Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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selectivamente en mesas recién dejadas. Parecía que no le gustaban ni las verduras, ni las gaseosas ni el pan. ¿Además de alimento, encontraría, como yo, paz en el convento?

      Al otro martes decidí hablarle.

      Caminaba hacia una mesa en la que una cuarentona con aires de secretaria ejecutiva había dejado unos ravioles que lucían más que apetitosos.

      –Hola –le dije, cuando pasó a mi lado.

      No me contestó. Repetí el saludo levantando la voz.

      Se dio vuelta sobresaltada y me miró de arriba abajo.

      –...¿Me está hablando a mí?… ¿Cómo hace para verme? –me preguntó.

      –Tengo súper vista –le contesté, intentando caerle simpático.

      –...¿Usted también tiene súper poderes? –me dijo, abriendo los ojos con desmesura. Eran de un marrón profundo. Su mirada era limpia, transparente.

      El también que usó me alertó:

      –Por supuesto… ¿cuáles son los tuyos? –le dije, incorporándome.

      Puso una cara de vos me estás jorobando y me dijo que intentara verla sin la súper vista activada.

      –Mi súper vista no se activa y desactiva, la tengo todo el tiempo activada –le dije.

      –...Con razón… –dijo, arrastrando musicalmente la zeta.

      –¿Con razón qué? –pregunté extrañado.

      –...Con razón no se dio cuenta de que soy invisible.

      Recién entonces me percaté de que le costaba arrancar las frases, como si las pensara.

      Estábamos a un metro el uno del otro.

      –¿Qué estás leyendo? –le pregunté, señalando el libro que había dejado en el banco.

      –...Alicia en el País de las Maravillas.

      No pude evitar mirarle las uñas levemente despintadas. Se sonrojó con coquetería, y se metió las manos en los bolsillos.

      –Me encanta la Reina de Corazones cuando desaparece –le dije.

      –...El que desaparece es el gato –me corrigió, agregando: –La reina es insoportable.

      Sus cejas subían y bajaban al compás de las palabras.

      –Es cierto, y cuando desaparece deja una sonrisa en el aire –agregué.

      Un suave movimiento de las comisuras hizo que los labios de la niña apenas se entreabrieran; en sus mejillas se dibujaron unos hoyuelos que eran más mueca que risa, pero imaginé la sonrisa del Gato de Cheshire.

      No tenía claro cómo llevar adelante la conversación ni supe disfrutar del momento.

      –¿Dónde vivís?

      Aunque no quería incomodarla, lo estaba haciendo. ¿Por qué no seguí hablando de Alicia en el País de las Maravillas?

      –...Esta es mi casa –me dijo, mirando de reojo el plato de ravioles.

      Iba a decirle que eso era imposible, que el convento cerraba de noche. Pero esta vez me ganó la prudencia.

      Vi su cara de decepción cuando el mozo se llevó el plato de ravioles.

      –...¿Por qué me hace preguntas? –me dijo con impaciencia.

      Seguía con las manos en los bolsillos ¿Cómo se contesta eso?

      –Contame de tu invisibilidad –le dije.

      –…Al principio no sabía que era invisible, pero con el tiempo me di cuenta de que nadie me ve, nadie nota que existo.

      Tardé unos segundos en comprender el significado de sus palabras.

      –¿Te puedo invitar con algo?

      –…No, gracias señor, no entre en gastos. Con lo que dejan acá, tengo lo que necesito. Sobre todo, por las mujeres, que dejan mucho sin comer.

      Si bien hasta ahora no me había tuteado, el señor que usó me descolocó. Uno no quiere ser un señor a los cuarenta.

      Sonó mi celular. Era de la oficina; intenté cortar lo más rápido posible.

      Cuando terminé de hablar, no estaba. Esperé largo rato, pero no volvió.

      Recorrí el patio y los pasillos del convento. Caminé las calles vecinas con esa sensación de esperanza que lo lleva a uno a no alejarse demasiado del lugar donde perdió algo importante.

      Esa noche y varias otras releí Alicia.

      Cuando volviera a verla, nuestra conversación no sería tan corta. Me prometí hacerle menos preguntas.

      La niña habitó mi corazón, rasgándolo. A pesar de su parquedad, me había impactado sin artificios ni imposturas. Su hablar arrastrado se convirtió en música.

      La vi tan pronto como entré. Estaba en su banco.

      En vez de sentarme junto a ella, fui a mi mesa de siempre y me quedé mirándola de lejos. Leía con dificultad; unos inflamados párpados violáceos –que no eran los suyos– le dificultaban distinguir las letras. Quise imaginar un accidente.

      No sé para qué me distraje leyendo el menú que conocía de memoria. Cuando levanté la vista, ya se había ido. ¿Otra vez me abandonaba?

      Me terminé comiendo de postre el chocolate que le había llevado de regalo.

      Empecé a ir a almorzar al monasterio todos los días. El banco bajo la palmera siempre vacío.

      Pasaron varios días hasta que me animé a preguntarle al mozo que me atendía si la había visto.

      –¿Qué niña? –murmuró, mientras doblaban las campanas.

      Las flores que más le gustaban

      ¡Oh, alma de víbora, oculta bajo belleza en flor!

      ¿Qué dragón habitó nunca tan hermosa caverna?

       William Shakespeare. Romeo y Julieta.

      –Señor… –me insinuó el taxista al enésimo mensaje que le dejé a Fedra.

      –Usted concéntrense en llegar rápido.

      Al instante, me arrepentí de mi grosería, pero no me disculpé. Una generosa propina lo ayudaría a entender mi angustia creciente.

      Estaba muy preocupado. Fedra vivía prendida al celular y siempre me devolvía los llamados al instante. Había intentado avisarle, sin éxito, que se había suspendido la reunión prevista para el último día de mi viaje y adelantaba mi regreso.

      Apreté de nuevo el redial. Eran las cuatro y media de la madrugada.

      Cuando entré al edificio, el sereno que dormía, se sobresaltó. Más tarde comprendería que lo hizo extrañado por mi presencia.

      –Otra vez tá roto –balbuceó despabilándose, mientras señalaba el cartel en la puerta del ascensor donde se podía leer: decompuesto.

      La puta madre, pensé, cinco pisos por la escalera.

      Subiendo los escalones de dos en dos, atravesé el persistente hedor de la bagna cauda del primero, los gemidos lésbicos del tercero y el estruendoso televisor siempre prendido del viejo sordo del cuarto, hasta llegar a la oscuridad del palier del quinto.

      El encargado no solo no escribe bien, pensé, sino que el inútil es incapaz de cambiar una bombita.

      Como un ciego, tanteé las paredes hasta dar con la puerta. Mientras tocaba inútilmente el timbre, busqué las llaves en los bolsillos. La oscuridad, la agitación y el sudor de mi mano se aliaron con la esquiva cerradura. Luego de un rato eterno logré abrir la puerta.

      Me


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