Antropoceno obsceno. Borja D. Kiza
portugueses, los irlandeses... Los «pigs»5 de Europa.
¡Bienvenidos, vecinos! ¡Nuestra pocilga es vuestra pocilga! ¡Oink, oink...! Nada que reprocharles. Me digo que también nosotros necesitamos un buen número de revolcones en el fango y alcanzar un alto grado de putrefacción antes de reaccionar. Y, en todo caso, ¿para qué han servido nuestras pataletas? Me pregunto si el capitalismo, sistemáticamente, crea el caldo de cultivo de su propia destrucción y luego se lo bebe, a modo de vacuna, con el fin de inmunizarse de todas sus posibles amenazas. Pero, ¿qué sabré yo del capitalismo?
—¿Hay algo que pueda amenazar de verdad al capitalismo?
—Los movimientos de contestación, si algún día los hay, serán llevados a cabo por la clase media, un poco como los «indignados» de España. No serán los más pobres ni tampoco los más ricos. La clase media hoy constata que el sistema no funciona y que esto que vivimos no es normal. Sin embargo, como no cree en la política en su sentido clásico, lo manifiesta pero no desea ser elegida. En América Latina hay muchos partidos políticos en los que el candidato, la cara visible, aunque sea el más votado, no irá al Ayuntamiento. No quiere. Lo que quiere es que sus ideas orienten el debate público y que el número dos, que será efectivamente alcalde, esté obligado a dirigir el debate y sus promesas.
Pienso en Christian Schwägerl,6 que en La era del hombre: ¿destruir o replantear? La época decisiva de nuestro planeta dice: «La historia post-Revolución francesa y post-Revolución industrial se construye en el cuerpo de la clase media mundial.» Por ahora, no soy capaz más que de generar preguntas, y ni siquiera estoy seguro de que no sean completamente estúpidas...: ¿somos, entonces, la clase media occidental los responsables del lugar en el que nos encontramos hoy y de la situación a la que hemos llevado al planeta? ¿Somos los culpables del Antropoceno? Si es así, ¿cuál es el siguiente paso que forzaremos a dar a la humanidad? ¿El de la salvación o el del descalabro definitivo?
A J le da igual el futuro que él mismo genera, él no estará aquí para verlo. Y yo veo que, sin darme cuenta, nos defino, a J y a mí, como «clase media occidental». No me siento del todo cómodo con la etiqueta: ¿qué tengo que ver con un obrero de Leeds que trabaja desde sus dieciséis años y que hoy gana tres veces mi salario; con una repartidora de correos de Roma con su puesto de funcionaria asegurado o con una diseñadora web treintañera de Hamburgo que malvive y malcome en un pequeño estudio pero tiene un teléfono de alta tecnología y va a yoga todos los miércoles? J diría: «Todos nosotros, no somos ni ricos ni pobres». Pero, cada vez más a menudo, yo me confronto a otra definición igualmente inexacta y válida de nuestra clase: todos nosotros, somos pobres para los ricos y ricos para los pobres. Con los problemas de comunión social que ello suscita. Me permito, por ahora, aceptarme sin más como parte de esta vasta y basta barrica en fermentación que es la «clase media» europea. No puedo definir todo al milímetro a cada paso, se trata de avanzar. Schwägerl añade en su libro:
Hoy, la tensión mundial no es menor que la que precedió a la Revolución francesa. El Banco Mundial describe así el futuro: «En 2030, 1.200 millones de habitantes de países en vías de desarrollo formarán parte de la «clase media» mundial, es decir, un 15% de la población mundial, contra 400 millones hoy.» Pero, al mismo tiempo, [la clase media] está demasiado centrada en ella misma y no se preocupa suficientemente por la pobreza. Sus miembros no constituyen solamente el patrimonio histórico de la Revolución francesa, ellos diseñan igualmente la silueta del futuro. Dado que casi todo el mundo quiere vivir como ellos y que representan el modelo de vida deseado por excelencia, deben plantearse las siguientes cuestiones: ¿cómo vivimos, cómo podríamos vivir y cómo deberíamos vivir?
¿No entiende J la enorme responsabilidad con la que nos carga Schwägerl?
—Dentro de poco, el «nosotros» puede que incluya también a los robots.
—Estamos en los comienzos de la robotización, que va a llegar más rápido de lo que pensamos. Yo estoy en contra del Ministerio de Trabajo, creo que habría que crear un Ministerio de la Realización Personal que no se obsesione por reducir la tasa del paro, porque no va a hacer más que aumentar. Quizás nos hace falta recuperar el sentido inicial de «chômage» [«paro» en francés], es decir, del día de descanso en el que no trabajamos, un día para uno mismo, y no usar la palabra «paro» para estigmatizar al parado y marcarlo como alguien que no sirve para nada y que no trabaja. Hay que cambiar la mentalidad de la gente y crear un sistema de ayudas completamente diferente. El dinero está ahí, eso no es un problema, es cuestión de una nueva repartición y organización. Y hay que hacer entender a los estudiantes que salen del instituto y de las universidades algo que es bueno para ellos: que van a hacer varias cosas en su vida. Quizás tendrán un proyecto como arquitectos durante seis meses, después, en vez de tener seis meses de paro, lo llamaremos de otra manera y se ocuparán de su jardín, después darán cursos de música en el conservatorio, porque son músicos, después tendrán otro proyecto de arquitectura, después serán profesores durante un año... Este encadenamiento de actividades debe ser valorado por la sociedad en vez de estar estigmatizado como un recorrido atípico. Es simplemente un recorrido impuesto por el sistema capitalista. Hay que responsabilizar al sistema capitalista y decirle: vosotros precarizáis a todo el mundo, pues vamos a modificar la precarización porque, si no, somos nosotros los que vamos a intentar precarizar el capitalismo.
—¿Lo cree posible?
—No es evidente, pero yo no veo otro escenario posible de equilibrio, sobre todo a nivel mundial. Los asalariados son una minoría en el mundo. En muchos países, jamás han existido personas con un salario más o menos estable y garantizado, más allá del ejército y los funcionarios. Por eso hay que modificar el concepto de asalariado, es una solución que todo el mundo busca hoy.
—Su propuesta exigiría reeducar no solo a los políticos sino también a los estudiantes.
—Una de las instituciones que funciona peor en el mundo es la escuela. Los niños se aburren, los profesores son, en general, malos, se enseña cualquier cosa, las clases son feas y colocan a unos alumnos delante y a otros atrás, los estudiantes no entienden nada y le preguntan al profesor: «¿para qué sirve eso?», los profesores responden «para sacar el bac» [baccalauréat: bachillerato]... Nos debería dar igual el bac, de lo que se trata es de hacer inteligible el mundo en el que vivimos. Este sistema crea fracaso escolar, repetición de cursos y aberraciones. Solo hay algunos raros pequeños experimentos como Montessori, Steiner-Waldorf, Célestin Freinet o Francisco Ferrer. Y en la universidad es igual, los cursos magistrales no tienen ningún sentido. Hay demasiados cursos y con demasiada gente. Habría que trabajar en talleres en grupos de no más de veinte. Una gran sala con libros, ordenadores, un rincón-cocina... Y hay un profesor que viene y está a su disposición toda la jornada. Eso es todo. Así se avanza. Y que los estudiantes tengan una o dos «enseñanzas» al mes. Una enseñanza, no un curso. Cualquiera puede dar un curso sobre cualquier cosa consultando Wikipedia, si tiene cierto nivel cultural. Contrariamente, una enseñanza, es decir, un pensamiento pensante, muy poca gente la puede ofrecer. Por eso aún hoy publicamos los cursos de Michel Foucault o de Gilles Deleuze. Porque son raros los que ofrecen al año una enseñanza digna de ese nombre a una audiencia completamente heterogénea que viene a escuchar a una persona que piensa en voz alta. Eso es formador. Y, en las universidades de las que formo parte, nadie es un pensador. Se enseñan pequeñas cosas sin valor que no tienen ningún interés. Y no estamos cerca de cambiar eso porque, según organizan la estructura, es a mí a quien apartan.
—Existen al menos las escuelas experimentales.
—Estoy leyendo un libro sobre la nueva pedagogía y el autor cita la revista americana Fortune, que selecciona a los cien mejores managers del año y les pregunta por su formación inicial, de niños. La mayoría de ellos ha ido a escuelas experimentales. ¿Qué les enseñaron?: la confianza en sí mismos, porque llegan por la mañana y nadie sabe lo que les van a enseñar. No son muchos, no hay maestro. Hay un animador o educador que está ahí y dice: «Frédéric, ¿qué hiciste ayer al volver a casa?» o «¿alguien ha traído algo de casa?». Y un niño tiene un diplodocus de