Cosas que pasan. Federico Caeiro

Cosas que pasan - Federico Caeiro


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bajó a la banquina y avanzó por el pastizal hacia ellos. Una vez más celebró la compra de la silla.

      –Nunca estuve con una paralítica –la recibió la puta. –Si querés que te la chupe son 10, si querés chupar una buena verga arreglá con ella que tiene un lindo regalo para vos –le dijo, señalando al travesti.

      Fortunata reprimió su asco.

      –Lamento desilusionarlas, pero no vengo a contratar sus servicios, necesito un teléfono, ¿tendrían uno para prestarme?

      –No estamos acá para hacer caridad sino para laburar. Chau, mi amor, rajá –le dijo el travesti.

      Volvió a la ruta. Unos metros más adelante el telo Mimos, con una estética setentosa de acrílicos naranjas y rojos ajados por el tiempo, que no invitaban a entrar por más que un cartel ofrecía un combo imperdible: “Una botella de champagne gratis por turno. Si se queda toda la noche, desayuno bufé sin costo”. Enfrente, la parrilla El chorizo alegre, usualmente llena de camioneros, estaba cerrada.

      Siguió su camino. A su derecha, unas chapas oxidadas iban tomando forma de asentamiento precario, como si pretendieran emular las chapas de los latones de combustible que recubrían las casas de las pocas familias que en 1901 se asentaron allí.

      Un poco más adelante, piqueteros muy duros de la Conspicua Asamblea Ciudadana Ambiental (CACA) con las caras tapadas, que reclamaban por cloacas –vana promesa eleccionaria de cuatro años atrás–, habían cortado la calle. Unos metros más allá, otro grupo piquetero exigía la liberación de uno de sus líderes, preso por extorsionar a una cadena de jugueterías extranjera con el objeto de obligarla a entregar juguetes gratis para niños de los barrios carenciados.

      “Espero que no sean como la vieja y me dejen pasar”, pensó.

      Y no fueron como la vieja, es más, ni se percataron de su presencia.

      Estaba anocheciendo cuando, agotada, llegó a su casa. Entró. Sacó de la heladera una milanesa hecha la semana anterior y una limonada helada, que comió y bebió mientras iba al baño. Había sido un día largo. Se duchó por largo rato con agua muy caliente, salió del baño, se puso un jogging y se dirigió a su taller, el único lugar donde ella era ella.

      Su colección estaba a punto de completarse.

      Tomó un poco de masilla Epoxy y comenzó a modelar. Sus manos se movieron con destreza; sus uñas pintadas permanecieron inmaculadas durante la faena.

      A pesar del cansancio, en tres horas una nueva escultura estaba lista para ser pintada. Tenía poco tiempo, la masilla era de fraguado rápido y la pintura de acrílico perdía adherencia si la pasta se secaba. Prolija hasta el mínimo detalle, hizo que distintos tipos de pinceles insuflaran vida a su creación.

      Así, en el escultural cuerpo de una mujer pintó primero el pelo negro, luego unas estrellas blancas sobre un short azul eléctrico, un corsé rojo con un escote pronunciado, unas botas rojas hasta las rodillas y un ajustado cinturón y una tiara, también dorada, con una estrella carmesí que le daban más brillo aún a la obra. Era la Mujer Maravilla.

      Embelesada, la miró largo rato.

      De una caja sacó una réplica en miniatura de su silla de ruedas. La había comprado en la toys division de Special Mobility Inc. Sentó a la Mujer Maravilla en ella y la ató con el cinturón de seguridad.

      Giró y llevó la escultura a una mesa donde estaba su colección más preciada: Superman envuelto en su capa roja, Batman oculto detrás de su antifaz, Flash con su rayo amarillo atravesándole el pecho, Linterna Verde y su anillo de poder, el Hombre Araña con su mano lista para tirar su tela, el Capitán América y su escudo de adamantio, Ironman con su reactor de poder brillando en el pecho, el verde Hulk con sus músculos deformes, Birdman con sus alas desplegadas, los Cuatro Fantásticos y sus poderes naturales, Thor y su martillo.

      Estaban todos en círculo, mirando un espacio libre en el centro, esperándola a ella.

      Bicicleta fija

      Abrí la puerta del gimnasio y miré el reloj. Eran las diez y media exactas. Celebré mi inútil puntualidad.

      Como siempre, ellos ya estaban allí. Los saludé al entrar.

      –Buen día –me contestaron en un automático unísono, y siguieron enfrascados en su conversación.

      Charlie –había dejado de ser Carlos María antes de nacer– contaba en un desaforado pedaleo y con minuciosidad los metros recorridos, las pulsaciones y las calorías bajadas, repitiendo mentalmente los números como si fueran un mantra.

      A su lado, Matuco –que además del nombre, había perdido también el apellido– intentaba llevarle el ritmo. No lo lograba; si bien eran de la misma edad, Charlie se entrenaba todos los días y no tenía la prominente buzarda de Matuco, que se jactaba de tomarse tres whiskies diarios y dos gin tonics sin que lo afectasen.

      La tercera bicicleta estaba ocupada por el Bebe –no lo llamaban así desde que era niño como podía suponerse, sino por su cara de eterna juventud–. El Bebe no competía con ellos, era flaco, muy flaco, no necesitaba pedalear para adelgazar, se entrenaba para sentirse bien.

      Los tres eran íntimos amigos y todos los días se la pasaban charlando durante el aeróbico. Los temas eran casi siempre los mismos: el fútbol, lo mal que estaba el club y el valor del dólar que, como la mayoría de los socios del ilustre club, tenían que vender para sobrevivir.

      Me subí a la cuarta bicicleta, regulé la altura –siempre me toca antes un petiso que nunca seca el asiento–, configuré distancia, esfuerzo y calorías y empecé a pedalear.

      Estábamos en el gimnasio de un exclusivo club masculino pintado de un viejo color crema. En un ángulo, un televisor silencioso sintonizado en un canal económico que nadie veía. A su lado, un cartel decía que el uso máximo permitido de los artefactos era de treinta minutos; no todos lo cumplían. Más allá, el reloj, cuyas agujas se lentificaban a medida que uno se ejercitaba, un bebedero con fresca agua mineralizada, toallas de papel para secar los sudores y una mesa con los diarios del día y algunas gastadas revistas pornográficas. A pesar de dos aburridos ventiladores de techo que giraban sin parar, un rancio olor a tufo dominaba el ambiente.

      Si bien nos habíamos visto infinidad de veces, lo mío con ellos eran un buen día y hasta luego. Y no porque yo no fuera simpático, sino porque conversaban entre ellos como celosos guardianes de su cofradía selecta.

      Los tres orillaban los setenta y presumo que eran víctimas de alguna sordera incipiente, ya que hablaban a los gritos.

      El suicidio de Junior Bustamante, un insigne socio del club, los mostraba muy afectados.

      –Estoy deshecho por lo de Junior, ¿cómo alguien que tiene todo en la vida puede pegarse un tiro? –dijo Charlie, secándose el sudor.

      –Justo estuve comiendo con él la semana pasada y me contó que no tenía problemas económicos… estoy consternado –acotó el Bebe.

      –Yo estoy desgarrado, no sólo por la forma. Vivimos muchas cosas juntos. A mí me contó que le estaba pagando el colegio a los cuatro hijos de Apolinario Jr., que hace dos años que no tiene trabajo, pero los sigue mandando al San Andrés… ¿será por eso? –preguntó Matuco.

      –¿Por qué el hijo no tiene laburo? –preguntó Charlie. –Nadie se mata por eso.

      –No, me refería a que quizás andaba corto de guita y no podía seguir bancando el colegio de los chicos –aventuró Matuco.

      –Estás loco, tiene ochocientas hectáreas en Rojas, es una fortuna –dijo el Bebe.

      –Tenía, dirás, ahora las tienen su mujer e hijos… –contestó Matuco, mientras sus muslos bajaban y subían golpeando una y otra vez su mondongo colgante.

      –El campo ya era de ella, así que no cambia nada…

      –Sí, pero no te olvides que heredaron más de dos mil y fueron vendiéndolas


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