El santo amigo. Teófilo Viñas Román
«HACERSE UNO». «CONGREGARSE EN UNO»
En estrecha relación con las dos fórmulas anteriores, Agustín nos ofrece también estas otras dos portadoras de inspiración plotiniana. Y es que la idea del Uno y la Unidad es una constante en no pequeña parte de los escritos agustinianos. No es necesario añadir que tales expresiones, usadas por él, adquieren nueva densidad, ya que ahora el Uno, en el que se realiza plenamente la aspiración del hombre a la Unidad, se identifica con el Dios cristiano. De tal manera que, amigos son aquellos que se hacen una sola cosa en Aquel que es el Uno de Dios, Cristo el Señor. Predicando en cierta ocasión en Cartago, dijo a la multitud de los fieles: «Venga sobre nosotros el fuego de la caridad para perseguir al Uno (Unum) con un solo corazón, no sea que, abandonado lo uno, nos dispersemos en lo múltiple»[30].
Relacionado con este mismo tema, en el primer párrafo de la Regla recuerda Agustín que los que han entrado en el monasterio lo han hecho buscando el «unum» («in unum estis congregati»), unidad esta que tendrá su explicitación en la «unión de almas y corazones», dinámicamente dirigidos «hacia Dios». «Unus in uno ad Deum», tal era la fórmula de corte plotiniano que encajaba, a la perfección, en la visión agustiniana de toda la vida cristiana, pero de manera especial en su proyecto de vida monástica: «Hacerse uno en el Cristo único hacia el Padre», afirma un experto agustinólogo[31]. Paradigma monástico debía servir de ejemplo a seguir para toda familia humana.
7. «LOS AMIGOS TIENEN TODO EN COMÚN»
«Los amigos moralmente perfectos —había escrito Cicerón— han de poner en común todos sus bienes, proyectos y deseos sin excepción alguna»[32]. En el ilusionante, pero fracasado, proyecto laico de vida en común con el grupo de amigos de Milán (recuérdese que Agustín aún no se había convertido), una de las cláusulas estipulaba: «En virtud de la amistad no habría cosa de este ni de aquel, sino que de lo de todos se haría una hacienda común y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas, de todos»[33]. Más tarde, al comienzo de su documento monástico, la Regula ad servos Dei, recogerá la misma exigencia con estas palabras: «No considerar nada como propio, sino tener todo en común»[34].
Es claro que el Santo se refiere, en primer lugar, a la posesión en común de los bienes materiales, como «sacramento visibilizador de la amistad», pero por aquello de que «tu alma no es tuya sino de todos los hermanos», en ese «tener todo en común», la intención de Agustín iba más allá, sin duda: puesto que si el monje de Agustín está llamado a «hacerse uno» con quien convive en el monasterio, es decir, a «unir sus almas», consecuentemente «tu alma no te es propia, sino de cada uno los hermanos, cuyas almas son tuyas también». Es esto lo que le recuerda a aquel joven que ya había estado en el monasterio y lo había abandonado por presiones de su madre, anhelando quizá volver de nuevo a él: (en el monasterio) —le dice— «tu alma no es tuya propia, sino de todos tus hermanos; y las almas de ellos son tuyas; o, mejor dicho, las almas de ellos y la tuya no son almas, sino la única alma de Cristo»[35].
8. «LA VERDADERA AMISTAD». LA DEFINICIÓN ACUÑADA POR SAN AGUSTÍN
Sin negar, en absoluto, la validez de las fórmulas forjadas por los filósofos de la antigüedad greco-romana, que, aceptadas por el Santo, las llenó de sentido, quiso él acuñar una más, al reflexionar sobre la experiencia amical que tuvo con aquel joven, conocido como «el amigo anónimo». En las páginas que sobre él escribe, tantos años más tarde, nos trasmite con fidelidad los más limpios sentimientos que lo embargaron con motivo de la pérdida de aquel amigo entrañable, ofreciéndonos, a continuación, la reflexión en la que somete los hechos, para concluir con una original definición de la que él considera como «verdadera amistad». Se lo dice, orando, al Señor:
En aquellos años, al tiempo en que por primera vez abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo a quien amé sobremanera por haber sido condiscípulo mío, de mi misma ciudad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como lo exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú, (Señor), unes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado[36].
El texto es antológico; sin pretenderlo, quizás, nuestro Santo nos ha dado en las palabras que van en cursiva la definición más hermosa y completa de lo que él entendía, cuando escribe las Confesiones, por verdadera amistad, es decir, la plena y perfecta amistad. Pues bien, a la hora de hacer un breve análisis de la definición hay que comenzar reconociendo la radical validez y bondad de su amistad con aquel joven que, sin embargo, cuando escriba este pasaje no era, para él, una amistad «verdadera», es decir, plena, ya que «no era tan amigo como exige la verdadera amistad», y es que en ella estaba ausente el Dios cristiano. Hay que añadir, pues, que el adjetivo «verdadera» (vera, en latín) aquí no tiene por antónimo el adjetivo falso, sino incompleto, que será el que le merezcan las muchas amistades que experimentó antes de su conversión[37]; y solo alguna será tildada por él de «amicitia inimica»[38].
En cualquier caso, el citado pasaje del «amigo anónimo» nos permite también afirmar que, para san Agustín, los aspectos más humanos y nobles de la amistad que existieron en su relación amistosa, antes del encuentro con la verdad cristiana, no debían quedar fuera del concepto de una buena amistad, puesto que ella echa sus raíces en lo más hondo del corazón del hombre (valor humano), para cobrar dimensión plena y grandeza total cuando el Espíritu Santo derrame su «ágape» en el corazón de los amigos. Y es que Agustín no se cierne en un ambiente artificial, desencarnado o falsamente místico, que pudiera haberse creado después de su conversión, como alguna vez se ha pensado[39].
No, no era él hombre de renunciar en el campo de la amistad a lo que consideraba radicalmente válido y que, con la sola apertura a la acción benéfica de Dios, que es dador de todo lo bueno, podía pasar a ser auténtico valor cristiano. Esto mismo explica e incluso confirma que no renunciase a ninguna de las fórmulas clásicas, según hemos visto. Lo cual no va a impedirle afirmar con toda claridad que para vivir la amistad con plenitud, es decir, para que sea vera, se hace absolutamente necesaria la fe en el Dios cristiano; lo mismo que para vivir con plenitud la fe cristiana hay que hacerlo desde el «amor mutuo y gratuito», pero también desde el «amor heroico» (caridad) que se ha de tener al enemigo, proclamado por Jesús en el Evangelio: amad a vuestros enemigos (Mt 5,44).
Por otra parte, el Doctor de la gracia añadirá que todo esto es don gracioso del mismo Dios, pero que al hombre le corresponde no recibir en vano el regalo de la amistad que le hace el Señor. En el texto siguiente abunda el Santo en este sentido:
Nuestro amor mutuo (= caridad, amistad) ha de ser tal, que procuremos, por todos los medios a nuestro alcance, atraernos mutuamente por la solicitud del amor, para tener a Dios con nosotros. Este amor nos lo da el mismo que dice: como yo os he amado, para que así vosotros os améis recíprocamente. Por esto Él nos amó: para que nosotros nos amásemos mutuamente, concediéndonos, por su amor, el poder estrechar con el amor mutuo nuestro lazo de unión; y así, enlazados los miembros con un vínculo tan dulce, seamos el cuerpo de tan excelsa cabeza[40].
A este respecto, escribía S. Álvarez Turienzo, otro experto en el pensamiento agustiniano: «Acaso viene a perturbar nuestros hábitos el intento de sustituir la noción, tan clara y rica, de caritas por la de vera amicitia o amor amicitiae. Pero Agustín no vivía ni pensaba fuera del mundo. La tradición con la que dialoga y de la que, además, era privilegiado conocedor, no disponía ni de experiencia ni de palabra mejores para referirse a la práctica más plena, que es la de la amicitia»[41].
Efectivamente, la vera amicitia es el grado más alto de la caridad; nos lo dijo el Señor en la noche de la Última Cena: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos (Jn 15,13). «El amor al enemigo (caridad), preconizado también por Cristo, es más heroico, pero el amor al amigo (caridad-amistad) es más noble», dirá fray Luis de León, en sintonía con san Agustín[42].