Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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del cuerpo y giró la cabeza para ver a los jóvenes delfines barrenando a la par de la vieja tonina, que no había perdido las mañas.

      Entonces sucedió.

      La ola los había escuchado; quizás ofendida porque creyó que los chicos realmente preferían a la de atrás o porque sus palabras privaron al resto del disfrute, decidió escarmentarlos. La espuma que los envolvía se transformó en la de un perro rabioso y la ola se convirtió en un poderoso remolino que los zarandeó hacia dentro y hacia fuera, arriba y abajo. Sus cuerpos, laxos, se bambolearon como muñecos de trapo. De pronto, el mar debajo de ellos desapareció y los tres cayeron al fondo arenoso.

      Fulgencio dejó de verlos, su parte de la ola siguió evolucionando a la perfección. Un tobogán interminable lo depositó en la orilla, varándolo como a una ballena. El disfrute hizo que por largos segundos se olvidara de los chicos.

      Cuando se incorporó, los vio. Intentaban salir del mar con dificultad, los cuerpos magullados, un ojo en compota, algún hilo de sangre en una nariz, una renguera, un codo dislocado, nada grave.

      Fulgencio recordó sus quince y sonrió.

      Casimiro

      –Por favor Casi, hoy paseá vos a Petronilo –me dijo Casandra, mientras seguía abrazada a la almohada.

      Si bien no era lo que habíamos acordado antes de comprarle el perro a nuestro hijo Indalecio, accedí. Era el Día de la Madre. Lo pasearía unos quince minutos, después iría a correr mis cinco kilómetros diarios, le compraría a Casandra unas flores, me ducharía y a las nueve en punto estaría desayunando con ellos –el ellos incluía a Petronilo que, a pesar de haber llegado hace tan sólo seis meses a la casa, ya era uno más de la familia–.

      Jamás lo confesaría, pero había empezado a disfrutar de los paseos con Petronilo. Me esperaba puntual, impaciente a la hora de salir. Y ya en la calle perseguía los olores y movía la cola cuando se reconocía en algún otro de sus pares.

      Eran las siete de una mañana primaveral. Poca gente en la calle. Atravesé el olor rancio del contenedor gris que vaciaban poco. Me extrañé no ver al homeless que siempre duerme en el cajero automático. Un portero baldeando la vereda, una parejita alegre que volvía de algún boliche con una bolsa con medialunas, un señor con dos enormes rottweilers a los que no me acercaría y, en la esquina, una madre empujando un cochecito azul de bebé, un Gracco igual al que habíamos usado con Indalecio. Sonreí al recordar cuánto le costaba a Casandra armarlo a pesar de tener las instrucciones enfrente –en castellano y con ilustraciones–.

      A mis espaldas oí el ronronear de un motor e instintivamente tanteé el celular en el bolsillo.

      Creí reconocer la moto. Venía despacio. Cuando pasó a mi lado me llené de satisfacción.

      Las Jawa eran robustas, confiables. Un caño. A pesar de que ésta tendría varios años, no dudé de que seguiría andando a la perfección. Era entre marrón y bordó, igual a la primera que me había comprado.

      –Esa es para los que no pueden comprarse una Harley, me decían mis amigos, envidiosos.

      Saqué el celular y le tomé una foto. Verifiqué que estuviera nítida y la subí a Facebook sin leyenda. Los entendidos la reconocerían enseguida. Tuiteé: @casimiro #jawa350spyder #libertadtotal #quierounaya #imborrablesrecuerdos #maquinoninfernal.

      Vi que el tanque de nafta tenía una pequeña abolladura. Sería de tiempo atrás, un poco de óxido lo delataba. Yo lo hubiera arreglado apenas se lo hice.

      Le miré la patente, 123 LAD, pero no pude calcular de qué año era; no era como antes, que con sólo mirar la primera letra, uno sabía el año.

      Noté que el que conducía llevaba casco blanco, tenía guantes y unas botas de cuero negras, una remera negra de los Guns n´ Roses con una calavera, y unos jeans azules gastados.

      Sentado atrás, un joven de unos veinte años, sin casco, pero con el chaleco verde flúo obligatorio, aunque la patente impresa en él, 789 RON, no coincidía con la de la moto, lo que me extraño. También tenía unos jeans y unas zapatillas negras con tres tiras rojas. El chaleco no me dejó ver detalles de la remera blanca que tenía puesta. El pelo negro le llegaba a la mitad de la espalda y estaba atado con una gomita amarilla que le hacía juego con una pulsera de goma, de esas que puso de moda un ciclista que resultó un bluff. Tenía puestos unos anteojos Ray–Ban Aviator polarizados que clamaban truchos. No como los míos.

      Me estaba impacientando, habían pasado los quince minutos previstos y Petronilo ni señales de hacer lo suyo. Siempre giraba tres o cuatro veces sobre sí mismo antes de hacer popó.

      La moto subió a la vereda y se le cruzó a la madre con el cochecito. Al tiempo que el conductor intentaba arrebatar la invitante cartera que la señora llevaba al hombro, el que estaba atrás se bajó y con destreza abrió el arnés que sujetaba al bebé. El chico se puso a llorar, la madre se olvidó de la cartera y se tiró sobre el joven, gritando:

      –¡Hijo de puta, hijo de puta!

      Saqué varias fotos y guardé el celular. A mí, no me lo iban a afanar.

      El portero miró de reojo y siguió limpiando la vereda.

      El dueño de los rottweilers los soltó y les ordenó:

      –¡Ataquen! -pero los perros se quedaron moviendo el rabo junto a su él.

      La parejita se dio vuelta y sin dejar de comer las medialunas, se limitó a observar la escena.

      A una cuadra, un policía terminó de textear e inició un cansino trotar para cumplir con su deber, al tiempo que gritaba:

      –¡Policía, deténganse!

      ¡Estos canas son unos inútiles!, me dije, ¿Creen que con un grito pedorro van a parar?

      El que manejaba la moto le pegó una trompada a la mujer, que cayó al suelo, y, llevándose la cartera, aceleró por la vereda.

      El otro, precedido por el ulular del bebé que llevaba en brazos, empezó a correr hacía mí. Era un poco más bajo que yo, no llegaría al metro ochenta. Flaco, huesudo, fibroso. Corría arrastrando levemente la pierna derecha. Una baldosa floja desacomodó más su renguera y empezó correr con más lentitud.

      El policía dudó a quién perseguir. Luego de un rato se dio cuenta de que no iba a alcanzar a la moto.

      La madre se incorporó con dificultad y empezó a correr con desesperación.

      El chorro con el bebé pasó junto al inmóvil portero. ¡Qué guacho, ni siquiera intentó levantar la manguera para que se tropezara!, pensé.

      Varias veces había imaginado cómo reaccionaría ante una situación como esta: ¿Lo interceptaría y le haría un tackle, como en mis épocas de rugbier? ¿Le pegaría un hombrazo que lo arrojaría contra la pared? ¿Me haría el distraído y cuando pasase a mí lado le haría una zancadilla? En cualquier caso, llevaría mi valentía hasta las últimas instancias.

      Estaría a unos cinco metros cuando se le cayeron los anteojos, no se detuvo a recogerlos. Vi sus ojos pardos, achinados, inyectados en heroinica sangre. Vestigios de un acné mal curado adornaban su cara. En el brazo derecho llevaba tatuado un corazón rojo con la palabra mamá, sin tilde, en blanco.

      Estaba casi encima de mí. Bajé la mirada al piso, como buscando algo. Por las dudas, sujeté fuertemente la correa de Petronilo. No fuera a ser que al chorro se le ocurriera cambiar bebé por perro.

      Cuando pasó a mi lado pude ver que era una beba, con un gorrito rosa con la leyenda I Iove Mummy. No tendría más de seis meses. Sus cachetes estaban rojos, pero no lloraba.

      El olor a birra no era de ella. Tampoco el olor a chivo; rancio, profundo. Quiera Dios que no queden grabados en la memoria de la beba –pensé.

      Al llegar a la esquina, el tipo se detuvo, y con una llamativa delicadeza depositó a la beba en la entrada de un edificio.


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