Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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capital, pero poca renta; entre las retenciones y la cosecha perdida por las lluvias, en los últimos años no les fue tan bien –dijo el Bebe, sin disminuir el vigoroso ritmo.

      –Y para colmo, Marta que no suspendía su mes en la Toscana por nada del mundo… No soportaba los inviernos acá… no sé qué va a hacer ahora…

      –Va a seguir viajando como siempre… Junior mal no la dejó… invitará a alguna amiga… o se enganchará algún novio… –acotó el Bebe.

      –¡¿Estás loco?! Junior era el amor de su vida –dijo Charlie.

      –Además, ya tiene sesenta y pico… –comentó Matuco.

      –¿Qué querés decir con eso? Está esplendida –dijo Charlie.

      –Espléndida pero jovata, está más para abuela que para amante… Aunque vos que andás soltero podés hacerle un tirito…–le dijo Matuco a Charlie, que no le contestó.

      No sé qué me molestó más de Matuco, si la bajeza o el infantilismo. Estuve a punto de decirle algo, preferí callarme.

      –¿Le habrán detectado alguna enfermedad incurable?

      –¡Imposible! Cuando desayunamos el otro día me contó que se había hecho unos exámenes clínicos de rutina y que le habían dado perfecto. Además, ayer en el velorio me encontré con el Oso que me contó que Junior estaba bárbaro.

      –¿Quién es el Oso? –preguntó Charlie.

      –El médico de Junior, es hijo del Puma Larreta, no es tan buen médico como el padre pero heredó a todos sus clientes… perdón, pacientes… y le va muy bien… con decirte que no atiende por obra social –dijo Matuco, agitado.

      –¿Marta le habrá descubierto algo? –preguntó el Bebe.

      –¿Qué insinúas? –preguntó Charlie.

      –No sé… ¿una amante… una familia paralela? –aventuró el Bebe.

      –No creo… era muy vivo –dijo Matuco.

      Percibí su ironía. Lo miré de reojo para que supiese que había percibido su doble sentido. No me miró. Tenía puesta la clásica remera de los Rolling Stones de la lengua; la voluminosa panza de Matuco hacía que los labios parecieran deformados, como si les hubieran puesto Botox.

      –Me impresionó que lo velaran con el cajón cerrado –dijo Charlie.

      –¿Y qué pretendías? Se pegó un tiro en la boca.

      –¿Y cómo sabés eso?

      Hondamente satisfecho por tener información que sus amigos no tenían, les dijo:

      –Me lo contó mi portero, que es primo del de Junior, que el baño era un enchastre… sangre y sesos por todos lados.

      –Pobre Marta… pobres los chicos… -acotó Charlie.

      –No lo vieron, cuando escuchó el tiro, Marta no se animó a entrar y llamó a Lucho para entrar al baño…

      –¿Lucho?

      –El portero de Junior –acotó Matuco, jadeante.

      Imaginé que ahondarían en los detalles escabrosos, me equivoqué.

      –No se dan una idea el abrazo que me dio Marta cuando me vio, me dijo lo importante que yo había sido para Junior, destacó que siempre había estado a su lado cuando más lo necesitaba… Me emocioné. Estaba en un grado inferior, y ya desde esa época en el colegio me pedía que lo defendiera de los que lo jodían –dijo el Bebe.

      –¿A qué colegio iban? –preguntó Matuco.

      –Al Nacional Buenos Aires cuando era el Nacional Buenos Aires, …no como ahora que está copado por progres –le contestó el Bebe.

      A Matuco pareció no importarle la respuesta:

      –Apenas entré al velorio, Apolinario Jr. se me abalanzó sollozando, me hizo saber que siempre había sido como un padre para él, nos quedamos largo rato abrazados sin decirnos nada, no fue necesario, entre nosotros siempre hubo un afecto muy especial, ese vínculo que sólo te dan los años y las cosas importantes compartidas.

      –A mí, Marta me pidió que pasados estos momentos la invite con los chicos unos días a Punta. Me quedé hasta el final, a las tres de la mañana. No quería dejarla sola, al final me pidió que me fuera, que necesitaba descansar –dijo Charlie.

      La charla siguió en una escalada por dilucidar quién era el más amigo. ¿La tragedia habría aumentado el sentido de la amistad?

      Me quedé pensando en cómo reaccionaría yo si se muriera uno de mis mejores amigos. Sin duda estaría tan deshecho como ellos. No me atreví a pensar cómo reaccionarían mis amigos si yo me muriese.

      Bajé de la bicicleta, me sequé unas gotas de sudor que me hacían picar los ojos y busqué el control remoto de la tele. Como no podía ser de otra manera, no lo encontré. Entonces fui a buscar el diario. No tan de casualidad, lo encontré abierto en la página de los avisos fúnebres. Me subí de nuevo a la bici para terminar mi religiosa media hora de pedaleo. Apoyé el diario en el manubrio y, sin dejar de pedalear, vi la gran cantidad de avisos que recordaban a Junior Bustamante. Esto despertó mi curiosidad. Sin duda había sido un tipo querido o importante. Empecé a leerlos de atrás para adelante, pasé por el de sus entrañables amigos de tantos años del club que lo despedían consternados. En una larguísima y abaratadora nómina descubrí el verdadero nombre de Matuco –que rato antes se había indignado porque el empleado del club que redactó el aviso había cometido un error imperdonable, que ameritaba cuanto menos el despido-. –¿Cómo Anchorena? ese inútil tiene que saber que soy de Anchorena...; me enteré que el Bebe se llamaba Alfonso y que para el aviso Charlie había vuelto a ser Carlos María. Seguí leyendo, acercándome a los avisos de los más allegados… a los de sus primos… sus sobrinos y hermanos, sus fieles colaboradores… y, por fin, al de su mujer, hijos y nietos, que rogaban una oración en su memoria. Pedían a Dios para que encontrara la paz que no encontró en esta tierra e invitaban a su entierro en un coqueto cementerio privado de la zona norte a las once.

      Miré el reloj del gimnasio, las once en punto, hora de enterrar a Junior Bustamante y dar por terminado mi ejercicio diario. Bajé de la bicicleta, me despedí con un hasta luego respondido con un indiferente chau grupal y me fui a dar una ducha. Ellos seguían charlando sobre su mejor amigo muerto.

      El problema de los límites

      –Pasaporte –le pidió el policía de fronteras.

      El gordo se lo extendió.

      El policía lo abrió, y dijo:

      –Este no es usted.

      –Sí lo soy… –afirmó desafiante el gordo. Sus brazos no colgaban derechos sino en jarro, más bien en ancha tinaja. –Pero la foto es de unos años atrás, cuando era flaco –se excusó.

      El policía lo miró sin contestarle y llamó a un compañero.

      –¿Te parece que es él? –le preguntó, señalando con la cabeza al gordo.

      –No parece; si es, está muy cambiado.

      Llamó a otros… Pronto cuatro policías de frontera y tres empleados aduaneros debatían si la foto correspondía o no al sujeto obeso que esperaba ansioso el dictamen.

      –Hagamos una votación: ¿quién dice que es él? –propuso el policía de frontera.

      Nadie se animó a aseverarlo.

      –¿Quién dice que no es? –repitió.

      El silencio fue la respuesta.

      –¿Quién dice que podría ser?

      –Yo creo que quizás pudiera… los ojos son casi iguales, parecen ser los mismos, aunque ahora están más achinados –dijo una mujer pintarrajeada


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