Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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bordó humedecida en los sobacos y la panza que luchaba contra el chaleco reglamentario, que más temprano que tarde se daría por vencido. Agitado me preguntó:

      –¿No lo viste al chorro? ¿No lo pudiste parar?

      –¿A quién? –le pregunté, preocupado porque mi Petronilo no quería hacer sus necesidades.

      Cosas que pasan

      Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera, y sin embargo sucedieron así.

       Miguel Delibes, “El Camino”

      El padre de Fortunata era muy testarudo y nada supersticioso. Cinco años antes que ella naciera había nacido otra Fortunata, su primera hermana mayor, que a los cuatro meses murió súbitamente. Dos años después nació otra Fortunata, su segunda hermana mayor, que tuvo tan poca suerte como la primera Fortunata; vivió sólo un año por culpa de una bronquitis aguda. Fortunata nunca supo de la existencia de sus hermanas.

      Eran casi las diez de la mañana. Fortunata volvía de una gira por el interior chubutense. Estaba terminando el verano, poco viento, un cielo azul profundo y la tranquilidad patagónica que todo lo envolvía.

      De repente, un caballo suelto se cruzó en su camino. Intentó esquivarlo pegando un volantazo pero mordió la banquina y volcó. La camioneta dio varios tumbos antes de detenerse, en medio de la polvareda, en un jarillar.

      Perdió el conocimiento. Tardó un largo rato en recobrarlo. Cuando abrió los ojos, el mundo estaba al revés; yacía colgada y atrapada por el cinturón de seguridad. Pensó que estaba muerta, pero no, no podía ser; la muerte no debía doler tanto.

      Lo primero que vio fue la bolsa del airbag, desinflada y colgante, que le recordó un enorme profiláctico usado. Y detrás, un zorro colorado que despedía un particular, denso y fuerte olor y husmeaba en busca de una comida que no iba a encontrar. Ella era muy pulcra. No comía en la camioneta.

      Miró sus manos, estaban perfectas. Unos guantes de antílope con las puntas de los dedos cortados que dejaban ver unas uñas siempre prolijas y pintadas. Ante todo, la coquetería. Empezó a palpar su cuerpo. Se tocó el pantalón, estaba todo mojado. El accidente había hecho que se orinara encima. Recién con el movimiento de las manos el zorro se percató de su presencia, la miró, la olfateó y sigilosamente se fue.

      Cerró los ojos… qué hacer. A su mente le llegaron reminiscencias de otro accidente.

      Tenía veinte años. Estaba en una cama. No sabía dónde ni desde cuándo. De a ratos tomaba conciencia, pero pronto volvía a dormirse. Un olor a formol flotaba en el ambiente. Cada tanto, una luz fina, penetrante, le perforaba los ojos. Cuando los abría, veía un barbijo y una linterna. A su costado una radiografía de una columna vertebral apoyada en una pantalla iluminada y tres personas que la miraban, y hablaban. A dos creyó reconocer como a sus padres, la tercera tenía un delantal blanco. Volvía a quedarse dormida. A la columna vertebral no la reconoció como suya hasta que, entre sueños, escuchó: –médula cortada… cintura para abajo… paralítica… silla de ruedas… adaptarse… pobre Fortunata.

      No tardó en comprender su nueva realidad. El cuarto donde estaba se le ocurrió más oscuro. Se lamentó de haber desobedecido a su padre y haber salido con “esos” amigos que resultaron ilesos en el accidente. Había decidido seguir viva hasta el final de su vida. Con la definitiva parálisis y la inevitable infertilidad, también murió el deseo sexual.

      Fortunata tenía casi cuarenta y a pesar de sus limitaciones, un estado físico envidiable que no hubiera logrado de no haberse obligado a hacer tres horas de ejercicio diario. Muchas repeticiones con poco peso, brazos, espalda, tórax, abdominales fuertes como el hierro, pero no desarrollados como los de esas fisicoculturistas tan poco femeninas.

      Fortunata se juró que no sería un estorbo para nadie, nunca. Apenas salió del hospital empezó a entrenarse. Se había acostumbrado a las adversidades y se había resignado a las desgracias, encarando la vida como una obligación. No usó su silla de ruedas como púlpito o para dar lástima, como muchos en su condición, sino que por el contrario fue mucho más terrenal: capacitaba a las maestras rurales en el uso de las computadoras.

      Se desabrochó el cinturón de seguridad y cayó pesadamente sobre el techo de la camioneta. Intentó hablar por la radio, pero el cable del micrófono se había cortado. Buscó su celular; revisó hasta donde pudo, no lo encontró. Intentó abrir la puerta. Tardó quince minutos en sacar los restos de vidrio de la ventana, se agarró fuerte del marco, se deslizó, salió y se apoyó en el capot.

      Estudió la situación. Estaba en el medio de unos matorrales, a unos treinta metros de la ruta. Era imposible que la vieran desde allí.

      Tuvo que romper el parabrisas con una piedra para sacar la silla de ruedas del lugar del acompañante, a la que también le había puesto el cinturón de seguridad. Era extremadamente versátil, una silla todo terreno motorizada de última generación con una batería solar envirofriendly que había comprado por catálogo en Special Mobility Inc. Las ruedas no eran macizas, sino que se inflaban lo que hacía que fuera mucho más liviana y fácil maniobrarla. Se felicitó por la inversión realizada.

      Se puso entonces a buscar una primera edición del comic Giant Size X–men de Marvel Comics. Era el ejemplar de mayo 1975 en el que aparecía Storm, la súper heroína de cabello blanco y ojos azules capaz de controlar el clima. Fortunata la llamaba por su verdadero nombre, Ororo Munroe. Le había costado conseguirla y no iba a dejarla abandonada en el medio de la Patagonia. Suspiró aliviada cuando vio la revista enganchada en el paragolpes.

      Se puso la silla sobre la espalda y comenzó a arrastrarse. Entre la piedra laja y las espinas de neneo tardó casi media hora en llegar a la vera de la ruta. En la banquina, un caballo husmeaba un poco de pasto. Esperó un rato para retomar el aliento. Armó la silla de ruedas; se subió a ella y comenzó a andar.

      Si bien las lomadas no eran demasiado altas, el ripio y el viento en contra que se había levantado se sumaban para dificultar su andar. Se extrañó que nadie anduviera por la ruta. A lo lejos vio un poste de esos que los concesionarios de la ruta habían puesto para comunicarse en caso de una emergencia. Cuando llegó, sus peores temores se confirmaron: no había teléfono, solo un derruido y solitario cartel con la leyenda “S.O.S.”.

      Fortunata se fue haciendo ducha en eso de manejar la silla en el ripio, y avanzaba cada vez más rápido. Todo iba sobre ruedas hasta que una de las gomas reventó. No se preocupó, quería verdaderamente poner a prueba las virtudes de la silla. De la alforja del respaldo sacó un spray e infló la goma, solidificándola al instante. Si bien el andar fue menos fluido, pudo avanzar. Una vez más se felicitó por haber comprado esa silla.

      Siguió andando, disfrutando la inmensidad ¡cuánto cielo! El sol tibio le había secado la mancha oscura del pantalón. La vista del mar, plácido, verde azulado, y alguna manada de guanacos hicieron menos tedioso su andar. Cada tanto una suave brisa marina le llenaba los pulmones y le daba fuerzas para seguir. A la vera de la ruta observó una osamenta blanqueada por los años que se aburría en soledad.

      Veinte años atrás había decidido que sus manos jamás acariciarían a nadie, que en cambio las usaría para modelar. La escultura era su cable a tierra; la práctica asidua había perfeccionado su técnica. Estaba muy satisfecha con cómo había evolucionado su obra. Deseaba llegar a su casa para esculpir.

      El sol empezaba a picar, Fortunata improvisó un sombrero con una bolsa de arpillera que encontró tirada a la vera del camino, la sacudió y voló una nube de polvo. No le importó demasiado, ella estaba tan sucia como la bolsa. Se secó con la manga unas gotas de sudor denso y amarronado que le corrían por la frente y las sienes.

      La boca seca, mucha sed. Recordó que la silla tenía una cantimplora en el respaldo, ¿tendría agua? La sacudió. Sí, pero tomó solo dos sorbos para que no le cayeran mal. Decidió guardar un poco, no era fácil conseguir agua en esos lugares. Junto a la cantimplora encontró dos barras de cereales, las palpó, estaban duras, poco importó, y se las comió al instante.

      Siguió


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