Antropoceno obsceno. Borja D. Kiza

Antropoceno obsceno - Borja D. Kiza


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eso funciona, porque no hay cálculo durante una hora, geografía otra hora, historia... Por otro lado, los cronobiologistas y los psicólogos dicen que es decisivo mezclar niños de diferentes edades, los de tres con los de siete u ocho, porque no se pelean entre ellos sino que se ayudan mutuamente. Y que el juego, incluso para los adultos, debe ser un elemento central. Es un método que avanza al ritmo de los niños y demuestra, al contrario de lo que dicen las instituciones clásicas para defenderse —«ya veréis, no aprobarán los exámenes»—, que se las arreglan incluso mejor que los otros. Pero lo curioso es que crea una élite que no quiere popularizar este método porque quiere guardar la ventaja para ella. Además, hay que ser sinceros: la mayoría de los profesores actuales, tanto en España como en Francia, no podría enseñar de esta manera.

      —¿Habría que enseñar a consumir en la escuela?

      —Evidentemente. Si en la escuela no hubiera cursos de geografía y de historia pero una niña llevara un azucarillo... ¿Qué es el azúcar? ¿De dónde viene? Ya empezarían a conocer la geografía. ¿Es de caña o de remolacha? Aprenderían a conocer las plantas. Después, la pastelería, la cadena alimentaria... Hasta llegar a los intercambios económicos, el transporte y todo lo demás. Así se enseñaría a los niños a responsabilizarse y a tener una relación ética con la tierra.

      —¿Habría que experimentar más en educación?

      —Creo que los lugares de experimentación van a ser cada vez más numerosos, aunque no estén federados. Yo he creado la universidad popular de ecología de Choisy-le-Roi, que funciona muy bien. Es cierto que se encuentra en una primera etapa muy simple: alguien que conoce algo de un asunto y que se reúne con otros con mayor o menor formación para compartirlo. Habría que pasar a una segunda etapa, que sería crear verdaderas universidades generales: lugares de producción de conocimiento. Encontrar un espacio no es difícil, sin embargo, exige un compromiso mucho mayor de quienes enseñan. Si me proyecto a treinta años, mi sueño es que no haya más universidades ni colegios, sino casas de conocimiento, que acaben con la división entre ciencias y letras y propongan recorridos flexibles de temporadas de formación con otras de trabajo o de otras actividades. Y estos conceptos también se podrían aplicar a la jubilación.

      —¿Cómo imagina la jubilación?

      —Todo el mundo debería tener un año de jubilación pagado a los 17 o 18 años. Otro al final de sus estudios, si los ha hecho, y otro cuando se tiene un hijo. Y que el paso a la jubilación definitiva no sea de un día para otro sino que se empiece por trabajar la mitad de tiempo, luego un tercio. Y así poder transmitir los conocimientos. Un profesor de universidad, por ejemplo, acumula conocimientos durante toda su carrera y empieza a ser mejor de mayor. Edgar Morin me dijo que a los 65 años, de la noche a la mañana, tuvo que dejar su despacho, y es alguien que ha escrito la mayor parte de sus libros desde que está jubilado. Tiene la suerte de tener buena salud a sus más de noventa años, pero las dos cosas van juntas: diferentes personas lo solicitan y le dicen lo bueno e inteligente que es y, evidentemente, él continúa viviendo. Fernand Braudel me contó que el día de su 65º cumpleaños llegó a la Maison des Sciences de l’Homme y sus libros estaban en el pasillo porque el despacho ya había sido dado a su sucesor.

      —¿Cómo imagina las sociedades del futuro?

      —La diversidad humana hace que no tengamos los mismos gustos ni deseos. Hay gente a la que le gusta vivir en grandes ciudades concentradas, así que habrá grandes metrópolis en 2050 o 2080, aunque con cambios derivados de la preocupación medioambiental y las condiciones energéticas y climáticas. Pero, por otro lado, habrá gente que querrá vivir en pequeños pueblos autogestionados con nuevas formas de solidaridad muy marcadas a nivel local y donde pondrán en común los cuidados, la educación de los niños, la atención a los mayores... Muy independientes del Estado, que por otro lado estará en vías de desaparición. Al mismo tiempo habrá todavía regímenes totalitarios donde la gente no decidirá sobre su lugar de vida porque alguien elegirá por ellos.

      —La gente es cada vez más nómada. Se nace en un lugar, se estudia en otro, se trabaja sucesivamente en diversas ciudades, se viaja varias veces al año... ¿No es esta tendencia al «nomadismo deseable» una herramienta del sistema para desarticular ciudadanos, desligarlos de sus lugares de residencia pasajeros, descomprometerlos respecto al espacio que habitan y hacer así de las ciudades lugares más vulnerables al capitalismo?

      —Es una observación muy justa. Hay una fascinación por la movilidad que hace que veamos arcaico, es decir, totalmente pasado de moda quedarse en el mismo sitio. Pero hay también una contratendencia marcada por una población que considera que el territorio es la base de una vida. Y digo expresamente «vida» y no «existencia» para referirme a la combinación de lo vivo y lo humano. Se trata, por ejemplo, de lo que propone la escuela territorialista de Alberto Magnaghi, que considera que el ser humano tiene como misión instalarse en un lugar que va a amar. Cada uno preferirá un lugar diferente pero, una vez encontrado, hay que cultivarlo. Debe haber una dimensión afectiva con el territorio.

      —¿Cuál es el mejor tamaño de ciudad para acentuar lo menos posible el Antropoceno?

      —Para empezar, yo señalaría un déficit intelectual muy grande: no tenemos a disposición una geohistoria medioambiental de las ciudades. Las analizamos por su población, su economía..., pero no las analizamos por su metabolismo urbano. No calculamos la huella medioambiental de una ciudad, o lo hacemos muy grosso modo, y es muy complicado hacerlo. En mi libro sobre los centros comerciales, para criticarlos aún más, intenté saber cuánto cuestan a nivel de emisión de carbono, pero es muy difícil saberlo porque no le importa a nadie y porque quienes lo calculan guardan el dato para ellos. Sin embargo, aunque no tengo datos, tengo un sentimiento: toda aglomeración que supera el millón o dos millones de habitantes produce más desarreglos que arreglos. Desechos, consumo de energía, atascos, robos, necesidad de seguridad, policía, iluminación pública, impactos en la salud... Si consideramos la ciudad como un ecosistema, en ese momento necesita más entradas que las salidas que produce. No me gusta mucho esta imagen y además no responde directamente al Antropoceno, que se refiere al impacto geológico, pero es una manera de aproximarse. Contrariamente a lo que piensan algunos, no cuanto mayor sea la ciudad el impacto por persona será menor. Pero lo contrario tampoco es cierto: una ciudad más pequeña no significa que sea más ecológica. El tamaño justo... Teniendo en cuenta la opinión de la organización italiana Cittaslow, es una ciudad de 70.000 habitantes. Según la británica Transition Town Totnes, es más bien de 50.000. Todos los movimientos alternativos que tratan las ciudades hablan de tamaños bastante pequeños. Si miro otros investigadores, Paul Bairoch llega a entre 600.000 y 700.000 habitantes. Pero es muy difícil aislar una ciudad y analizar su impacto antropocénico.

      —¿En qué momento de la historia empiezan a aflorar las ciudades de más de uno o dos millones de habitantes en número suficiente como para decir que, urbanísticamente, entramos en el Antropoceno?

      —Como sabe, el inventor del concepto «Antropoceno», Paul Crutzen, considera que entramos de lleno en esta era geológica en 1945 o un poco antes. En cuanto a las ciudades, las de uno o dos millones de habitantes empiezan a generalizarse a partir de los años cincuenta. Hasta el año 1800 solo hubo cuatro ciudades que tuvieron una población importante: Roma, Bagdad, Constantinopla y Xi’an. A partir de 1800, con el productivismo y el ferrocarril, tenemos Londres, después París y luego Berlín, que superan el millón de habitantes. En 1900 había 11 ciudades millonarias. En 1960 había más o menos 180. Hoy hay 530.Y en 2030 habrá 750. Y entre las de hoy y las del futuro hay muchas que superan de sobra el millón o dos millones de habitantes. Así que pronto habrá bastantes ciudades que tendrán 40 millones de habitantes, lo que significa que serán absolutamente dependientes a nivel alimentario y que agotarán todos los recursos disponibles a su alrededor. La autonomía alimentaria de París hoy es de un día.

      1*Thierry Paquot, 1952, Saint-Denis, Francia. Filósofo, urbanista y doctorado en Economía, es además profesor de la universidad Paris-Est-Créteil-Val-de-Marne y ha dado cursos en la Escuela de Arquitectura de París-La Défense y en el Instituto de Urbanismo de París. Entre otras actividades en medios de comunicación,


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