Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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el policía con una amble sonrisa.

      Ya no tenía nombre, lo había perdido para convertirse en El Gordo. No me acordaba que me hubieran bautizado así, ¿para qué carajo me pusieron un nombre? ¿cuál era mi nombre?

      Se había peleado con su familia porque le decían gordo cariñosamente sin imaginar que, aunque fuera dicho con cariño, lo sentía una ofensa y una discriminación. Y justo ellos, que también eran gordos. Siempre vivió atrapado en sus adiposidades, así lo atestiguan fotos de su infancia. ¿Por qué negarse a un mandato familiar? Los factores genéticos heredados le sirvieron de excusa:

      –Mis padres eran gordos, mis abuelos eran gordos, mis bisabuelos eran gordos, mis tatarabuelos eran gordos. Y los hijos de padres gordos, los nietos de abuelos gordos, los bisnietos de bisabuelos gordos, los tataranietos de tatarabuelos gordos tenemos una predisposición especial a engordar. Ellos me acostumbraron a comer mucho y mal –concluía.

      –Comé todo, debieras saber que los niños de Biafra no tienen qué comer –le decía su madre cuando no quería comer algo que le habían servido. Y él obedecía. No se comía solamente lo que podían comer los niños de Biafra, sino también la comida de los niños de Somalía, Burundí, Eritrea, Chad y Haití.

      Dejó su billetera, reloj y celular en una bandeja que se llevó la cinta y avanzó hacia el detector de metales. Escuchó que los policías apostaban si podría pasar o no por allí. No pudo pasar, el espacio era demasiado estrecho.

      El inspector se apiadó de él:

      –Venga, pase por acá. Sáquese el saco.

      Recorrió su cuerpo con un detector de metales. Cuando lo pasó por el abdomen, el detector empezó a chillar.

      –Sáquese la camisa –le dijo el empleado.

      –Pero…

      –Sáquese la camisa –repitió.

      El obeso susurró:

      –Son los anillos del cinturón gástrico.

      –No se haga el gracioso. Sáquese la camisa.

      –En serio, me operé hace un tiempo…

      El empleado no contestó y con su pie apretó un botón. En un instante apareció un policía. El empleado le informó que el señor se resistía a ser revisado. El policía le trasladó la obligación de desnudarse con la sola mirada. El gordo se abrió la camisa sin sacársela. El inspector no insistió, apoyó el detector en el estómago. El aparato volvió a chillar, con mayor intensidad. Unos metros más allá, los pasajeros que aguardaban miraban con morbosidad su inmensa presencia.

      –¿Otro caso de contrabando de ravioles? –preguntó el policía.

      –No es joda, tiene algo de metal en el estómago… debieran mirarlo con rayos X; puede ser un contrabandista o un terrorista.

      El policía apoyó amenazadoramente la mano en la culata de su pistola sin desenfundar.

      –Acompáñeme señor –le ordenó el policía.

      Con sus mofletes bamboleantes como una cosa independiente y viva, ajena a su voluntad, lo siguió por interminables pasillos hasta que llegaron a una sala. Entraron.

      –Espere aquí –le dijo y se marchó.

      A el gordo ya no le dolía la gordura. Siempre encontraba una buena razón para seguir en statu quo, que más que momentáneo amenazaba eterno.

      Una vez se visualizó flaco –después de bajar los cincuenta kilos que le sobraban– con los pliegues de carne de brazos y tetillas colgando y pensó en las cirugías necesarias para extirpar esos restos fláccidos. Imaginó estrías indelebles que lo acusarían aún flaco, que siempre lo sindicarían como un ex gordo. Contabilizó lo que tendría que gastar en achicar la ropa buena, o ir de compras.

      Pasada la época de anfetas, laxantes y diuréticos diarios y, con la certeza de que la anorexia o la lombriz solitaria tan deseadas jamás llegarían, que ningún lunes empezaría un régimen y que no tenía problemas glandulares que lo hacían engordar hasta cuando tomaba agua, se asumió como gordo. Su cuerpo se había descompuesto y él jamás intentó recomponerlo.

      Sabía que tener sobrepeso era mucho más que un problema de estética. Que era una cuestión médica que iba más allá de una segura diabetes o problemas cardíacos –benditas y milagrosas pastillas: gracias–. Sabía que su obesidad afectaba las articulaciones, la respiración, el sueño, estado de ánimo y los niveles de energía, repercutiendo negativamente sobre su calidad de vida. Postergó la aparición de esas dolencias mintiéndose y mintiéndole al médico.

      Se habituó a vivir en un cuerpo repudiado y se descuidó como uno se descuida cuando se retira del campo del amor. Sabía que no estaba en las fantasías de ninguna mujer. Sólo una vez se había expuesto al riesgo ciego que corren los enamorados. Y le fue mal. Por una no amiga se enteró de la mentira piadosa del rechazo –este gordo está loco si cree que una mujer como yo le va a dar pelota–. Renunció a ser amado. Vació de contenido el “te quiero” y reordenó sus valores en función de sus necesidades terrenas –no tenía de las otras–. Así, fue excluyéndose, levantando una coraza infranqueable que sólo podrá cruzar quien me acepte como soy; nadie la cruzó, nadie quiso cruzarla. El aislamiento lo hizo dueño de sus carencias.

      Cada tanto intentaba creer que antes todo había sido mejor. Pero nada había sido mejor. Siempre había tenido una vida de mierda. Así como en el porvenir no había nada que lo entusiasmara, en el pasado no había nada que lo enorgulleciera.

      Su baja autoestima y su imagen corporal menospreciada hicieron que estableciera relaciones con los demás desde un lugar diferente, poco sano. Cuando debía interactuar lo hacía como una mole arrolladora.

      Se fue replegando de los eventos sociales, como el velamen de un velero que ancló.

      Le costó aceptar su soledad. Una cosa es cierta, si alguna vez se animara a la sinceridad, hablaría de la soledad de los gordos, confesaría que no hay gorduras felices.

      Empezó a navegar entre la depresión, la agresividad y el retraimiento, pero siempre mostrando otra cara. No quería que nadie conociera su verdadero yo.

      Quince minutos más tarde el policía volvió con otros dos.

      –Desnúdese.

      El gordo se sacó el traje a medida y la camisa. No le era fácil encontrar ropa de su talle, ni aún en los Estados Unidos. Se desabrochó las ligas, y las medias cayeron flojas por sus pantorrillas anchas. Quedó en calzones.

      –Le dije que se saque todo.

      Se sacó el calzoncillo.

      Escuchó que los policías susurraban:

      –Mirá, no tiene pito…

      –No seas boludo, lo tiene bajo el rollo…

      –¿Cómo hará para fifar?...

      Lo extrañaba. Hacía mucho tiempo que no se lo veía.

      Hizo que no los había escuchado. Se había convertido en un experto en hacer oídos sordos a ciertas cosas que decían de él, en reprimirse.

      –Párese atrás de esa pantalla mirando para acá.

      El obeso apoyó la panza en la fría pantalla. Las grasas se desparramaron, ocupándola toda. Cuatro anillos, abiertos, despedazados por un voluminoso estómago, se veían con nitidez.

      –Perdón señor, pensé que me estaba tomando el pelo con eso del cinturón gástrico… Debiera hacerle juicio al médico porque me parece que no le funcionó.

      El obeso lo fulminó con la mirada.

      Salió del cuartucho y miró el reloj. Debía apurarse si no quería perder el avión. Ensayó algo parecido a un trote desgarbado. Se agitó a los pocos metros. Por enésima vez se prometió empezar a hacer gimnasia. Nunca tuvo la voluntad de iniciar algún tratamiento. No estaba


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