El santo amigo. Teófilo Viñas Román

El santo amigo - Teófilo Viñas Román


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Opera latina VI, q. V a, p. 295.

      [43] Soliloqios, IX, 16.

      [44] Confesiones, II, 5, 10.

      [45] De ordine, 2, 8, 25.

      [46] Epistola 231, 5.

      [47] Serrno Denis, 16, 1

      [48] Confesiones, IV, 10, 14.

      [49] Ibid., II, 5, 10.

      [50] De civitate Dei, XIX, 5.

      [51] Ibid., XIX, 8.

      [52] Conf., IV, 9, 14.

      [53] Epístola 155, 1.

      [54] Sermón 336, 2.

      II.

      ITINERARIO HISTÓRICO-AMICAL DE SAN AGUSTÍN

      EN ESTE SEGUNDO APARTADO ESTUDIAMOS el recorrido histórico-amical de Agustín; un recorrido que nos llevará desde su niñez hasta los 32 años, fecha en que acontece su conversión a la fe cristiana y con ella al encuentro a la verdadera amistad y con esta la felicidad, importante objetivo de búsqueda junto con los amigos. Pero antes de llegar a este hallazgo definitivo, nos vamos a encontrar en nuestro itinerario con varias experiencias amicales en las que Agustín se irá sintiendo parcialmente feliz con los amigos, gozando con ellos al ir consiguiendo un poco de lo que buscaba con tanto afán. Bien podría decirse que para él amistad y felicidad eran términos equivalentes y tenían que correr parejos en su vida. Iniciemos, pues, nuestro recorrido.

      Es ya altamente revelador y significativo que entre las primeras experiencias que guarda de su niñez sea precisamente la amistad con sus compañeros de escuela y de juegos. Un recuerdo gozoso que va unido al agradecimiento al Señor; y es que, más de una vez, por aquellos días en que «toda la casa creía, excepto sólo mi padre»[1], escuchó de labios de su madre que todas las cosas buenas de que gozamos en la vida son dones que Dios nos hace y hemos de agradecérselo. Esto es lo que hará Agustín, recordando aquella amistad y todas las cosas buenas que él consideraba como preciosos regalos de Dios:

      Gracias te sean dadas a ti, Señor, excelentísimo y óptimo creador y gobernador del universo, aunque solo te hubieses contentado con hacerme niño… Me deleitaba la amistad, huía del dolor, de la humillación y de la ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como este que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo, y todos son buenos y todos ellos soy yo… Bueno es el que me hizo y aun Él es mi bien; a Él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño… Gracias a ti, dulzura mía, esperanza mía, y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí[2].

      ¿Qué más se puede pedir a la hora de escoger entre los primeros recuerdos que guarda de aquellos años tan lejanos del momento en que el Santo escribe sobre ellos? Que en esto veamos ya un rasgo revelador, una incipiente manifestación de lo que realmente fue su vida, no es, en absoluto, una mera interpretación personal, producto de un simple y superficial apasionamiento por el tema, sino un elocuente anticipo de lo que iba a ser la amistad para Agustín. Y la prueba de todo ello brotará de los numerosísimos pasajes de sus obras aquí recogidos.

      Tiene esta etapa su punto culminante con los dieciséis años, en los que, acabados los estudios medios en la cercana ciudad de Madaura y habiendo tenido que interrumpir los superiores por la escasez de medios económicos, la ociosidad le iba a llevar a una vida licenciosa y nada ejemplar. Justamente, en el retrato que de ella nos haga más tarde lamentará y denunciará la profanación de la «verdadera amistad», confesándole ahora al Señor que no guardaba la norma moral, tal «como señalan los términos luminosos de la amistad». Reparemos, sin embargo, que antes de llegar a los extremos que él condena, hay una expresión en la que manifiesta una vez más el hondo deseo de amistad que anidaba en su corazón: «Querer a sus amigos y ser amado por ellos». Estas son sus palabras:

      ¿Qué era lo que más me deleitaba, sino el amar y ser amado? Pero no guardaba en ello la norma de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón, hasta no distinguir la serenidad del amor de la tenebrosidad de la libídine[3].

      Pero experiencias «amistosas» como estas, ya le habían merecido antes esta condena: «La amistad de este mundo es un adulterio contra ti, oh Dios»[4]. Condena que, justamente, repetirá tras el robo de las peras en el huerto del vecino, que habían llevado a cabo Agustín y su pandilla de amigos por aquellos mismos días. Contado con detalle todo lo relativo al hurto, recordará al final que «la amistad de los hombres es una dulce unión de muchas almas con el suave nudo del amor»[5], si bien, en este caso y en otros semejantes tal amistad no le merece otro nombre que el de amicitia inimica (amistad enemiga). Confesando, al final, que lo que en aquella acción amó fue «la compañía de los que conmigo lo hicieron… y es que yo solo no hubiera hecho aquello; no, yo jamás lo hubiera hecho»[6].

      Una cosa es cierta: Agustín es el hombre a quien le va a ser muy difícil actuar solo y necesitará sentirse acompañado, incluso a la hora de actuar mal en aquellos años de la adolescencia. Poseído ya de una vivísima experiencia de Dios, cuando recoja aquellos hechos, volverá una y otra vez sobre ellos para recordar, por una parte, las dulzuras legítimas que le proporcionaba una amistad y, por otra, para lamentar el haberse dejado arrastrar por la amicitia inimica. En efecto, aunque hubiesen transcurrido muchos años hasta el momento de contarnos todo esto, sin duda que el Santo reproduce los sentimientos que vivió tras aquella travesura; y el apelativo «enemiga» aplicado ahora a la «amistad» debió de aplicárselo ya entonces, como así lo estarían revelando las palabras con que termina el relato:

      3. SEGUNDA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA Y PRIMERA JUVENTUD

      La nueva etapa se inicia con su llegada a la ciudad de Cartago. Pasado el nefasto «año decimosexto» en la ociosidad y resueltas las dificultades económicas, merced a la generosidad de Romaniano, rico hacendado y amigo de la familia, llegaba ahora, con sus 17 años, a la gran metrópoli norteafricana, para cursar los estudios superiores. De sus primeras impresiones allí vividas nos habla en estos términos:

      Llegué a Cartago y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar, amando el amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros… Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo, manchaba yo la vena de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores infernales de la lujuria[8].

      No hacen falta largos comentarios a esta


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