otro Rivotril, pensó, y le preguntó:

      –¿Cómo que no te gusta jugar?

      –No me gusta jugar solo…

      –Vas a jugar con tu hermano.

      –¿Ah?, ¿Atanacio viene después?

      Sofía miró por el espejo y vio vacío el otro asiento. Tardó en reaccionar. Cuando se dio cuenta, clavó los frenos y sin mirar, giró ciento ochenta grados. No provocó un accidente por casualidad.

      –Qué boluda soy –repitió una y otra vez mientras volvía a Mar del Sur. –Melchor me mata.

      Milagrosamente, y luego de muchas vueltas encontró el lugar donde antes había estacionado. Sentado en el cordón de la vereda, Atanacio estaba jugando con unas latas con el chico que cuidaba autos.

      –Subite ya.

      –¿Sabés que me contó que tiene que trabajar porque es pobre? ¿Sabés que vive en un barrio que se llama La Villa?, le dije que algún día que no trabaje podía venir a jugar al campo.

      Sofía aceleró sin contestar.

      Apenas llegaron a su casa, los chicos fueron corriendo a sus habitaciones.

      –¡Báñense! –les gritó Atanasia Nicasia, sin demasiadas expectativas, pero con la certeza de estar cumpliendo, una vez más, con sus deberes de madre.

      Tres horas más tarde fue al cuarto de sus hijos. Golpeó la puerta. No obtuvo respuesta. La abrió y entró diciéndoles:

      –Hola chicos.

      Silencio.

      –Hola chicos.

      Más silencio aún.

      –Hola chicos –repitió, esta vez levantando la voz. –No se bañaron.

      –Hola Ma –le respondió Atanacio sin sacar los ojos de la pantalla. Anastasio seguía ensimismado en su mundo.

      –Vayan a bañarse.

      Sofía se quedó mirándolos largo rato. No se movieron.

      Una lágrima empezó a caer buscando la comisura de sus labios, los ojos se le empañaron, ahogó un sollozo. Los chicos nunca se dieron cuenta.

      Fue a la cocina. Aplastó dos pastillas de Lexotanil y las mezcló con el puré –Les hace mal jugar tanto tiempo con la compu y no duermen nada –se justificó. –Con esto por lo menos van a dormir.

      Entró sin llamar a la habitación de sus hijos, ¿para qué golpear la puerta si no le iban a contestar?

      –Chicos, acá les dejo unas salchichas con puré, hasta mañana –les dijo, y abandonó el aire rancio del cuarto sin esperar respuesta; sabía que no la iba a tener.

      A veces (muy de vez en cuando, unas diez veces por día) Sofía extrañaba a Melchor.

      Él sabía que ella era un amor imposible, como si él tuviera agorafobia y ella claustrofobia, como si tuvieran que accederse eternamente bajo el marco de una puerta, uno mirando siempre al interior y el otro hacia afuera. Su historia de amor con él había sido basura. Restos para los que no había reciclaje.

      Sofía había tenido un pasado pluscuamperfecto, pero su presente dejaba mucho que desear. Se había casado por civil, por iglesia y por boluda. Desde un principio estuvo poco convencida del amor y las intenciones de Melchor ¿livianas pinceladas de intuición femenina?, pero tenía la absurda y firme convicción de poder cambiarlo –está demostrado técnicamente que es imposible cambiar a un hombre, le decía siempre su madre–. La primera vez que tuvo vida interior fue cuando se quedó embarazada de Atanacio.

      En un principio conversaban, pero eso no era cierto. Melchor no la escuchaba…

      Así, Sofía mantenía largas conversaciones con la nuca de su marido.

      Durante un tiempo compartieron sus días sin hablarse. Tampoco hacían esfuerzos por entenderse. La recíproca indiferencia se había transformado en desdén. Dejaron de hacer el amor –entre ellos– sin darse cuenta; ninguno se preocupó demasiado. El final del matrimonio fue una cuestión de tiempo. Cuando la ley de gravedad se apoderó de las tetas y el culo de Atanasia Nicasia, Melchor la dejó.

      Al año siguiente, Sofía heredó a su tía.

      Un lifting desdibujó aún más su ya desdibujada personalidad amalgamándola con tantas otras. En sus alas retenía los vestigios de su otra nariz, la que se había operado. Además, se hizo las gomas y se levantó el traste. Dejó de ser un 65,0% de oxígeno, 19,37% carbono, 10 % hidrógeno, 3,2% nitrógeno y el resto calcio, fósforo, cloro y potasio, para ser


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