El santo amigo. Teófilo Viñas Román

El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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casto, que se burlaba de todo aquel arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas[34].

      Más adelante reconocerá, efectivamente, que los consejos de uno y las bromas del otro tuvieron mucho que ver en la superación de sus falsas creencias, para terminar por confesar que en medio de todo ello el Señor había estado muy presente:

      Sí, solo tú procuraste remedio a aquella terquedad con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable, los cuales afirmaban —el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente— que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de hablar mucho[35].

      El joven Fermín: Poco después del encuentro con Vindiciano, tuvo lugar la visita de este joven que había ido a consultarle, precisamente, unos asuntos relacionados con la astrología. Lo que pasó con ese motivo se lo cuenta Agustín al Señor de esta manera:

      Tú fuiste, Señor, el que me proporcionaste un amigo, muy aficionado a consultar a los astrólogos, aunque no muy versado en esta ciencia; mas les consultaba, como digo, por curiosidad, y sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él ignoraba hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de la adivinación.

      El tal Fermín, docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a consultarme, como amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las constelaciones suyas. Yo, que en esta materia había empezado a inclinarme al parecer de Nebridio, aunque no me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que, según ellas, se deducía, le añadí, sin embargo, que estaba ya casi convencido de que todo aquello era vano y ridículo[36].

      Tampoco Fermín, a pesar de haber ido a consultarle el caso, estaba convencido de la veracidad de una respuesta obtenida por las artes adivinatorias y, acto seguido, comenzó a contarle lo que había oído a su padre, quien también «había sido aficionado a la lectura de tales libros y que había tenido un amigo igualmente aficionado como él». Así reproduce Agustín el relato:

      Estando embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse también encinta una esclava de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perros. Y sucedió que, contando con el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquel los de la esposa y este los de la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose ellos obligados a hacer hasta con sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el uno al hijo y el otro al esclavo…

      Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en tanto que el esclavo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a sus señores[37].

      El argumento tenía, ciertamente, poder de convicción en el estado de alma en que se encontraba Agustín y, de hecho, esta fue su reacción:

      Oídas y creídas por mí estas cosas —por ser tal quien me las contaba— toda aquella resistencia mía, resquebrajada, se vino a tierra, y luego, en primer lugar, intenté apartar de aquella curiosidad al mismo Fermín[38].

      Gracias, pues, a Vindiciano y Fermín y gracias también, ¿cómo no?, a la sorna con que argumentaba Nebridio en la intimidad, pudo Agustín superar aquellas falsas creencias. La amistad que, en su sentido clásico, exigía compartir la verdad con los amigos, tras haberla buscado con ellos, había tenido mucho que ver con aquel hallazgo. Era un primer paso en el largo camino que aún tendría que recorrer hasta llegar no solo a la verdad plena sino a la verdadera felicidad que él buscaba con ahínco; el Señor le proporcionará otros amigos que le ayudarán a conseguir una y otra.

      Por aquellos mismos días, sus amigos le aconsejaron irse a Roma, donde «podría enseñar lo que enseñaba en Cartago» y «alcanzar mayor gloria»[39]. A pesar de la interpretación providencialista que Agustín le dará más tarde, su decisión de ir a Roma no iba más allá de las ventajas sugeridas por ellos. Sin duda que, por entonces, para él contaba el ideal de todo provinciano: ir a triunfar en el corazón del Imperio o, al menos, buscar en Roma un alumnado más pacífico que el que frecuentaba sus clases en Cartago. Las travesuras y fechorías de aquellos alumnos nos las cuenta en el citado capítulo.

      Y a Roma se fue, tras engañar a su madre diciéndole que iba al puerto a despedirse de un amigo; allí quedaba ella desolada, «llorando atrozmente su partida». Junto con Mónica allí dejaba también a su compañera y a su hijo Adeodato; si las cosas le salían bien, esperaba llevarlos más tarde. Corría el año 383.

      Esta es la noticia inicial: «Aquí fui recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de mandarme al sepulcro»[40]. Nos hablará, después, del encuentro con su amigo Alipio, que se le había anticipado por motivos de estudio y por el deseo de sus padres de que triunfase en el corazón del Imperio. Mientras Agustín permaneció en Roma, Alipio compartió trabajos y preocupaciones con él. Recordando aquellos días, añadirá Agustín: «Se unió a mí con vínculo tan estrecho que marchó conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que suya»[41].

      Su condición de maniqueo le valió a Agustín el hospedaje en casa de un correligionario y tan pronto como se recuperó, se puso a buscar alumnos para sus clases. Por cierto, que muy pronto pudo constatar que los estudiantes romanos practicaban también otras travesuras con los maestros, ya que aquí «se concertaban para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido»[42].

      Como oyente maniqueo que había llegado a ser, por muy decepcionado que estuviese, decidió acudir a los miembros más importantes de la secta, los electos, que eran los más expertos entre las distintas clases existentes entre ellos, en busca de luces para sus viejos problemas. Al no encontrar solución alguna, añade: «Desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con tibieza y desgana»[43].

      Y, sin embargo, aunque desengañado de sus doctrinas, Agustín no había dejado de relacionarse con ellos, o mejor, ellos con él por considerarlo todavía miembro de la secta; y ellos fueron los que intervinieron ante el prefecto de Roma, Símaco, para que incluyese a Agustín entre los candidatos que aspiraban al cargo de Maestro de Retórica en la ciudad de Milán, a la sazón Capital del Imperio. Estas son sus palabras:

      Cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de Retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas —de los que, con eso, iba a separarme, sin saberlo ellos ni yo—, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto, a la sazón, Símaco[44].

      Apuntado, pues, en la lista del concurso, organizado por el propio Símaco y con la recomendación de los maniqueos, que también eran amigos del prefecto, el triunfo era casi seguro; en todo caso, su discurso había sido el mejor. De modo que, tanto Símaco como los maniqueos, enemigos todos de los católicos, se alegraron de su elección, pensando que sería un buen adversario contra el obispo de la ciudad, Ambrosio.

      Sin embargo, la satisfacción de Agustín en aquellos momentos iba por otros derroteros: lo más importante para él era: haber conseguido, por fin, su independencia económica y haber llegado a ser un funcionario importante. Muy pronto iba a tener la prueba, ya que el viaje corrió por cuenta de la municipalidad milanesa, y en los vehículos imperiales atravesó Italia para incorporarse a su nuevo cargo.

      En


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