Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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      La salud de nuestros hijos

      Sofía tenía habilidades innatas. Claro que sus destrezas no eran deportivas, intelectuales o las que cualquiera podría suponer. Las de ella eran de otro tipo.

      Tenía treinta y cinco, pero aparentaba muchísimos menos. Físicamente, sí representaba la edad que tenía. Los años le habían caído encima, implacables, como esos estantes llenos de platos que un día se caen, destrozándolos a todos.

      La inteligencia la había perseguido durante años, pero un día, impotente, se cansó y dejó de seguirla. Fue cuando harta de que la consideraran una rubia tonta, Sofía se tiñó con una tintura negra de neuronas. No tenía ni idea de por qué decía la mitad de las cosas que decía, ni sabía por qué decía la otra mitad. Su mente se adentraba con facilidad en un laberinto al que no le encontraba salida.

      Con los años se había convirtió en una vasta oquedad. Mucho continente con muy poco contenido.

      Se despertaba siempre con ganas de irse a dormir. Se mantenía siempre en la periferia de sí misma huyendo del día y de sí misma. Participaba de la vida con lánguido entusiasmo, como si le estuviera ocurriendo a otra y no a ella.

      Ojos marrones, comunes.

      En muy poco tiempo, había hecho una pequeña fortuna; había heredado de una tía solterona una gran fortuna, pero rápidamente se encargó de dilapidarla.

      Era el fin del verano. Sofía llegó a Mar del Sur, un coqueto balneario de moda a solo quince kilómetros del campo –lo único que le quedaba de lo heredado años atrás–. Después de haber recorrido varias veces las calles cercanas al mar sin encontrar un espacio donde dejar la 4 x 4 último modelo, decidió hacerlo a unas cinco cuadras, casi dentro del bosque, lo bastante lejos como para estacionar sin chocar a nadie y, además, evitar los insoportables bocinazos de los conductores impacientes que padecían su lento andar en la espera de algún lugar libre para estacionar cerca del mar. Estaba con sus dos hijos, Atanacio de seis y Anastasio de tres años; Ata le decía al mayor, y Ana al segundo.

      Inmediatamente después de estacionar, mientras hacía malabares para cargar la reposera y tres bolsos (dos de ella y el otro de los chicos), un niño cuidacoches la sorprendió con un rapidísimo:

      –¿Le cuido la 4x4, doña?, son diez pesos.

      La semana anterior no había querido pagarle por el servicio a otro cuidador y la camioneta había aparecido rayada. ¿Qué le saldría más caro, el cuidacoches o el taller?. No soy tan boluda –se dijo, mientras le daba el dinero, apretando con firmeza el billete.

      –Más cerca de la playa le cobran veinte –le dijo el niño cuidador, que sintió la firmeza desesperada de Sofía. Se puso el billete dentro de la media y empezó a agitar con energía un trapito naranja y negruzco, a la búsqueda de un nuevo cliente.

      Se habían alejado unos metros cuando el niño cuidador, señalando la camioneta, le gritó:

      –¿No la cierra, doña?

      Miró a Atanacio y le ordenó:

      –Andá a cerrar las puertas.

      Ella siguió caminando hacia la playa. Al rato, Atanacio la alcanzaba y al tiempo que le daba las llaves, le decía:

      –Las habías dejado puestas.

      Siguieron caminando.

      –¿Por qué el chico cuida autos, en vez de ir a la playa? –le preguntó Atanacio.

      Y como tantas otras veces, Sofía se hizo la boluda. Te sale tan bien, le recordaba su ex marido cada tanto; cada vez que la veía.

      Pasaron frente a un kiosco donde adolescentes semiborrachos dormitaban en medio de botellas de cerveza vacías.

      –¿Qué hacen esos chicos, mamá? –preguntó Atanacio.

      Sofía apuró el paso:

      –Falta una cuadra, caminen más rápido.

      En la rambla, voces desesperadas de vendedores ambulantes que apenas vendían algunos artículos. Unos preservativos gigantes, con piernas y brazos, llenaron las manos de los chicos de profilácticos que repartía el ministerio de Salud provincial como parte de una campaña de prevención del sida. Un ruidoso avión que pasaba una y otra vez sobrevolando los cuatro kilómetros de playa anunciaba: Los bonaerenses debemos estar orgullosos de los primeros diez años de vida de Mar del Sur; para poder festejar muchos más debemos cuidarnos.

      Los niños observaron divertidos la grotesca escena y preguntaron:

      –Mamá, mamá, ¿qué es un profiláctico? –y otra vez Sofía hizo lo que mejor le salía.

      Llegaron a la playa. Aunque no podían ver el mar, sabían que estaba allí, detrás de los carteles publicitarios de una bebida energizante. Quemándose con la arena caliente –Sofía se había sacado las sandalias apenas bajó de la vereda para sentir la tierra y las había puesto en bolso –qué fiaca abrirlo–, atravesaron la hilera de carpas privadas que sólo dejaban libre una muy angosta franja de arena húmeda junto al agua: la playa pública, único lugar al que podían acceder quienes disponían de menos recursos o no querían gastar en alquilar una carpa.

      Conseguir un lugar para estacionar y la larga caminata hasta la playa había sido demasiado para Sofía. No iba a perder más tiempo buscando dónde instalarse. Puso la sombrilla y la reposera en el primer lugar en el que no había gente; sobre miles de colillas de cigarrillos, envases de gaseosas vacíos y desperdicios de todo tipo.

      –Ponete el protector solar –le dijo al mayor sacando sin mirar del bolso una crema antiestrías. –Y ponele también a tu hermanito.

      Se acostó en la reposera. Suspiró hondo. Estaba feliz, había llegado el momento de conectarse con su deseo más profundo: tomar sol para estar más quemada y parecer más joven. Empezó a leer un libro que hacía ya tres meses estaba leyendo y le estaba costando terminar: El tránsito lento y su influencia en el humor femenino.

      Cada tanto, muy de tanto en tanto, miraba de reojo a sus hijos. En un momento su hijo menor levantó un pañal sucio y se lo llevó a la boca; la tibia llamada de alerta no alcanzó para superar los miles de decibeles de la música tecno del parador. En un instante Anastasio lamía el pañal. Sofía se levantó cansinamente y caminó hacia su hijo.

      Los cachetes no bambolearon. El Botox que se estaba poniendo últimamente era de muy buena calidad.

      –Esto no es para comer –le dijo, tirando el pañal nuevamente y con la sensación de estar cumpliendo con su rol de madre. Cuando se fueran de la playa pasaría por el baño y le lavaría la boca. A pocos metros, rodeado de papeles y latas, un cesto de basura esperaba inútilmente con sus fauces abiertas y el estómago vacío.

      Sofía estaba hablando por celular. No se dio cuenta de que Atanacio estaba parado junto a ella, escuchando.

      –Nos vimos varias veces…

      –…

      –Mamá, mamá, tengo sed…

      –Obvio que los finjo, lo hago tan bien que hasta yo me los creo…

      La confidencialidad de alcoba (y muchos otros lugares) no era su fuerte. Nunca lo había sido. Menos desde que había vuelto a la soltería.

      –…

      –Mamá, quiero tomar algo…

      –…

      –Obvio que nos cuidamos. Además, él es estéril y mirá si me quedo embarazada y le transmito la esterilidad a mi hijo…

      Hablaban las dos a la vez, probablemente de cosas distintas. Pero se entendían.

      –Mamá, mamá, hace calor… –le dijo el hijo menor, tirándole de la bikini.

      –Que pendejo hincha pelotas… te llamo después…

      No le preocupó que la hubiera


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