Cosas que pasan. Federico Caeiro
Doblaron por Quintana hacia Cinco Esquinas, mientras caminaban, Florencio pensaba: ¿sentirá, como yo, frustración por nuestra amistad malograda?, ¿seguirá rumiando el pasado?, ¿sentirá algo, o nada?
Pasaron por varios edificios donde vivían conocidos; Florencio no miró las entradas, estaba concentrado en Margarito. Se cruzó con un amigo a quien dejó pagando con el saludo. Más vale pasar por maleducado que perder una presa; después lo llamaría para disculparse.
Una ambulancia pasó haciendo sonar la sirena y por unos instantes dejó de escuchar sus pasos; se alarmó, ¿se habría ido? El alma le volvió al cuerpo cuando lo sintió detrás.
El semáforo de Juncal detuvo sus pasos.
Margarito paró unos metros más atrás. Simuló atender un inexistente llamado mientras esperaba que el semáforo cambiara de color y les permitiera avanzar. En ese momento, y a pesar de que estaba nublado, se puso unos innecesarios anteojos negros, tal vez creyéndose un avestruz. ¿Pensaría que así Florencio no lo vería y ahora era él quien estaba jugando? Siempre le había gustado desafiar a los demás.
Florencio tenía la certeza de que Margarito lo había visto y se estaba haciendo el estúpido. Le salía tan bien.
Hubiera seguido siendo su amigo, pero después de su separación Margarito optó por pelearse con todo el mundo; si no hubiese visto que el problema era con la humanidad toda, Florencio habría tomado su alejamiento como algo personal.
Continuaron la marcha. Metros más adelante, para dejar que se distanciaran, Margarito paró frente a una casa de lotería.
Inmediatamente, Florencio detuvo su andar. Se aburrió de ver los resultados de apuestas que no había hecho.
De reojo lo observó: Margarito estaba mucho más viejo que la última vez que lo había visto, cuando atestiguó en su contra en el juicio de su divorcio; quiso quedarse con lo poco que su hermana había heredado.
La vida se había ensañado con él; los años se le habían adosado con esa tristeza que se atornilla para no irse más. Enjuto, encorvado, hombros vencidos por la fuerza de gravedad, demacrado, cara comedida, religiosa. No era más que piel y huesos, el cutis oliva mustio, canoso, ojeras y arrugas que se mostraban como parte esencial de él, tenía el labio inferior levemente caído, la amargura se lo había bajado.
Su presencia no generaba en Florencio odio, sino que actualizaba su sentimiento. Era un auténtico desastre. En todos los sentidos. Quizás no fuera un completo inútil, aunque todo indicaba lo contrario.
Apenas empezó a andar, Florencio se le adelantó. Margarito apuró sus pasos, Florencio apuró los suyos, no lo iba a dejar pasar. En el reflejo de otra vidriera percibió la intención de Margarito de cruzar la calle. Florencio nunca cruzaba por la mitad de cuadra, pero esta vez tenía un motivo valedero. Apenas Margarito bajó del cordón, él también lo hizo. Sonrió especulando cómo lo estaría maldiciendo.
Cruzaron Libertad, y Florencio sintió que los pies de Margarito se arrastraban menos, que tomaban fuerzas para pasarlo. Lo intentaría antes de llegar al puesto de diarios, que actuaría como un brete. Florencio se figuró que trataría de hacerlo por su derecha. Jamás se animaría a quedar encerrado entre la pared y su humanidad. Adivinó. Con disimulo empezó a desviarse hacia la calle.
Así caminaron, uno detrás del otro, hasta el puesto de diarios que apenas dejaba espacio libre para que pasara una persona. Florencio se detuvo a hojear unas revistas. Margarito también. Podría haber salteado el kiosco, evitándolo, pero no lo hizo.
Hojeó varias revistas de viaje con desgano. Margarito tuvo menos suerte, le tocó detenerse frente a las de moda. Florencio se decidió por una que invitaba a leer un artículo del norte de España, un sueño anhelado por su suegra. Florencio pagó y empezó a caminar. Segundos después, Margarito lo siguió. Quería jugar su juego. Florencio avanzó despacio unos metros; y cuando lo sintió cerca, frenó de golpe. Por poco Margarito lo choca, pero tuvo reflejos.
Pasaron frente a una pared llena de graffitis; uno decía: basta de perseguir. Florencio percibió que más allá de la diversión, había llegado la hora de terminar el juego. No se sentía mal por molestarlo, pero estaba empezando a asfixiarlo lo que no fue, lo que podría haber sido, lo compartido y perdido.
Cuando llegó a la esquina, se corrió adrede. Margarito apuró su paso y con la mirada fija en el piso, lo pasó.
–Chau, flaco –le dijo Florencio en voz alta, para que Margarito esta vez lo escuchara.
En vano esperó su insulto.
Florencio va a empezar a pasar más seguido por la casa de Margarito.
Con un poco de suerte, se lo vuelve a encontrar.
La ola
El deseo de rememorar viejas épocas llevó a Fulgencio de nuevo al mar. Hacía mucho que no iba, la montaña lo había secuestrado. Pero el salado y soleado amor de juventud seguía intacto.
Nubes milgrises colgaban de hilos invisibles, como en una escenografía surrealista. Los perfectos azules del cielo y el mar se amalgamaban en un casi irreconocible horizonte móvil. Competían por ser bellos en una lidia que jamás tendría ganador.
En la orilla, con el agua por los tobillos, un hombre jugaba levantando a un niño ante la llegada de cada ola, que gritaba aterrorizado y feliz.
Se acercó hasta el rompiente y durante un largo rato escrutó las olas verdes o azules o grises o marrones. Todas iguales, todas distintas. A pesar del tiempo, Fulgencio y el mar tenían un asunto.
Intentó ver algún cardumen reflejado en el sol. De niño, a los pejerreyes los soñaba delfines.
Miró el banderín negro y amarillo de mar dudoso y al guardavida, que lo alentó con su pulgar levantado.
Nadó en línea recta hacia ese horizonte movedizo.
Una decena de barrenadores aguardaban con impaciencia las olas rompientes que los harían sentir torpedos. Dependiendo de la habilidad y de cuán lejos los dejara la primera, podían agarrar una segunda en la misma tanda. Fulgencio agradeció que no hubiera surfistas, uno no barrena tranquilo con las amenazantes tablas cerca.
Intentó agarrar varias, pero su falta de timing era evidente. A pesar de sus vigorosas braceadas, lo sobrepasaban. Y su frustración se acrecentaba. Se agotó más rápido de lo pensado. Se prometió nadar una vez por semana cuando volviese de sus vacaciones.
La temperatura del agua invitaba a quedarse largo rato. Se sentía más calor adentro que afuera.
Estaba descansando en el subibaja de las olas cuando a unos diez o quince metros, vio a tres adolescentes atléticos, pelos decolorados, piel bronceada y dientes demasiado brillosos que, impulsándose en el lecho arenoso, saltaban por sobre la cresta de las olas a punto de romper para avistar si la que venía atrás era mejor. Cuando esto sucedía, y al grito de la de atrás, la de atrás, dejaban pasar la ola, esperando la de atrás, más grande, más potente.
Fulgencio se puso a observarlos.
Cada tanto el grito se reducía a un mero atrás, atrás; contraseña interna para que los adolescentes barrenaran esa ola, que era siempre la última de la tanda.
El resto –desprevenidos primero, decepcionados después– dejaba pasar esa ola para encontrarse con una calma chicha que se prolongaría por algunos larguísimos minutos.
Fulgencio recordó al instante el juego.
Decidió no dejarse engañar, y apenas escuchó el "atrás, atrás" empezó a dar poderosas brazadas para no perdérsela. En la cresta observó cómo los chicos también se zambullían.
Pendejos de mierda, sonrió. La ola era perfecta, exclusiva para ellos cuatro. El resto, confiado que la había dejado pasar, se lamentaba.
La ola comenzó a romper formando un maravilloso tubo, la pared casi vertical tenía un metro y medio de alto –quizás no parezca