Reinventa las reglas. Meg-John Barker
pensar sobre nuestra relación con nuestro propio yo como la base para nuestras otras relaciones. En cierta medida, necesitamos estar bien interiormente para estar bien con otras personas; para permitirles tener una relación muy cercana y llevar bien que nos quieran. También necesitamos conocernos, al menos hasta cierto punto, para saber qué relaciones pueden resultarnos potencialmente beneficiosas y cuáles no, así como para saber cuáles son nuestros patrones en las relaciones.
Desgraciadamente, en nuestra cultura no se valora que tengamos una buena relación con nuestro yo. El objetivo, desde el colegio, es la mejora personal, en lugar de la felicidad con quiénes somos y cómo nos vivimos. La gente suele pasar poco tiempo a solas y termina teniendo miedo a la soledad, porque eso supone estar con alguien con quien no están muy a gusto. La mayoría tenemos pensamientos poco amables sobre quiénes somos resonando en el fondo de nuestra mente gran parte del tiempo, por lo que es comprensible que no tengamos demasiadas ganas de calmarnos lo suficiente para llegar a oírlos. Es más fácil distraerse con el trabajo, socializar, ver la tele o pasar el rato en redes sociales.
Tu yo es algo fijo
¿Cuáles son las reglas que se dan por sentadas en nuestra relación con nuestro yo? La primera es esa idea de que debes «quererte», o «encontrarte», «conocerte» o «serte fiel». Todas implican que existe un yo que podemos identificar para amarlo, encontrarlo, conocerlo o serle fiel.
Esta regla se da tan por sentada que podría parecer raro cuestionarla. Pensamos en nuestra personalidad como algo que puede ser resumido en unas pocas palabras o acrónimos en una app para ligar.
Nos fascinan los tests de personalidad que prometen la verdad sobre quiénes somos realmente. Mientras procrastinaba al escribir este libro descubrí qué princesa, personaje malvado y acompañante de Disney soy; a qué período histórico pertenezco en realidad, y si sobreviviría a un apocalipsis zombie; dónde me sitúo en el mapa político y en el indicador de Myers Briggs; y —lo más importante— a qué casa me enviaría el Sombrero Seleccionador (Hufflepuff con un toque de Ravenclaw, por supuesto). Todo esto sugiere que hay un yo auténtico en nuestro interior que puede ser descubierto, y también que hay algo relativamente fijo y estable a lo largo de nuestras vidas.
Tu yo tiene carencias
Al mismo tiempo, la mayoría tememos que nuestro yo tenga carencias y defectos.1 Eso es lo que entraña vivir en una cultura consumista. La publicidad insiste en que nos pasa algo malo para poder vendernos algo que lo soluciona. Inventa nuevos problemas de los que preocuparnos —desde lo blancas que son nuestras sábanas a cuántas amistades tenemos— para después generosamente darnos una solución: un nuevo detergente más potente o un refresco que nos hará más populares.2
Esta forma de pensar ha permeado mucho más allá de los productos domésticos. Cada día hay más y más nombres para los «trastornos» y «disfunciones» que podrías padecer, y miles de medicamentos y terapias que nos ofrecen curarlos, pagando por ello. Muchas revistas, programas de televisión y libros de autoayuda también se basan en que pensemos que tenemos algún defecto que debe ser reparado. No tenemos suficiente sexo, no vestimos con la ropa adecuada, no somos una pareja, padre o madre lo suficientemente buenos, no nos sentimos suficientemente felices con nuestras vidas, y quien ha escrito ese libro o presenta ese programa de televisión nos va a arreglar.
Nuestros cuerpos son uno de los focos principales de esa sensación de carencia. Cada vez hay más productos dirigidos a conseguir y mantener la apariencia ideal, desde cremas para la cara a cirugía estética y bonos para el gimnasio. La industria de la moda dicta que cada persona necesita renovar su armario; también crea nuevas características corporales sobre las que sentir inseguridad: celulitis, barriga, alas de murciélago, grasa en la espalda. Nuestros cuerpos se fragmentan en pequeñas partes, cada una asociada a tratamientos de belleza y productos para asegurarse de que tienen el aspecto «adecuado». El ideal tan estrecho al que se supone que debemos aspirar es ubicuo en los medios de comunicación que consumimos, desde la prensa a los dibujos animados y el porno: un cuerpo joven, delgado, blanco, tonificado y sin defectos. Conocemos los problemas que suponen esos estándares de belleza3 y cómo se altera y retoca con Photoshop el aspecto de las modelos pero, aún así, es complicado que no nos influya.
Vigílate y trabaja en ti
Del mismo modo que tenemos miedo a nuestras carencias, el listón que marca haber llegado a un yo exitoso está cada día más alto.4 El culto a las celebridades implica que la única manera de tener éxito es la fama y recibir la aprobación de todo el mundo. Concursos como Factor x, Pop Idol, El Aprendiz o Masterchef nos venden la idea de que podríamos alcanzarla si nos esforzáramos lo suficiente. Mientras tanto, se elimina al resto de concursantes semana tras semana por no dar la talla, y esto alimenta nuestra idea de que la mayoría tenemos carencias.
Incluso las personas famosas son escudriñadas constantemente cuando hacen algo mal. Los paparazzis intentan conseguir una foto cuando hacen algo que no deberían, o usan un zoom para conseguir el primer plano de una minúscula «imperfección» en sus cuerpos para ponerle un círculo rojo alrededor. Las redes sociales convierten con facilidad a la gente famosa de héroes a villanos si tienen un tropiezo, y la rechazan y evitan públicamente.5
Nos animan a compararnos con otras personas para que juzguemos lo bien —o mal— que lo estamos haciendo en toda clase de escalas, y el listón está tan alto que siempre nos vamos a ver por debajo. Se nos presiona para llegar a la perfección o, al menos, para asegurarnos de que nos presentemos como una persona perfecta y de que escondamos la terrible realidad. Y tememos que esta pueda ser vista por quienes nos rodean.
Esta cultura de la comparación se ha hecho más insidiosa a medida que nos hemos mostrado de maneras con las que todo el mundo se puede comparar. En las redes sociales, la mayoría compartimos solo nuestros triunfos y ninguna de nuestras tragedias. Aprendemos a hacernos el selfie perfecto, elegimos la mejor de las veinte fotos y usamos apps para perfeccionarla todavía más en la dirección del ideal corporal que tan bien hemos interiorizado. A medida que nuestras redes sociales se van llenando de ese tipo de historias e imágenes de nuestras amistades, nos vamos enfrentando a un número inmenso de personas atractivas viviendo unas vidas muy atractivas. No podemos competir con esa combinación tan perfecta. Sentimos que debemos tener el cuerpo tan tonificado como x, ser tan feliz como y y tener tanto éxito como z. ¿Por qué no estamos de fiesta, corriendo una maratón, haciendo voluntariado en el extranjero, disfrutando de nuestra familia y ascendiendo en el trabajo?
Aquí hay algunas paradojas importantes. Al mismo tiempo que se supone que debemos ver los defectos de nuestro cuerpo y mejorarlo de forma constante, también se nos dice que tenemos que mostrar cuánto amamos nuestro cuerpo tal como es y estar a gusto con él.6 Debemos odiar nuestros cuerpos y amarlos al mismo tiempo.
Esto también es cierto respecto al amor propio. Muchos artículos y programas de televisión insisten en lo importante que es pero, al mismo tiempo, el resto de medios afirma que tenemos defectos que debemos reparar. La escritora y activista Feminista Jones mostró esa paradoja cuando animó a las mujeres a comenzar a aceptar los piropos que recibieran de los hombres, simplemente diciendo «gracias» o «pienso lo mismo» en lugar del autodesprecio habitual.7 Muchos hombres respondieron diciendo que las veían menos atractivas o incluso las insultaban: «Quiérete, pero no te quieras».
Resumen |
Por lo tanto, nuestras reglas-dadas-por-sentadas respecto a nuestro propio yo son algo parecido a:
• Somos un yo fijo que se mantiene siempre igual a lo largo del tiempo.
• Ese yo tiene ciertas carencias.
• Lo supervisamos cuidadosamente para asegurarnos de que nadie se da cuenta de esas carencias.
• Debemos esforzarnos en mejorar y reparar nuestros defectos.
¿por qué cuestionar las reglas?
Estas reglas nos suelen dejar como un péndulo que oscila dolorosamente entre tratarnos con dureza y con fragilidad.