Antropoceno obsceno. Borja D. Kiza
unos pasos de nuestro puñado de metros cuadrados utópicos, se desintegra. Me digo que, antes, la utopía era mirar al horizonte con la mano en la frente. Y que hoy es mirar a nuestros pies con las manos ocultándonos los laterales. Pero J, ridículo extremista, ha ido aún más lejos y ha decidido cerrar los ojos con fuerza, abandonándose a la nada que no decepciona y renunciando así a toda noción de utopía.
—¿El siglo xx ha sido utópico?
—Ante la llegada del año 2000, escribí un artículo sobre cómo veíamos esta fecha en 1960 y 1985. No acertamos en nada, en algunos casos para mejor y en otros para peor. Se pensaba que ya no cocinaríamos y nos alimentaríamos con una pastilla, que los cánceres serían vencidos, que al comer un tenedor nos diría el nivel de colesterol... Todo dependía del progreso técnico y científico y ninguna de las previsiones trataba el bienestar humano, la sensualidad, la plenitud sexual, la relación con la naturaleza... Era como si de pronto la utopía fuera el incremento de elementos técnicos.
—En el siglo xxi, ¿ya no hay espacio para la utopía?
—Para empezar, la palabra «utopía» ha cambiado de naturaleza. Lo que antes era un «otro lugar» presente se ha convertido en una «voluntad de cambio». Como el «otro lugar» no está en otro lugar, yo invento mi «otro lugar» aquí, lo que se materializa en una cooperativa de producción autogestionada, en una vivienda participativa, en un pueblo decreciente, en una ciudad lenta... La utopía cambia su sentido clásico y significa simplemente fabricar otra sociedad aquí y ahora, dentro de nuestra sociedad actual. El «otro lugar» se busca respecto a la propia sociedad, ya no fuera de la sociedad en general. Es un «otro lugar» en el interior y es pequeño, excepcional, concierne a una pequeña comunidad de personas... Y esos «otros lugares» existen, hay muchas alternativas. Las utopías de hoy son las alternativas.
—¿Estas alternativas deberían interconectarse?
—Les cuesta federarse porque el sistema lo entorpece. Frente a una cooperativa que hace pan bio a buen precio, si puede, la mata. Afortunadamente, gracias a internet y a la facilidad para viajar, hay conexiones entre estos proyectos alternativos, pero no van muy lejos. Hoy todos los experimentos se hacen sabiendo que son limitados, sobre todo lo saben aquellos que participan. A menudo se trata de gente que ha militado mucho y se ha dado cuenta de que a través de la militancia no es posible, de que no sirve para nada. Como máximo sirve para aspirar a un sueldo individual de político y a cambiar de partido si prevé que va a perder votos... Pero como no pueden sostener este discurso porque es el de Marine Le Pen,2 que dice que los partidos son todos iguales y no se ocupan más que de su carrera —lo que yo también creo—, para no ser asociados a la extrema derecha se oponen a través de la experimentación social. Si hacemos un Tour de France de experimentaciones sociales, hay muchísimas, pero son excesivamente modestas, y lo más increíble es que pueden estar a dos kilómetros unas de otras y no conocerse. Yo lo he visto en Saint-Étienne. Pero también tiene cierto sentido porque estamos convencidos de que small is beautiful y tenemos miedo de que, si crecemos, surjan intermediarios, costes suplementarios y, sobre todo, se produzca una pérdida relacional, lo que es verdad.
—¿El capitalismo es invencible?
—El capitalismo ha sido siempre recuperador de las alternativas que le plantan cara. Pero no es grave, ya lo sabemos. Lo que hay que hacer es mostrar cada vez que solo puede recuperar una parte en nombre del capitalismo. Pero hay otra parte con la que no puede hacerse. Por el contrario, lo que sí puede es oponerse y romper las alternativas.
—¿Sin interconexión frente a este capitalismo, las alternativas están abocadas al fracaso?
—No. Vivirán su vida y desaparecerán cuando el proyecto se pare, pero nacerán otras, como los champiñones. Yo creo que, hoy, la visión de unir alternativas y crear algo grande que cambie el sistema no es buena porque los obstáculos son de naturaleza diferente a pequeña o a gran escala. Además, antes era más claro: existían el proletariado y el patronato, por hacerlo caricaturesco, y había un enfrentamiento. Pero después hemos visto que hay una multitud de patronatos y ciudadanos diferentes y que lo que hay hoy es una variedad de conflictos, secretos, oposiciones, rivalidades, celos, envidias... A partir de ahí, como no es cuestión de matarse mutuamente, buscamos un acuerdo, que es siempre provisional y frágil. Y es mucho más sencillo encontrar estos acuerdos en un grupo pequeño y tocar la misma partitura. Después, cuando los involucrados se desvinculan del proyecto, no hay transmisión pero, en todo caso, no nos arrepentimos de lo vivido. Hay que abandonar la idea de que voy a construir un sistema alternativo que va a crecer y sustituir al otro, aunque eso no implica que a nivel de Estado no se pueda crear un marco legal que favorezca la proliferación de alternativas.
—En España, a nivel municipal, tras las elecciones de mayo de 2015, Barcelona y Madrid tienen alcaldesas de partidos nuevos y de clara sensibilidad de izquierdas que podrían avanzar en este sentido.
—El poder se para allí donde la economía planetaria circula, pero en el mundo hay pequeños signos de esperanza de otras prácticas políticas en las ciudades. El libro Le temps des maires [Frédéric Sawicki] explica que hoy los alcaldes tienen más margen de maniobra, contrariamente a lo que creemos, que los estados-nación. Las opciones democráticas más interesantes hoy suceden a nivel ciudad de un determinado tamaño y a nivel de territorio. Pero no territorio en el sentido de región, que es una invención tecnócrata.
Antiguamente había territorios con un sentido cultural y lingüístico, como el País Vasco o Cataluña. Había cierta coherencia en la superposición de una cultura y un territorio. En Francia, de un golpe de varita mágica presidencial, acabamos de pasar de 24 regiones a 13 sin ninguna discusión, debate ni balance. Es una maniobra de tecnócratas, la gente no sabe ni cómo se llaman las nuevas regiones. Pero no molesta a nadie porque nadie se siente identificado. Para un francés medio, la región es como Europa: unos tecnócratas que nos roban dinero y después no se ocupan para nada de nosotros.
En ciudades como París, donde los cataríes compran vecindarios enteros en el barrio de la Ópera y los fondos de pensiones ingleses y americanos compran inmuebles, hoteles e incluso negocios con actividad económica, el margen de maniobra es limitado. Pero si hubiera un o una alcaldesa que municipalizara el suelo, estableciera un bloqueo de los alquileres y organizara de otra manera la política inmobiliaria y territorial, la situación cambiaría. Obligatoriamente, perdería cierta fuerza durante un tiempo porque el capitalismo se lo haría pagar, pero una ciudad como París es sólida y al cabo de dos o tres años los turistas volverían y los capitalistas también. Yo creo que hoy esta relación de fuerzas no es apreciada en su justo valor por los responsables políticos, que van en el sentido del capitalismo planetarizado y hacen que ciudades como París se vuelvan lugares cada vez más homogéneos sociológicamente, de clase más bien alta, joven y relacionada con las nuevas tecnologías. Sin embargo, una verdadera ciudad es una ciudad variopinta, que contiene un abanico de edades, orígenes étnicos, lenguas... Igual que hay una biodiversidad en la naturaleza, hay una diversidad socio-cultural en las ciudades que hay, sin duda, que cultivar.
Mientras transcribo a Paquot, leo en la prensa que hace dos noches que los franceses ocupan la plaza de la République en París. En España, los medios relacionan la noticia más o menos con el proceso iniciado tras el 15-M3 en Madrid y otras ciudades. Algunos insinúan que las consciencias francesas están ya suficientemente maduras como para iniciar un movimiento ciudadano de envergadura. Maduras... ¿o podridas?
El paro sube lenta pero imparablemente desde hace años aquí. La gente pasea entre militares con metralleta desplegados por el estado de emergencia. El espacio de vida común se carcome, constreñido entre el racismo y el terrorismo. El gobierno socialista al que votaron confiando en sus valores de izquierda ha aplicado muchas de las medidas más conservadoras del país en décadas. La extrema derecha es, por el momento, la única fuerza capaz de aglutinar y rentabilizar políticamente el descontento popular. [Finalmente Enmanuel Macron y su proyecto En Marche! aprovecharán electoralmente esta frustración social antes de desatar, a finales de 2018, una de las mayores protestar ciudadanas de los últimos años en el país: el movimiento de los gilets jaunes.4] Los casos de corrupción