El juego es entropía cero y otros cuentos. Mirna Gennaro
del comandante Nott, que aseguraban que estaba experimentando déjà vu permanentes desde hacía mucho tiempo y que, además, una sensación de extrañamiento se había apoderado de él. Como si todo lo que vivía fuera vivido por otra persona.
Los resultados del experimento fueron revisados por científicos de prestigiosas instituciones. Todos coincidieron en que las pruebas eran muy escasas, que no alcanzaban para darle continuidad al proyecto que fue catalogado el mayor fiasco científico y económico de la historia de la investigación, por lo que los recursos fueron reasignados.
Sofía sufrió un cuadro agudo de depresión cuando Esteban fue internado. Le pidió al médico que la atendía que la hospitalizara en el mismo lugar que él, pero aquel se lo negó. Al volver a su departamento, Sofía recorrió los lugares donde antes habían estado juntos: el sofá, la cama, el desayunador, el balcón con macetas. Al entrar en la cocina, se quedó mirando la canilla que goteaba, contando una a una cada gota. Después, enderezó las flores de la mesa, se sentó en el sillón del sofá, acomodó un par de almohadones y quedó catatónica.
El Dr. Dreyfus continuó sus propios experimentos en el más estricto secreto. Había descubierto algo nuevo y, como se había perdido el respaldo militar, no lo dio a conocer. Sin embargo, se lo vio visitar a Esteban en varias ocasiones, acompañado del comandante Heiss.
Los enfermeros del hospital le comentaron que, para calmar los arrebatos de este, debían recurrir a la música de Verdi.
En el otro extremo de la ciudad, Sofía parecía salir por un momento de su catatonia, alargando los labios como si sonriera, al sonar la marcha triunfal de Aída.
Años más tarde, al volver a ocupar el edificio del centro de experimentación, se encontraron, en un escondite, documentos que respaldaban nuevas pruebas de traslación de la consciencia, pero, en lugar de lograrse con una máquina, se los había realizado con reacciones químicas a través de un suero inyectable.
Inversión
I
Corría el año 2054, y largas filas se formaban en lugares estratégicos de la cuidad para obtener agua limpia. Las reservas naturales de agua dulce escaseaban. Los más favorecidos por el drástico desequilibrio ecológico se habían instalado en sectores del planeta privilegiados por la proximidad de un río o de un lago. Ya no quedaban lugares disponibles, y la incorporación de un habitante más en esos escasos ecosistemas era visto como un atentado contra la comunidad, por eso no se permitían extranjeros ni nacimientos sin autorización.
En las zonas más alejadas, se vivía mal y poco, todo lo cual conducía hacia un único destino: se acabaría pronto la mano de obra. Se necesitaban brazos para producir, para sembrar, para construir, para mantener. La cúpula del gobierno se encontraba en estado de alerta desde hacía varios años porque todo esto había sido anticipado sin encontrar la manera de corregirlo. O, quizás, la manera era demasiado antipática.
Como si la desgracia no viniera sola, una epidemia de cólera venía diezmando a la población de los suburbios. Al principio, habían extremado las medidas de prevención: hervir agua, cocinar todos los alimentos, lavarse repetidas veces habían formado parte de una campaña intensiva por todos los medios de difusión existentes. Sin embargo, la escasez de agua atentaba contra esa higiene necesaria. La gente no tenía agua para lavarse o para cocinar. Apenas tenían algo para beber.
Todo ello condujo a que la población fuera víctima de una nueva mutación de la bacteria Vibrio cholerae, la cual aún no tenía cura. Cada vez eran más los infectados y así se iba reduciendo la cantidad de habitantes, indiscriminadamente.
En las reuniones de la cúpula de gobierno, se discutía sobre el tema.
—Tenemos que encontrar un equilibrio. No podemos dejar que se nos mueran los brazos.
Les decían así a los trabajadores.
—A este paso, vamos a tener que salir nosotros a arar la tierra y criar cerdos.
—Peor, tendríamos que aprender a usar maquinaria de fábrica.
—Sin agua ni comida no habrá fábricas…
Días atrás, habían recibido un ultimátum del dueño de Acquaforte. El empresario poseía varias cuencas lacustres y se había convertido en el líder mundial por excelencia. El gobierno tenía que agachar la cabeza ante él. Su palabra era santa. Su indulgencia era milagrosa. Él solo podía perdonar la vida o condenar al país. Y ese ultimátum debía ser tenido en cuenta sin dilación.
—Ese desgraciado es un sádico. Quiere vernos humillados.
—Peor, quiere doblegar nuestro poder.
—¿Tenemos algún poder, a estas alturas? –dijo el líder del gobierno.
—Podemos recurrir a la fuerza –intervino el jefe del ejército, y un silencio se elevó produciendo una sordera momentánea en el líder.
II
Meses atrás, Gutiérrez, el líder del país, había tenido una cumbre decisiva. Había terminado la guerra en África con el saldo de un territorio destruido a manos de los propios africanos. Se habían sentido acorralados. Les habían enviado bombas químicas para dejar la zona libre de consumidores de agua. Pero ellos no se dejaron doblegar. Prefirieron la destrucción de ellos y de la tierra y los recursos hídricos. Llevaría decenios recuperar el agua. Por eso, el Cono Sur de América, el país de Gutiérrez, era el último objetivo de la gran corporación Acquaforte.
El líder nunca había sido menospreciado de una manera tan abrumadora. Waterman lo consideraba un títere que debía doblarse y bailar al son de la música de su compañía. La reunión fue en Bariloche, donde Waterman tenía un palacio, un viejo hotel de troncos mirando al lago, remozado para su uso personal. Allí se instalaron en una sala que mostraba una realidad limitada y exclusiva. Allí fue donde le dieron la orden de no hacer nada. De mirar hacia otro lado. De dejar hacer. Sin embargo, Gutiérrez tenía una convicción profunda sobre el tema del agua. Debían hacer cambios en la estructura social. Debían reorientar a la gente en sus actividades. Debían priorizarse las tareas de reciclado de líquidos y cultivo natural. Todos los brazos eran necesarios. Las fábricas debían limitarse a aquellas que produjeran elementos para la ciencia y la alimentación.
—Lo que usted propone es una involución —dijo Waterman con aplomo y mirada desconfiada.
—Yo lo llamo inversión de prioridades —respondía Gutiérrez tratando de mantener su dignidad.
—Llámele como quiera. Lo cierto es que perderemos industrias básicas como el transporte o la diversión.
—Los muertos no se divierten —dijo el líder sin pensar.
—No se ponga tan dramático.
—Millones de personas han muerto. Nosotros seguimos por la misma senda.
—Usted no se preocupe. Acquaforte tiene un plan de salvataje.
—¿A qué precio?
—Nada que no se pueda pagar.
—Usted quiere que desaparezca el gobierno.
—Yo solo pido que se haga una “inversión”, como usted mismo dice.
—Usted quiere que todos renunciemos. Quiere apoderarse de todo.
—No, estoy muy lejos de querer ser un loco que pelea con su sombra.
—Entonces no lo entiendo.
—Es muy fácil. Lo necesito. Quiero que siga a cargo del gobierno. Pero tendrá que hacer lo que yo le pido —respondió acentuando la última palabra.
III
En una casa alejada del lago, con apenas un pozo de agua que venía mermando progresivamente, la Dra. Lupe García repasaba su conferencia.